Campos magnéticos. Manuel Borja-Villel
audiencia homogénea y pasiva. Hoy, por el contrario, no es posible proponer ningún cambio social sino a través de la concepción de nuevas formas de sociabilidad y estas solo pueden ser de relación y de agencia.
Uno de los misterios del teatro griego consistía en que los hijos estaban predestinados a redimir las culpas de los padres. No importaba que fuesen puros y piadosos, si sus padres habían pecado ellos debían ser castigados. Nos consideremos conservadores o pretendamos ser progresistas, cuando no cuestionamos nuestras formas de saber cargamos con una especie de pecado original que transmitimos a nuestros hijos. La culpa de los padres no es solo la violencia del poder, sino la creencia en la bondad y la necesidad de nuestras estructuras sociales y de conocimiento. Hay una idea común a todos nosotros: la de que el peor de los males del mundo es la pobreza, y que por tanto la cultura de las clases más humildes debe ser sustituida por la de las clases dominantes y que la historia no puede ser más que la historia burguesa.
En la actualidad asistimos a una aceptación «realista» del statu quo. Pensamos que en cualquier caso siempre es preferible que la gente aprenda y se eduque en esta historia burguesa a que no lo haga en ninguna. Diremos que es mejor que la gente lea libros o que vaya a los museos a que deje de hacerlo. Esta es, sin embargo, una maniobra culpable, útil para tranquilizar conciencias y seguir adelante. Nuestra sociedad vive volcada hacia el consumo indiscriminado de imágenes e ideas. Todo lo que es novedad es susceptible de ser convertido en mercancía. Si durante la primera mitad del siglo XX la modernidad basó sus estrategias en la exclusión de la diferencia, de aquello que pudiese quebrar el canon original, hoy ocurre todo lo contrario: su inclusión se ha convertido en norma. Pero esta es tan problemática como la anterior, ya que, como aquella, ignora al espectador que permanece pasivo, siendo ahora un puro consumidor de imágenes.
El hecho artístico supone un lugar compartido entre la subversión y la absorción, entre la pasividad contemplativa y la ruptura activa, entre el estado y la multitud, entre la creación y el mercado. La atención a la frágil vida de los cuerpos, la hostilidad hacia la cosificación de nuestra existencia, la manifestación explícita de la desaparición de la frontera entre lo público y lo privado, que el «teatro» de Pasolini nos proporciona, pueden ser hoy algunos de los elementos más incisivos de intervención política.
1.Walter Benjamin, Illuminations. Nueva York: Schocken Books, 1969, pp. 83-109.
¿HACIA UN ARTE SITUADO?
El debate intelectual y artístico de las dos últimas décadas ha venido marcado por un término: crisis. Un buen número de pensadores y activistas ha reflexionado sobre su naturaleza y causas. La obra de artistas como Allan Sekula o Hito Steyerl refleja asimismo la inseguridad e incertidumbre contemporáneas, porque si en algo se diferencia el momento actual del de hace veinte años es en el hecho de que la realidad social y política es hoy más confusa y difícil que entonces.
Vivimos en un estado de urgencia que se diría endémico. La crisis de 2008 no mitigó los efectos del neoliberalismo, sino que acentuó su faceta más destructiva, tanto a nivel ecológico como social. Ello ha acarreado el resentimiento de los que sufren diariamente y carecen de expectativas de futuro, constituyendo un auténtico caldo de cultivo para la incubación de los nuevos populismos de derechas que, aun siendo diferentes de los fascismos de los años treinta, presentan preocupantes paralelismos con estos. Bolsonaro, Trump, Salvini, el Brexit, etc., son síntomas de una situación de emergencia social y, al mismo tiempo, de impotencia intelectual y política.
