Libelo de sangre. Sandra Aza

Libelo de sangre - Sandra Aza


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la galería y se dirigió al estrado de cariño de su madre.

      El estrado era una tarima de un palmo de altura enclavada en alguna estancia de una vivienda y, en lo posible, junto a una ventana que favoreciese el entretenido espionaje de la calle tras la celosía. A menudo circunvalada por una barandilla, la superficie se cubría de alfombras y las paredes, de cálidos tapices en invierno o frescos guadamecíes en verano.

      Este recinto pertenecía en exclusiva a la señora de la casa y solo podían acceder a él las personas a quienes esta autorizaba.

      Había tres tipos de estrados: el de respeto, el de cumplimiento y el de cariño. En el de respeto la dama recibía invitados de sociedad, en el de cumplimiento los agasajaba y en el de cariño atendía a los íntimos. La venia de una mujer para entrar en su estrado de cariño implicaba una enorme confianza y, en ocasiones, incluso constituía una prenda de amor. De hecho, muchos «invitados de sociedad» ascendían a «íntimos» en aquellos afectuosos espacios.

      Las muy adineradas disponían de los tres estrados; las menos adineradas, de uno o dos; las poco adineradas, esas que residían en un chamizo de habitación única, se limitaban a extender una manta en algún chaflán, y las nada adineradas, carentes de chamizo y, la mayoría de las veces, también de manta, ni tenían estrado ni lo querían; bastante penaban ya la falta de techo como para dedicarse a acotar el suelo.

      Margarita Carvajal, esposa de Sebastián Castro y madre de Alonso, disfrutaba de dos estrados. Uno se ubicaba en la planta baja y ejercía la doble función de respeto y cumplimiento; el otro, el de cariño, se encontraba afincado en su alcoba y Margarita vetaba el acceso a cualquier persona distinta a su esposo, hijos o Teodora.

      Alonso se detuvo en la puerta de la recámara y, luego de atusarse la desastrada maraña de rizos, secarse la cara y arreglarse el atuendo, llamó.

      —¿Puedo pasar, madre?

      —Pasa, mi bien —respondió una dulce voz desde el interior.

      El muchacho entró en una estancia de medianas dimensiones. Un brasero la caldeaba, un pebetero de bronce que sahumaba algalia la perfumaba y un velón de doce picos la iluminaba.

      Recios tapices forraban tres tabiques y del cuarto pendía un crucifijo.

      A los pies del crucifijo, un altar y un reclinatorio formaban el oratorio privado de Margarita. En un lateral, un arca de roble albergaba su ropa y, al lado, un segundo arca almacenaba, dependiendo de la estación, tapices invernales o guadamecíes estivales.

      En un rincón de mustia luz había una butaca con el asiento perforado, cómoda manera de utilizar la bacinilla instalada justo debajo. Un cojín de tafilete disimulaba el orificio y un taburete situado delante de la butaca ocultaba la bacinilla.

      Una cama de roble presidía el lugar. Era de muy reducidas dimensiones, pues dormir sentado no requería demasiada eslora. Los galenos desaconsejaban tumbarse porque, según afirmaban, esa posición, aparte de impedir un correcto flujo sanguíneo, multiplicaba el riesgo de tragarse la lengua y ahogarse durante el sueño. Además, recordaba en exceso a la de un difunto y quien emulaba a los difuntos se exponía a terminar como ellos.

      El lecho de Margarita tenía dosel de terciopelo azul, flocaduras doradas y cortinajes a juego que se abrochaban con alamares metalizados en espiral. Plegados los cortinajes en ese momento, se veían cuatro colchones de terliz superpuestos, obteniendo así un soporte más mullido, frazadas de lana merina y un extraordinario surtido de almohadas enfundadas en lino que facilitaban el descanso en postura sedente.

