Campos magnéticos. Manuel Borja-Villel
hace años, la instalación es el formato más extendido en el arte contemporáneo, por mucho que se haya insistido en el retorno de la pintura, que ha dejado de ocupar el lugar que tuvo en el momento álgido de la modernidad a mediados del siglo XX. Al ser multimedia, la instalación conlleva la ruptura de la sumisión moderna a las disciplinas artísticas. Es causa de la gran apertura del arte actual, pero también síntoma de una de sus debilidades: su absorción por la lógica del espectáculo. Así, un autor muy crítico con su propio tiempo, Marcel Broodthaers, decidió prescindir de este término y calificó de «decorados» a sus últimos trabajos, en los que cohabitaba un conjunto heterogéneo de objetos y medios. Otros artistas como James Coleman o Zoe Leonard han optado por utilizar el cinematógrafo y técnicas que en apariencia son obsoletas (la proyección de diapositivas o la fotografía analógica) con el fin de situarse a contracorriente de una sociedad hipertecnificada, que busca sustentar su felicidad en la posesión del último gadget electrónico.
Las instalaciones son, por definición, abiertas. Las completa el espectador. Este las recorre, escoge fijarse en un aspecto u otro y permanecer más o menos tiempo delante de un determinado vídeo, imagen o texto, cuya lectura es con frecuencia incompleta. Si en la modernidad el énfasis residía en el autor, ahora recae en el espectador. No nos sorprende, pues, que el arte tienda hoy hacia lo participativo y procesual, con un importante componente performativo y teatral. La forma ha dejado de ser un atributo exclusivo de la pintura o la escultura para convertirse a menudo en un «comportamiento» o en una relación que fluctúa de un medio a otro. Dora García, por ejemplo, ha explorado ampliamente esta faceta en diversas piezas, como en Klau Mich, en las que analiza cómo se construyen los relatos y los mecanismos a través de los cuales la institución ejerce su autoridad. Su carácter teatral es decisivo, alterando la jerarquía establecida entre la audiencia y el artista, que se convierte en algo parecido a un director de escena.
Nos encontramos inmersos en un sistema que ha dejado de producir únicamente en la fábrica y que se caracteriza por la importancia de lo cognitivo, la conectividad y la transversalidad de los conceptos. En él cualquier cosa es susceptible de transformarse de inmediato en una mercancía, general e intercambiable. Si no queremos añadir más elementos de consumo a una sociedad que no los necesita, es imperativo que aprendamos a trabajar en la negatividad de los intersticios, en la excepcionalidad de lo que el sistema no reconoce. En estas situaciones anómalas se puede provocar aquello que Alain Badiou denomina «acontecimiento», que implica un cambio de nuestros códigos de percepción y la apertura a la historia. La propuesta artística del colectivo DAAR (Decolonizing Architecture Art Residency) sería, en este sentido, paradigmática. Al desarrollar una de sus acciones en los cinco metros reales que representa la línea que en los mapas separa los territorios israelíes y palestinos, se hace visible la distancia que existe entre la representación (impuesta) y la realidad, a la vez que incide en ellas.
A diferencia de las vanguardias históricas, el mundo contemporáneo no está interesado en la redacción de manifiestos, ni en su distribución. Tal vez porque no requiere de un líder que, desde afuera, dirija su camino y las proclamas se convierten a menudo en eslóganes vacíos. La voluntad redentora del artista moderno ha dejado de tener sentido. El arte contemporáneo no disfruta por sí solo de ninguna autonomía ni posee ya el monopolio de la producción simbólica relevante en nuestras sociedades. Es intertextual y contextual, y su potencia crítica deriva de su situación en un ecosistema concreto, sea este un museo, una galería, una corporación, un centro cívico o un espacio público.
LA (IN)UTILIDAD DEL ARTE CONTEMPORÁNEO
Toda generación concibe su época como si esta fuese el inicio o la culminación de un proceso histórico. Sin embargo, determinada como está a consumirse en un presente continuo, la sociedad actual parece no entender ni de referencias pretéritas ni de propuestas de futuro. A diferencia de otros momentos del pasado, nuestro tiempo se define a sí mismo en términos poshistóricos. Hablamos de posmodernidad, posfordismo, poscolonialismo o incluso posdemocracia. Un mundo sin ayer ni mañana, que no permite la alteridad o el antagonismo y donde cualquier desacuerdo queda reducido a una cuestión de estilo o moda. Nos hallamos atrapados en el instante de la transacción comercial, inmersos en un espejismo en el que, como describe Jonathan Crary en su libro 24/7, se establece una falsa equivalencia entre aquello que es accesible, disponible o utilizable y lo que existe. Esta situación acarrea necesariamente el empobrecimiento de nuestras facultades cognitivas y afectivas.
