Campos magnéticos. Manuel Borja-Villel
trabajo colectivo implica también a comisarios y artistas con los que he debatido el significado de estos textos. Alguno es mencionado en estas páginas, otros no, pero no por ello su contribución fue menos relevante. Nombrar a cada uno excedería los límites de esta introducción. Para todos ellos, mi agradecimiento.
Belén Rosales ha llevado a cabo una paciente y exhaustiva tarea de comprobación y corrección de datos y citas del material publicado en el Reina Sofía.
Iker Seisdedos me animó a trabajar en este libro hace ya tiempo. Manuel B. Burbano se ocupó de recolectar una parte de este material, así como de traducirlo del inglés. Yolanda insistió en cada momento.
Finalmente, mi reconocimiento a Montse Ingla y Antoni Munné. De ellos fue la iniciativa, suyas han sido la selección y la edición. Sin sus cuidados este libro no existiría.
M. B.-V.
Madrid, octubre de 2019
1.Rosalind Krauss y Margit Rowell, Joan Miró. Magnetic Fields. Nueva York: The Solomon R. Guggenheim Foundation, 1972, p. 13.
2.Brian Holmes, «Investigaciones extradisciplinares. Hacia una nueva crítica de las instituciones», Transversal, European Institute for Progressive Cultural Policies, http://www.marceloexposito.net/pdf/trad_holmes_extradisciplinares.pdf
3.Irit Rogoff, «What is a Theorist», en On Knowledge Production: A Critical Reader in Contemporary Art. Utrecht: BAK, 2008, p. 155.
4.Marina Garcés, Ciudad Princesa. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2018, p. 55.
5.Esta condición «situada» de los textos se percibe claramente en la tercera parte. «Los límites del museo» fue escrito desde la Fundació Antoni Tàpies, un museo monográfico, y respondía a la voluntad de cuestionar el museo moderno, entonces todavía hegemónico; «Museo, memoria e identidad», en el MACBA; «El museo interpelado», ya en el Reina Sofía, a pesar de que se presentó en una publicación del Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona.
SOBRE LA PROPIEDAD CULTURAL
El neoliberalismo, sinónimo de privatización y de reducción progresiva de lo público en favor de lo privado, se ha convertido en nuestra condición, el medio social, económico y político en el que nuestras actividades se han desarrollado en las últimas décadas. Se opone a cualquier tipo de interferencia gubernamental en la vida de los ciudadanos, cree fehacientemente en la autorregulación del mercado y percibe la Administración del Estado como un engorro, un obstáculo para el crecimiento de la economía. Sin embargo, la realidad nos demuestra que, tanto en su versión clásica del siglo XIX como en la actual, esta ideología no ha cesado de crear estructuras y normas, consolidando una sociedad que, en aras de preservar la libertad del mercado, se ha vuelto cada vez más autoritaria; y en la que los aparatos de control han actuado de un modo implacable con un objetivo principal evidente: la defensa del capital sobre los ciudadanos y el bien común.
Aunque lo excede, ya que es consustancial a otros modos de organización social, la expropiación constituye uno de los fundamentos en los que se asienta el capitalismo. La expropiación opera a través del pillaje provocado por las guerras y conquistas de pueblos y civilizaciones situados en la periferia (los sucesivos imperios hicieron de ello una práctica habitual), y también por medio de los procesos de «reproducción ampliada» por los que el capital acumula riqueza. En la primera instancia, la desposesión se ejerce en áreas no reguladas legalmente; en la segunda, se suscita desde la connivencia que existe entre el Estado y el capital, y que hoy caracteriza al neoliberalismo. Las dos formas de expropiación no son excluyentes sino complementarias, suelen actuar simultáneamente generando un complejo tejido de subordinación social.
En este orden de cosas, la cultura ocupa una posición a la vez central y marginal. De todos es conocida la importancia que las industrias del conocimiento y de la comunicación han adquirido en la economía mundial y en nuestro sistema de valores. Sabemos, además, que esa preeminencia ha provocado la absorción –y consecuente cancelación– de toda una serie de prácticas que en su día fueron críticas. De continuo comprobamos cómo las estrategias de márquetin de las grandes compañías utilizan propuestas artísticas con fines que tienen muy poco que ver con aquello que sus autores anhelaban. En ocasiones, son estos últimos los que caen en una especie de absorción autoinfligida. Artistas como Sebastião Salgado o Damien Hirst, por mencionar dos casos extremos, utilizan las condiciones laborales más denigrantes o el mismo mercado del arte para criticar o parodiar el sistema. El resultado suele ser lo opuesto de aquello que se buscaba. Por un lado, la estetización de la miseria y la descontextualización del trabajo llevan a concebir la obra como un fetiche y a transformar el sufrimiento de los demás en mercancía. Por otro, el sarcasmo se convierte en un ejercicio de cinismo que no hace sino ratificar la propia dinámica de vaciado de contenidos.
El papel del artista en la sociedad ha cambiado y la actividad intelectual ha perdido las prerrogativas casi aristocráticas de que gozó en otras épocas. El autor ya no es el preceptor. Su quehacer carece de la autonomía que presuntamente mantuvo en el pasado y la desposesión de nuestro conocimiento y experiencia es constante. Sin pretender una vuelta nostálgica al pasado, nos hemos de preguntar si no es posible concebir un sistema que impulse nuevas formas de distribución y retribución que vayan más allá del valor mediático de unos pocos y la enajenación del trabajo de la mayoría.
A principios de 2015, Jaime Botín, propietario de un cuadro de Picasso de 1906 que había sido requisado por el Estado español al existir indicios de que esta pieza hubiera salido de modo ilegal del país, sostenía que la pintura era suya y por tanto podía hacer con ella lo que quisiera.1 El señor Botín no entendía por qué, habiendo adquirido la obra de modo legítimo, era privado de la misma. La noticia de la confiscación fue el culebrón informativo de aquel verano en España, y saturó durante unos días las portadas de los periódicos. No mucho antes, la prensa internacional se hacía eco de otra polémica que también afectaba a los derechos de exportación de los bienes culturales. En este caso, Monika Grütters, la ministra del ramo del gobierno federal alemán, sacaba a la luz pública un proyecto de ley por el que se limitaban los movimientos de ciertas obras de arte. Aunque con posterioridad la propuesta sufrió diversas revisiones, en su primera versión las restricciones concernían a aquellas piezas de más de cincuenta años de antigüedad y cuyo valor superase los 150.000 euros, una cifra modesta en el mercado actual del arte. Hasta ese momento la ley alemana había sido bastante flexible. Se contemplaba, por supuesto, la existencia de una serie de obras que se consideraban como patrimonio del Estado y se declaraban inexportables. Pero estas eran excepciones recogidas en un listado de «tesoros nacionales» o Verzeichnis national wertvollen Kulturgutes, elaborado por un comité de expertos que lo revisaba periódicamente.
A pesar del debate ocasionado, que llevó a que un airado Baselitz retirase sus obras del Albertinum de Dresde, con esta ley Alemania intentaba equiparar su normativa a la de otros gobiernos europeos, que con la voluntad de proteger su acervo de la voracidad del mercado global habían limitado la exportación permanente de aquellas obras que tienen más de un siglo de antigüedad y son de interés para el Estado. Su relevancia viene determinada por el hecho de que su autor sea nacional o el objeto o documento parte integral de la historia del país. En ocasiones, los criterios pueden ser un tanto alambicados. Por ejemplo, en 2015 las autoridades italianas no permitieron que se exportase un cuadro del artista español Salvador Dalí, argumentando que tenía relación con la pintura de los Valori Plastici y