Campos magnéticos. Manuel Borja-Villel
al otro.
1.Édouard Glissant, Introducción a una poética de lo diverso. Barcelona: Ediciones del Bronce, 2002, p. 72.
2.Brian Holmes, «Investigaciones extradisciplinares. Hacia una nueva crítica de las instituciones», Transversal, European Institute for Progressive Cultural Policies, https://eipcp.net/transversal/0106/holmes/es.html
3.Gregory Sholette, Dark Matter. Art and politics in the age of the entreprise culture. Londres y Nueva York: Plutopress, 2011.
4.Peter Osborne, Anywhere or Not at All (Philosophy of Contemporary Art). Londres / Nueva York: Verso, 2013, pp. 16-17 y passim.
5.Gilles Deleuze y Félix Guattari, Kafka. Pour une littérature mineure (1975); Kafka. Por una literatura menor. México DF: Era, 2008.
LA RAZÓN POPULISTA
Solo pude asirla rápidamente, porque, mientras hablaba, la odiosa y vil presencia continuaba nítida e impávida. La aparición había durado un minuto y duraba aún mientras yo persistía –presionando a mi colega empujándola hacia ella, presentándosela a ella– en señalarla con el dedo:
—¿No la ve usted como nosotras la vemos? ¿Quiere usted decir que no la ve… ahora? ¡Pero si refulge como una llamarada! ¡Pero mire usted, buena mujer, mire!1
HENRY JAMES
Quien habla es la institutriz, la preceptora cuyo nombre desconocemos y que constituye la voz única del relato de Henry James Otra vuelta de tuerca. En esta novela, el autor norteamericano nos sumerge en un mundo de terrores e incertidumbres, causados por la existencia de una presencia amenazante en la casa que habitan la protagonista y sus allegados. El texto concluye con una duda atroz y desoladora: sus personajes sospechan de la veracidad de su propia existencia, intuyen que quizás son ellos el fantasma que los amenaza; y que el otro, el que se aparece como una figura etérea, es real. Publicada hace más de un siglo, la novela de James sigue siendo de gran actualidad. Desde las posiciones políticas más establecidas se acusa a los que se indignan contra las injusticias sociales de sabotear la convivencia democrática, de no respetar sus reglas. La dureza con que el gobierno turco reprimió en 2013 la ocupación de la plaza Taksim es un ejemplo. Pero ¿y si fuese al revés? ¿Y si fuesen los responsables de estas instituciones quienes estuviesen actuando contra la democracia y el individuo?
El arte siempre ha mantenido una relación ambigua con el poder. Ha sido esa misma ambigüedad la que le ha permitido escapar a la razón utilitaria o a los diversos tipos de instrumentalización de que ha sido objeto a lo largo de la historia. Una pintura religiosa de Caravaggio o un retrato real de Velázquez tenían una función pedagógica y de representación. Pero también son en sí mismos un significante enigmático, un elemento relacional que favorece las derivas, provoca la multiplicidad de significados y dificulta e impide su absorción. Del mismo modo, aunque en un principio las facciones conservadoras de la sociedad burguesa recelaron de las vanguardias artísticas, con el tiempo sus planteamientos transgresores llegaron a ser tolerados. Eso sí, siempre que estos se hallasen circunscritos a unos límites discursivos e institucionales muy concretos. El museo era uno de esos recintos. Al separar las obras de su realidad histórica y social, constituía un lugar privilegiado en el que antagonismo y divergencia devenían afirmativos a través de un proceso de canonización, estetización y aun inversión de sus significados. La crítica institucional, que algunos artistas desplegaron en los años sesenta, se opuso a tal asimilación, intentando crear fisuras y espacios de resistencia en el propio sistema.
