Campos magnéticos. Manuel Borja-Villel
interesada entre actividad y agencia. Mientras que la primera no conlleva un cambio radical de nuestra manera de ser y pensar, la segunda implica la reinvención de las relaciones, el aprendizaje constante y la comprensión de la fragilidad de la vida. Durante años nos hemos empeñado en que un público compuesto de usuarios comprometidos participase diligentemente en nuestros programas y exposiciones, a tal punto que la idea de un espectador pasivo nos resultaba inaceptable. Se ha pasado de la obra y su propiedad al uso o usos de la misma. Pero, en la sociedad del cognitariado, el uso no garantiza la agencia ni evita que este se convierta en un gesto vacío. Si bien la instalación y el arte posmedia exigen un cierto compromiso por parte de la audiencia, también pueden acarrear la espectacularización del hecho artístico y su consecuente acatamiento de la lógica del mercado. De ahí que, como ha señalado Rosalind Krauss siguiendo a Walter Benjamin,1 lo anacrónico, que implica mantener un punto de vista respecto al presente, constituye en este contexto un elemento de resistencia: va a contracorriente de la idealización de la novedad y la técnica.
Es revelador el interés de la estética contemporánea por la pedagogía y por el denominado arte «útil», esto es, un arte aplicado que no busca modificar una comunidad desde fuera, sino desde dentro, y que funciona como un engranaje de mediación entre los distintos sectores sociales. Frente a la crisis de las instituciones y modos de hacer tradicionales, y ante el poder casi omnímodo del mercado y de las industrias de la comunicación, esta práctica ofrecía una alternativa: debía generar formas y usos de difícil absorción, posibilitar, en palabras de Michel de Certeau, la proliferación de creaciones anónimas y efímeras y hacer que la gente siguiese viva y superase la dicotomía establecida entre arte culto y cultura popular.
El arte nos ayuda a alterar nuestra percepción del mundo y a replantearnos nuestra jerarquía de valores. Aunque esto es sustancial en cualquier época, lo es más aún en un período de crisis sistémica. Una de las dificultades del arte actual consiste en que la experiencia estética a menudo nace cooptada. Para ser efectiva, hoy más que nunca, cualquier acción artística ha de generar ámbitos de disenso y favorecer la movilización de la gente anónima. Un arte excesivamente útil, que abogue por el consenso, corre el riesgo de convertirse en un nuevo idealismo o en una simple excusa para abrir mercados y, de paso, cancelar cualquier probabilidad de ruptura. El Homeless Vehicle (1987-1989) de Krzysztof Wodiczko se erigió muy pronto en un referente del activismo artístico porque hacía explícita la necesaria (in)utilidad del arte contemporáneo. Wodiczko no diseñó este objeto con el fin de que fuese un producto habitual de la vida cotidiana, tampoco para que hiciese posible una sociedad conocida de antemano. La visión de centenares de vehículos empujados por personas desahuciadas, recorriendo las calles de Manhattan, reflejaba, por el contrario, la realidad distópica de un mundo donde cada vez somos más extraños a nosotros mismos.
A pesar de que respondía de un modo muy crítico y ácido a las políticas neoliberales de la administración Reagan en Estados Unidos, el Homeless Vehicle no era un prototipo pensado para un «mundo mejor», sino ideado como un instrumento para cuestionar y superar la insoportable realidad de un presente que no reconocemos.
El arte tiene una evidente dimensión política. En los últimos años, por ejemplo, se han establecido vínculos muy estrechos entre museos y crecimiento inmobiliario, arte y capital financiero, imagen y poder. Las formas de organización, estructuras y dispositivos de las diferentes entidades culturales responden, sin duda, a una determinada ordenación del poder. Ahora bien, no hay una transmisión directa entre el extrañamiento que provoca el arte actual y la movilización social. Cuando el arte quiere anticipar el efecto de sus acciones, cuando ofrece soluciones y respuestas en lugar de incertidumbres y preguntas, cuando se presenta como éxito y no como fracaso, se trastoca en una figura retórica, una forma novedosa de estetización. El equívoco de un arte (no realmente) útil reside en no entender el hecho artístico como un significante enigmático, en no reconocer la materialidad e incluso la opacidad de la obra de arte, cuya complejidad y negatividad sirven para crear espacios de difícil absorción. No pasamos de una conmoción estética a la intervención política. Pasamos, como diría Jacques Rancière, de un mundo sensible a otro mundo sensible que define otras tolerancias e intolerancias.2
1.Rosalind Krauss, A Voyage on the North Sea. Art in the Age of the Postmedium Condition. Londres: Thames and Hudson, 1998.
