Libelo de sangre. Sandra Aza
al instante, el delicioso aroma del chocolate caliente inundó el lugar.
A través de las colgaduras que, sujetas a un dosel, aislaban el lecho del frío, el muchacho escuchó a Teodora, la criada gallega de la familia.
—Bos días, meniño. Hora de levantarse.
Luego de depositar la bandeja con el chocolate sobre un bufetillo, la mujer friccionó eslabón y pedernal y encendió ocho velas de cera blanca de abeja acopladas en un candelabro de bronce.
—Non entendo por qué tu pai se empeña en utilizar estos cirios. Ao prezo dun, eu compro diez de sebo. Le he repetido hasta fartarme que los preserve para ocasiones importantes y él, obcecado en caralladas de opulentos. «Mi querida Teodora, las velas de sebo chorrean grasa y apestan a puerco. No me place que mi casa huela a carnicería». ¿Quizais traballo en el Alcázar e non me he enxergado? ¿Qué hai de malfeito en oler a cortadoría? Ya quisieran moitos tan gorenteiros efluvios.
Se dirigió entonces a un bufete de ébano cuyas patas inclinadas mostraban fiadores de hierro. Encima se alzaba una soberbia papelera de nogal que, aparte de columnas de carey y una balaustrada superior rematada con figuras doradas, tenía dos filas de cajones, cuatro patas torneadas y asas de metal en los laterales para facilitar el transporte.
En ese momento, el bufete se encontraba torcido; los cajones de la papelera, semicerrados; uno, caído en el suelo, y el contenido de este último, desperdigado en derredor.
—¿Cantas veces he de pedirte que avíes o apousento antes de acostarte? ¿Te parece normal dejar la papelera feita un torgallo? ¡Jóvenes egoístas e consentidos! Non valoran res. ¿Piensas que regalan as cousas? ¡Rapaciño Alonso! ¿Me estás escoitando? Eu digo que cuides tus bens. Don Sebastián invirtió moito diñeiro en este mueble. Lo trouxo de Salamanca en honor da Súa Ilustrísima e Súa Ilustrísima lo trata a pancadas.
Oculto tras las colgaduras que rodeaban el lecho, Alonso se cubrió la cara con la almohada en un baldío intento de esquinar la retahíla de quejas que acontecía cada mañana cual ritual litúrgico. Primero, las velas; luego, la papelera; ahora tocaba la ropa.
Teodora no defraudó las expectativas.
—¿Deseas tirar ao piso algún atuendo máis? ¿Tanto te cuesta pregar el ajuar e gardarlo en el arcón? Non está aí de ornato, ¿sabes? E non va a engullirte si te arrimas, izas la cobertoira e metes la vestimenta ben disposta. Pero tú como si canta el carro do ceo. ¡Te quitas la prenda y que arree la menda! ¡Virxe do Leite! ¡Qué falta de respeto!
Después llegó el turno de las campanas.
—¿Por qué carallo han de doblar al alimón todas as campanas de Madrid? —refunfuñó mientras descorría las cortinas de terciopelo aceitunado y desatrancaba los postigos—. En una manzana cohabitan hasta cuatro seos. Na miña modesta opinión, con una que píe é suficiente. ¡Menudo estrondo montan! Mentres en miña Galicia nos espertan los pajariños, el galo e las vacas, nesta condenada cidade aporta la mañanciña e parece que estoupa unha guerra.
A continuación, afloraban las pullas contra las rosquillas del vecino convento de Santa Clara. Al abrir los postigos, su exquisito perfume atravesaba las láminas enceradas de la ventana y, unido al del chocolate, colmaba la alcoba de un olor que habría subyugado a cualquiera… a cualquiera, excepto a Teodora, que, en vez de aspirar deleitada, se tapaba la nariz como si nadase en una ciénaga fétida.
—¡Ya están las sores confiteras atufando a la feligresía! Anda que non alardean de las dichosas rosquillas. ¡Ni que fuera obra de romanos retorcer fariña y freírla! Eu fago esa lilaina decontino e tu pai ni se pispa. Sin embargo, se pasa o tempo loando a las rosquilleras. «Reverencio sus gollerías», «é almíbar de Deus», «nunca he catado ambrosía igual»… ¡E a las golosinas de la Teodora que les den morcillas!
El dolido soliloquio relativo a la animadversión que los madrileños mostraban a los oriundos de Galicia ponía la cruz a aquel cotidiano rosario de lamentos.
