Libelo de sangre. Sandra Aza
—¿Mártires que protegen vuestro destino? —se carcajeó el del ferreruelo—. ¡Condenado bárbaro! Arrancáis un mechón de pelo a todas las hembras que mandáis al camposanto luego de estuprarlas, macandón. Lejos de proteger vuestro destino, esas mártires celebran aquelarres diarios para truncarlo.
—¿De qué aquelarres habláis, charlatán? —protestó Márquez—. Esas mártires gozaron de mi pica y expiraron de placer. No existe mejor manera de espicharla y, en compensación, me cuidan. Pretendía coleccionar el cabello de las que han resistido el envite y me suplican más, pero, en siendo excesivas, hube de conformarme con mechones de las que sucumbieron.
—La guerra os ha descacharrado el tejado, camarada —bromeó Salcedo—. Aparcad las majaderías y arread. Hemos de largarnos.
Márquez desenvainó, le cortó una guedeja a Luisa y la prendió en la delantera de su capa. A continuación, lanzó un aullido salvaje y encastró el acero en el pecho de la muchacha.
Luisa pegó un respingo.
La oscuridad de sus ojos cerrados se encendió en relámpagos de chirriantes calambres. Luego escuchó el trueno en forma de chasquido; el de las costillas al troncharse. Llegó entonces la lluvia; una lluvia de recuerdos. Evocó los días bellos, el deceso de su padre, el comienzo de una noche perpetua, el nacimiento de su hijo, el torno inclusero, la medalla de la Virgen del Carmen, a fray Benito insistiendo en escoltarla a los Desamparados y a sí misma pidiéndole un ángel negro. Después de la tempestad, vino la calma y, con ella, una reflexión.
«En verdad el fraile se esmeró en los rezos», pensó mientras un río de vida manaba del socavón de su pecho y teñía de rojo el arroyo fecal del suelo. «Ha conseguido que Dios me envíe no uno, sino cuatro ángeles negros. Muy agradecida, padre. Este transitar duele demasiado y hora es ya de reposar».
Tras dejar a Diego en el hospicio, Alonso inició una loca carrera rumbo a ninguna parte, esperando alejarse así de la pena y la culpa que lo devastaban.
A la vertiginosa velocidad de la presa que huye del depredador, atravesó la Puerta del Sol, subió Carretas y enfiló la calle Huertas.
Jadeante e incapaz de continuar, se detuvo a la altura de la costanilla adyacente a la iglesia de San Sebastián y trató de recuperar el resuello.
En tal menester se hallaba cuando un tenue quejido emergió del interior de la costanilla y recaló en sus oídos.
Intrigado, escudriñó la penumbra y divisó unas sombras que se dirigían a Atocha. Entonces el quejido se repitió. Al encarar de nuevo las tinieblas, captó un leve movimiento a ras del suelo e, intuyendo a alguien necesitado de ayuda, prendió un torzal y se adentró en el callejón.
A medio camino, se topó con una mujer desmadejada, ensangrentada, desnuda y herida de fatal suerte.
—¡Dios bendito! —exclamó, apresurándose a cubrirla—. ¿Quién os ha hecho esto?
—Soldados de los Tercios —murmuró Luisa, todavía consciente.
Alonso frunció el ceño. Aquella voz le resultaba familiar. ¿Dónde la había escuchado antes?
—Sargento Salcedo —añadió Luisa, tosiendo sangre—. Le falta el ojo izquierdo. Soldado Márquez. Su mano derecha es un pulgar cosido a un muñón. Luce un chapeo azul con plumas rojas y una capa también roja repleta de mechones de pelo en la pechera. Los corta a todas las infelices que estupra y asesina. No vi bien a los otros dos… Participadlo a los alguaciles. Que paguen esta infamia.
—No puedo acudir a los alguaciles, señorita. La autoridad y un servidor andamos a la gresca.
—Entonces, encargaos vos. ¡Os lo suplico! No descansaré hasta que esos animales purguen su pecado.