En las últimas décadas, el arte moderno ha sido objeto de todo tipo de presiones, dirigidas a su transformación en mercancía y a la consiguiente pérdida de su carácter crítico y de anticipación utópica. Como decía Benjamin Buchloh en un artículo publicado en Artforum, la radicalidad se ha convertido en su opuesto, una condición de entropía estética universal.2 La última edición de Unlimited,3 en la Feria de Basilea, fue un buen reflejo de esta actitud: piezas descontextualizadas, vídeos de corta duración y una grandilocuencia que recordaba al arte pompier de finales del siglo XIX. Un bicho gigantesco de Lygia Clark, situado a la entrada del pabellón, era una prueba palpable de cómo la agudeza de una artista genial se transformaba, en manos de un mercado sin escrúpulos, en una broma de mal gusto. La experiencia estética ya no es solo una actividad liberadora, una apertura a nuevos mundos, sino la ratificación de un orden establecido. Se ha asimilado la práctica artística a la cultura de consumo y, debido a la creciente precarización de la crítica, los parámetros de evaluación y distinción se desvanecen de una manera alarmante. El resultado es ese «todo vale» tan popular en algunos sectores del arte contemporáneo. Estos perciben la existencia de un juicio o propuesta discursiva como una agresión a un supuesto pluralismo estético, que es otra manifestación de ese capitalismo avanzado que reduce cualquier expresión estética a un producto indiferente e intercambiable.
Más de 700.000 personas visitaron, en apenas unos meses, la exposición retrospectiva que el Museo Reina Sofía organizó en 2013 sobre la obra de Salvador Dalí. Muchas de ellas sufrieron pacientemente colas de hasta dos horas para poder acceder a las salas. Junto a Picasso, tradición y vanguardia y la dedicada a Antonio López, esta fue la muestra más popular promovida por el museo. Se situó en la línea de exposiciones como las dedicadas a Velázquez y Monet en el Prado, o Hopper en el Thyssen, por mencionar solo algunas que se han celebrado en los últimos años en Madrid. ¿Qué hace a estos artistas populares? ¿En qué consiste su popularidad? Aunque entran en juego toda una serie de factores, en el caso de Dalí habría que destacar dos. El primero tiene que ver con la implosión de un mercado artístico que ha convertido al arte moderno en un valor de refugio, alcanzando precios que hace unas décadas eran inimaginables. Como es lógico, se arropa la inversión económica con ingentes campañas de comunicación que mueven a la gente a interiorizar la oferta del espectáculo como una necesidad. Los autores y sus obras se convierten en marcas de consunción rápida. Dalí, al igual que Picasso, Miró, Van Gogh, Monet y otros, forma parte de un universo imaginario de creadores que conocemos y en los que nos reconocemos. En segundo lugar, Salvador Dalí fue un precedente de Warhol en su percepción del papel central que los medios de masas habían adquirido en la sociedad contemporánea. Ambos entendieron que son las industrias de la comunicación las que determinan nuestras subjetividades y no dudaron en utilizar sus recursos hasta el paroxismo. Si la razón instrumental (la utilización de la razón con el fin último de obtener un beneficio) sustituyó a lo largo del siglo XIX a la razón histórica (la razón como elemento de liberación), podríamos concluir que la razón populista es, en estos momentos, hegemónica. Esta se caracteriza por el deseo de dirigir nuestra atención hacia lo que está exento de interés y presentarnos como novedad lo que hemos visto hasta la saciedad.
Sabemos que el poder no se encuentra ubicado fuera de la sociedad, en una instancia superior a ella, sino que se sumerge en el entramado de nuestras relaciones personales. El hecho de que estas se hayan cosificado y carezcan de sentido tiene que ver con un ordenamiento colectivo que, embruteciéndonos, nos utiliza. Un mundo de consumidores se organiza por impulsos muy similares a los de la masa que describía Canetti,4 muy distinta de la multitud que ocupa las plazas. En el seno de la masa, los individuos excitados que la constituyen no forman un público propiamente dicho. La masa es una amalgama no reflexiva, compuesta