La sociedad contemporánea se presenta como transparente: todos vigilan a todos, nada escapa a la supervisión colectiva. En este proceso desaparece la separación burguesa entre la esfera privada y la pública, sus límites se esfuman y se instaura el autoritarismo de una sociedad-plató. Por ello, lo enigmático y lo impenetrable devienen relevantes, se oponen a la idea que da por sentado que, en nuestro lado, hay verdad y en el opuesto, engaño. Para Édouard Glissant lo inextricable se relaciona con los procesos decoloniales, ya que supone la aceptación de alguien que se concibe como distinto, pero no necesariamente como contrario. Para el poeta de Martinica, es racista aquel que niega lo que no comprende. La impenetrabilidad es un derecho que tenemos, la barbarie consiste en imponer nuestra «transparencia» a los demás. «Por este motivo, reivindico para todos el derecho a la opacidad. No necesito “comprender” al otro, es decir, reducirlo al modelo de mi propia transparencia, para vivir con ese otro o construir algo con él. El derecho a la opacidad consistiría hoy en el signo más ostensible de la no barbarie.»1
La transversalidad ha sido otro concepto clave en estas décadas. Ha constituido una fuente de liberación, pero también de sometimiento. Si para la modernidad más académica el verdadero artista era aquel que seguía de un modo fiel la especificidad de su oficio, y lo narrativo o teatral en el arte eran considerados anatema, ahora sucede todo lo contrario: la interdisciplinariedad ha devenido norma. Muchos artistas alternan la etnografía, el activismo o la política de archivos con la pintura, el cine o la escultura de campo expandido. Pero ese ir y venir de un terreno a otro ha propiciado un nuevo virtuosismo vacío y desprovisto de cualquier perspectiva crítica. Sin embargo, autores como Dierk Schmidt, Alejandra Riera o Pedro G. Romero, por mencionar algunos, han superado este nuevo academicismo contemporáneo. Tienen en cuenta el lugar que ocupa el arte en la sociedad y las condiciones en que el conocimiento y los afectos se producen, transformando ese virtuosismo interdisciplinar en una externalidad que interpela nuestros pensamientos y hábitos. Esta externalidad no implica un «afuera» absoluto, que es impensable, sino más bien lo que Brian Holmes ha denominado extradisciplinariedad: se promueven investigaciones en terrenos tan alejados del arte como las finanzas, la biotecnología, la geografía, el urbanismo o la psiquiatría para experimentar en el libre ejercicio de las facultades que caracteriza el arte, pero también para tratar de identificar, dentro de esos mismos dominios, los usos espectaculares o instrumentales que con tanta frecuencia se hacen de las libertades sorpresivas y subversivas del juego estético.2
Es cierto que la crisis, que ha propiciado un cambio en los esquemas sociales, no ha inquietado a las figuras principales del sistema del arte sino a lo que Gregory Sholette describe como su «materia oscura».3 Un ejército de estudiantes, jóvenes y no tan jóvenes artistas, comisarios e investigadores malviven en condiciones laborales que son de una precariedad extrema. En contraposición a eso, los grandes nombres se han visto muy poco afectados por la crisis. Excepto en momentos puntuales, sus obras han incrementado su valor, el mercado ha estado más fuerte en este período, se han celebrado más bienales, más eventos. Como nos recuerda Peter Osborne, el sistema del arte ha servido para conferirle a un mundo que es altamente heterogéneo y desigual una aparente imagen de uniformidad y estabilidad. En los últimos veinte años se ha producido una involución en la que las instituciones públicas han visto que tienen cada vez más dificultad para desarrollarse y los medios de comunicación encuentran más problemas para que la cultura, y un tipo de pensamiento reflexivo, tengan cabida en sus propuestas.4
Lo que hoy predomina es la imagen descorporeizada, la imagen que no es material, la imagen del iPhone, del ordenador, y en este contexto es muy importante reivindicar lo vernáculo, que es aquello que está «situado» y es «menor», en el sentido que Gilles Deleuze le da a este término.5 El pensador francés no hablaba de poderes y saberes establecidos, sino de la potencia de los cuerpos y las cosas, de su movimiento inmanente. Lo menor señala y pone en valor ese devenir. Lo vernáculo no debe ser asociado a lo original ni identitario, sino que está estrechamente vinculado a las transliteraciones, los olvidos e intentos por recordar aquello de lo que no quedan testimonios.
Entre la franquicia globalizada, que disuelve cualquier especificidad, y el reducto localista, que nos empobrece,