—¡Esperad! —interrumpió Alonso, recordando al fin—. ¿No sois Luisa? ¿La dama que estuvo de parlamento con el clérigo del Pan y el Huevo? Habíais entregado un pituso a la Inclusa y él intentaba disuadiros.
—Menos mal que dejé allí a mi pequeño. De haberlo llevado conmigo, esas sabandijas lo habrían matado. Cuando lo abandoné, los remordimientos me atormentaban. Ahora sé que en una misma noche le he regalado la vida dos veces.
—También a mí me atormentan los remordimientos, pues también he abandonado a mi hermano —confesó Alonso, afligido—. Aunque yo no le he regalado la vida, tarde o temprano regresaré y le devolveré la que tenía hace apenas unos meses.
—Afortunado vos. Si yo pudiera, no vacilaría en recuperar a mi Gabriel.
—Podréis. Os estibaré hasta el lazareto y sanaréis.
—Mi tiempo pasó, amigo. Pero cuando regreséis a la Inclusa en busca de vuestro hermano, localizad a mi bebé. Se llama Gabriel González. Decidle que él auspició mi última sonrisa; la más bonita de todas. Decidle que lo adoré en cuanto pisó este mundo y que, solo por amor, lo encomendé al hospicio. Decidle que nunca me alejaré de su vera y que siempre lo protegeré. ¿Me concederéis esa merced?
—No temáis. Buscaré a Gabriel y le hablaré de vos. Palabra de honor.
—Y no olvidéis a Márquez y Salcedo.
—Tranquila —masculló Alonso, encajando la mandíbula—. A ellos también los localizaré y también les hablaré de vos. Hallaré el modo de lavar esta afrenta y procurar paz a vuestra alma. Os lo prometo.
—Ahora me siento mucho mejor —musitó Luisa—. Que Dios os bendiga.
Entonces cerró los ojos y, como le ocurrió a su padre, don Gabriel Castillejo, expiró en una costanilla tan miserable que ni nombre tenía.
Sin embargo, no enfrentó el trance en soledad. La acompañó un joven que juró vengarla, buscar a su hijo y hablarle de ella.
Y eso alivió una miaja el peso de la muerte.
6 El solar del convento de la Santísima Trinidad lo ocupa hoy la plaza de Jacinto Benavente y, en particular, el teatro Calderón.
7 El último domicilio de Cervantes estaba en la calle del León esquina Francos, y Lope de Vega vivía en la misma calle Francos. Aunque hoy la calle del León mantiene el nombre, ni la de Francos ni la de Cantarranas (ambas paralelas entre sí y perpendiculares a la del León) corrieron igual suerte, pues Francos se convirtió en la calle Cervantes y Cantarranas, en la de Lope de Vega. El destino concatenó así a estos dos genios adjudicando a Cervantes la calle Francos (donde vivió Lope de Vega) y a Lope, la de Cantarranas (sede del convento de las trinitarias donde enterraron a Cervantes).
El convento de las Trinitarias Descalzas de San Ildefonso sigue en activo. Tras una exhaustiva exploración del lugar, en 2015 se localizaron los restos de Cervantes, o eso parece, porque no hay certeza de que de veras lo sean. En la actualidad, reposan en la iglesia del convento junto a una lápida conmemorativa.
CAPÍTULO 4
Tiempos felices
Noviembre del año 1620 de Nuestro Señor.
Tres meses antes.
Amanecía.
Las campanas de la cercana iglesia de Santiago anunciaron el inicio de la jornada; siguieron las aledañas de San Juan y Santa Clara; al rato se oyeron las de San Salvador y San Nicolás, y, a lo lejos, doblaron las de San Felipe el Real, la Victoria y el Buen Suceso. Afortunadamente, todas repicaban más o menos a la vez, porque existían tantos templos en la Villa que, si hubieran sonado en dispar progresión, habrían terminado de publicitar la aurora al anochecer.
Alonso Castro despertó. ¡Qué remedio! Entre el escándalo parroquial y los berridos de su hermano pequeño reclamando el desayuno, allí no había cristiano