—Aunque, considerando el hedor a porcallada desta cidade, non me sorprende que a don Sebastián le huela a gloria bendita un pouquiño de fariña frita. ¡Qué desvergonza la de los madrileños! Viviendo como viven aquí e todavía tienen o atrevemento de tildar miña terra de lodazal cotroso e merdento. Non entendo por qué se creen mellores que nós. Mentres los galegos gozamos de montañas, piélago e bosques, los madrileños se hunden en boñigas de jamelgo, el ¡agua va! e pozas de escoria; mentres Madrid ten un Peñalara, Galicia ten cien, e, mentres el Manzanares cabe en una escudilla, todo un océano recibe a noso Miño.
»Nos llaman el fin do mundo conocido, terra de cinco infernos e morada de monstruos. ¿Qué sabrán de mundos si nunca han viajado máis allá da Porta de Alcalá? Nos tachan de desaliñados e zarapalleiros, ellos, que huelen a porqueira. Los emperadores del mentidero, revientahonras e pateacréditos nos estiman canallas a nosotros, persoas virtuosas dedicadas a bregar sin inxuriar ni rillar los zancajos de nadie. Se mofan de nuestras hechuras grosas e nuestros pies grandeiros. ¿Acaso se piensan nacidos de Adonis? Pero si son máis feos que unha noite de tronos, ¡la nai que los botou!
»Nos endilgan fama de borrachones e talanquera diaria los que orinan viño e defecan uvas. Aseguran que repelemos bañarnos e mojarnos. ¡Nós! ¡Mariñeiros de corazón e fillos do mar! E nos acusan de rateiros cuando en estos lares é preciso encastrarse os pertrechos a la piel para que a uno no le rouben hasta el alma. E aínda se permiten o luxo de empinar las napias y mirarnos por riba do ombreiro. ¡Paparolos engolados! ¡Que se descubran la testeira antes de mentar miña Galicia!
Concluida la perorata, Alonso se retiraba la almohada de la cara y se destaponaba las orejas. Llegados a este punto, ya podía relajarse. En breve empezaría el recital de melodías norteñas y, si bien le resultaba igual de estomagante porque la cacharrera voz de Teodora distaba mucho de emular a los jilgueros, al menos destilaba una miaja de optimismo.
De nuevo Teodora se ciñó al ritual y, mientras escanciaba el chocolate en una jícara, tarareó una de sus tonadillas favoritas.
—Bebín un viño Albariño para ver se me consolaba, o viño como era novo, ai, la, la, o viño como era novo ó ilo beber choraba. O viño Albariño, que sabroso é, bebes un pouquiño e xa e pos de pé. Xa te pos de pé, disposto a bailar, bebes un pouquiño e xa estás a cantar.
Cumplidos los preliminares, se plantó frente al lecho, puso los brazos en jarras y comenzó a hablarle al dosel, inaugurando así el epílogo de aquella comedia costumbrista que, de manera invariable, se repetía todas las mañanas.
—Rapaciño Alonso, teñamos a festa en paz, ¿de acordo? Ahórrame el encordiante paso cochinero al que te mueves en principiando la xeira e desaloja el catre a balavento. El chocolate se enfría e la Teodora se calienta. Acaso gustes de lo primeiro, pero te aconsello evitar lo segundo porque, en ebullición, eu son máis perigosa que un barbeiro con hipo.
Al no recibir respuesta, la mujer resolló exasperada. Alonso dedicaba las noches a leer libros de caballería que su maestro le prestaba a hurtadillas y solo ella estaba al corriente de esa afición. Si reportase a los patrones, zanjaría el tedioso envite de sacar al zagal de la cama por las mañanas, pero el cariño que le profesaba la mantenía anclada al silencio.
—¿De novo pasaste la noite en vela leyendo babioladas? Natural que luego non puedas desencolar las pestanas. E pobriña de min en la mesma liza de cada día. ¿Piensas que eu non teño outras labores? ¡Alonso! Fóra de aí ou entro e te saco de los pelos.
La irritante quietud provocó la advertencia definitiva.
—Rapaciño Alonso, porfía en la jeringa y esta anduriña volará a tu pai e piará. No te arriendo las ganancias cuando don Sebastián se entere de la trapallada a la que destinas o repouso.
De inmediato, la rizada cabeza de un muchacho asomó entre los visillos. Sus chispeantes ojos verdes y el hoyuelo que le cincelaba la mejilla derecha al sonreír tardaron un instante en derretir el enfado de la criada.
—¿De veras desvelaríais los secretos de vuestro eterno servidor, mi idolatrada