En el terreno de la cultura, esa falta de perspectiva histórica ha ido acompañada de un énfasis en la recepción más que en la producción. Michel Foucault y Roland Barthes diagnosticaron la «muerte» del autor o, mejor dicho, su sustitución por el lector/espectador como factor central del hecho artístico. En consonancia, se entendió el acto creativo como un trabajo de recopilación, asociación y montaje de obras ya existentes. El arte devino reflexivo, cuestionaba su propia naturaleza y empujaba al espectador a discriminar constantemente lo que era arte de lo que no lo era. En los años ochenta y a principios de los noventa, los miembros de la denominada Pictures Generation (Cindy Sherman, Louise Lawler y otros) y también aquellos asociados a la crítica institucional (Hans Haacke, Michael Asher o Andrea Fraser) encarnaron de un modo ejemplar esta posición. Se apropiaron de imágenes reconocibles de la historia del arte, hicieron uso de las nuevas fuentes de la cultura popular e idearon piezas en las que el análisis de las imágenes iba unido al cuestionamiento de la representación y los dispositivos.
Desde Duchamp, esta corriente especulativa ha constituido una de las líneas de fuerza de la modernidad. Pero, si antes existía una cierta distancia entre el ámbito de la experiencia estética y el de la actividad económica, en la actualidad esta separación no se sustenta porque el saber y nuestra propia subjetividad ocupan un lugar privilegiado en el sistema de producción de valores. Esa es la diferencia del mundo moderno respecto al contemporáneo. La disyuntiva ya no consiste en saber si una cosa es arte, sino en dilucidar qué aspectos de nuestro entorno no lo son. Comprobamos que, a lo largo de los noventa, el interés artístico se inclinó hacia prácticas más procesuales y comunitarias. En ellas la obra abandona su autonomía e incorpora mecanismos y conceptos que a menudo tienen que ver con la antropología, la sociología o la terapia. Se trata de propuestas que, al intentar cambiar nuestra forma de entender la vida, cuestionan las nociones heredadas y plantean nuevos modos de relación. No son utópicas en el sentido literal del término, ni anhelan la emancipación de un sujeto colectivo. Carecen de una finalidad definida de antemano, puesto que la comunidad imaginada siempre está por hacer, y persisten como documento (fotografía, filme o texto). El trabajo que durante más de tres años (1994-1997) hizo Marc Pataut en el extrarradio parisino, en la zona donde se construyó el Grand Stade de France, sería paradigmático de esta tendencia.
Según el canon moderno todo arte aspira a la pureza de las especialidades artísticas: la pintura debe ser pictórica, la escultura escultórica y así sucesivamente. En un reparto disciplinario de los trabajos, cada uno ha de estar en su sitio, en su clase, ocupado en la función que le es propia. Sin embargo, el arte más reciente busca la hibridación de técnicas y medios. Incorpora textos, imágenes y escenarios, tiende hacia lo teatral y su manifestación plástica más extendida es la instalación. En esta la audiencia no permanece pasiva, sino que ha de navegar por ella, reconstituyéndola y haciéndola suya. Se entiende que el espectador escoge aquellos aspectos que le interesan y conforma su imagen de la obra, que no ha de coincidir forzosamente con la de otros espectadores, ni siquiera con la del autor. Tampoco se espera que contemple todo en la sala de exposiciones, los vídeos o documentos pueden visionarse o leerse a posteriori, en casa, en el estudio o en el despacho. En el arte posmedia no hay una experiencia artística única, sino una multiplicidad de ellas. Sea colectiva o individual, cualquier interpretación es siempre fragmentaria o parcial. La teatralidad contemporánea carece de voluntad totalizadora y es distinta de la Gesamtkunstwerk wagneriana.
El arte actual es performativo. Despliega sus significados cuando es «interpretado» por los públicos que se agrupan a su alrededor. Aquellos ya no responden a un patrón idéntico y cerrado en sí mismo, sino que son el resultado del encuentro y la tensión entre los diversos enunciados y situaciones. Ello aviva las potencialidades del