2.Jacques Rancière, Le Spectateur émancipé (2008); El espectador emancipado. Castellón: Ellago, 2010, p. 70.
LA REBELIÓN DEL ESPECTADOR
La pantalla nos muestra una escena característica del teatro isabelino. Una mujer joven y un hombre maquillado como si fuese negro parecen discutir. El diálogo deja bien claro que nos encontramos ante una representación de Otelo, la gran pieza de Shakespeare en la que el autor inglés desmenuza las entrañas de los celos. La película es, de hecho, un cortometraje de Pier Paolo Pasolini titulado: Che cosa sono le nuvole? (1967). Ahora bien, el cineasta italiano incorpora al drama shakespeariano algunos elementos que lo transforman radicalmente. En primer lugar, los personajes no son de carne y hueso, sino marionetas que, dirigidas por hilos, interpretan un guion prefijado. En segundo lugar, el personaje que hace de Otelo no entiende por qué ha de matar a Desdémona y esta a su vez no logra comprender las dudas de Otelo. A ella le gusta su papel y ser objeto de los celos. La disyuntiva se soluciona con la revuelta del público. Los espectadores invaden la escena y, en medio de un gran jolgorio, llevan en andas a los protagonistas, rompiendo todas las normas teatrales a través de lo que es una genuina inversión carnavalesca. Lúcido como siempre, Pasolini nos da las claves en apenas veinte minutos del lugar que ocupa el arte en la sociedad contemporánea y de cómo lo poético puede ser entendido en términos políticos. Más aún, de cómo podemos romper las trabas que de continuo nos atenazan.
Pasolini presenta a unos protagonistas atados a un destino, el libreto al que se ciñen una y otra vez. Al igual que las nuestras, las relaciones entre los personajes de la película se originan alrededor de textos. Pero estos no son nunca neutros ni políticamente asépticos. Cada cultura produce una serie de narraciones fundacionales que le son propias, la definen y «defienden» de todo peligro de disolución, así como de cualquier enemigo exterior, ejerciendo en nosotros una influencia indiscutible. Existe una cierta fatalidad entre estas narraciones y la forma en que percibimos nuestros destinos, ya que, en gran medida, dan sentido a nuestras vidas, a la vez que las modelan y coercen. Pero ¿por qué quiere Pasolini que Otelo se rebele contra su personaje? ¿Qué significado tiene el levantamiento del público y su transgresión de las reglas del teatro? Lo que la película sugiere es que, si bien los textos o la lengua que hablamos nos determinan, es también cierto que tenemos capacidad para reescribirlos y actuar sobre ellos transformándolos. Como la marioneta del moro veneciano, también nosotros podemos subvertir la historia.
Una sociedad está viva cuando interpreta sus narraciones y se conmueve con ellas. Ello implica un sujeto político activo, capaz de repensar las historias que condicionan el futuro y alterar la fuerza integradora de mitos e ideologías. Cuando desde una institución cultural reconocemos la naturaleza de «agente» de nuestros públicos, queremos decir que estos tienen la posibilidad de comparar unos textos con otros, traducirlos y plantearlos de nuevo. A través de este proceso nos liberamos de la fatalidad del destino. Como en la figura del narrador a la que se refiere Walter Benjamin,1 la historia es memorizada por el que la recibe, que, al recitarla, la completa e inventa. La obra de Pasolini es, en este sentido, profundamente antimoderna. Si la modernidad prometía la felicidad de la gente sin tenerla en cuenta, el relato de Pasolini ocurre gracias al espectador.
El teatro, lo teatral tal y como lo entiende el autor italiano, cumple el deseo moderno de liberación, pero a través de la insurrección del espectador y del desbordamiento de los límites