      Enfrente, un bufete de ébano de medidas generosas acogía un espejo de cristal veneciano enmarcado en plata y un arsenal de enseres desperdigados en derredor: pomos de agua de azahar, salserillas de aceite de violetas, de estoraque y de benjuí, pasta de almendras, peinecillos de boj, agujas de cabello, pastillas de alcorza que enmascaraban el mal aliento, cintas de raso, tenazuelas depilatorias y las dos clases de afeites que toda dama utilizaba para maquillarse: blanduras y mudas.

      Las blanduras, polvos de solimán fabricados con azogue de mercurio sublimado, blanqueaban la piel; las mudas sonrojaban las mejillas, el cuello, el escote y lo que se terciase, porque algunas mujeres se arrebolaban hasta las orejas. La muda más habitual era el color de Granada, un producto que se vendía en hojas de papel y que, tras rasparse y licuarse, se conservaba en recipientes.

      A la izquierda del tocador, sobre una mesita, había un conjunto de jofaina y aguamanil de cerámica talaverana verdiblanca, una toalla de lienzo holandés y un azafate de loza con jaboncillos de Venecia.

      Una ventana provista de celosía abría la pieza al exterior; a su vera se erigía el estrado de cariño de Margarita.

      Gruesos tapices bordados con escenas pastoriles guarecían las dos paredes que ocupaba, una alfombra azul de Cuenca enmoquetaba la tarima y alrededor se esparcían almohadones de damasco carmesí.

      El menaje consistía en un cofrecillo, una arquilla, dos sillitas de terciopelo índigo, un bufetillo de nogal jaspeado y un escritorillo donde Margarita metía el rosario, la Biblia, otros libros menos devotos e infinitos objetos de uso cotidiano.

      Como el estrado de una mujer equivalía a una habitación en miniatura, los muebles eran pequeños, razón por la que el nombre siempre llevaba la coletilla «illo» o «ita». Y no solo eran pequeños; también eran extraordinariamente caros, tanto que se llamaban «alhajas de estrado».

      Fiel a la conducta propia de cualquier dama decente, Margarita casi nunca abandonaba el hogar y gustaba de refugiarse en su estrado de cariño. Allí leía, oraba, cosía, cuidaba de Diego o se distraía observando el trasiego de la calle. Siempre tras la celosía, huelga decir, pues el recato y una buena reputación exigían a toda mujer asomarse a la ventana sirviéndose de aquel postigo entramado so pena de recabar el denigrante título de «ventanera» y el protagonismo de una coplilla existente sobre el particular: hembra en ventana de rato en rato venderse quiere barato.

      Pese a tener dos sillitas de estrado, Margarita no solía sentarse en ellas, sino conforme a una añeja tradición española: en el suelo, arrellanada entre cojines y doblando las piernas al estilo morisco.

      La población femenina honraba esta tradición de tan unánime suerte que, unida a la costumbre de no prodigarse en público, culminó en un aforismo moralista harto predicado, acatado y en extremo ilustrativo: la mujer en casa y con la pata quebrada.

      Y de esta guisa halló Alonso a Margarita: en su estrado, rodeada de almohadones y con la pata quebrada.

      Estaba amamantando a Diego mientras le tarareaba una melodía gallega de Teodora muy del gusto del bebé. Aunque las madres de posibles que se empeñaban en prescindir de nodriza sufrían chismorreos y maledicencias, Margarita siempre rechazó depositar en una el especial cometido de la crianza. Así, ignorando la lluvia de críticas que recibió en su momento, alimentó a Alonso y ahora, no obstante el mismo aluvión censor, alimentaba a Diego.

      Recién levantada, todavía lucía en ropa interior. Vestía una camisa de ruan y una faldilla; sobre calzas de lana llevaba unas ajustadas zapatillas y unas chinelas de marroquín, calzado cuya suela de cuero bloqueaba el frío invernal, y un manto de franela la abrigaba al tiempo que protegía su intimidad durante la lactancia.

      Embelesado, Alonso la contempló pensando que, aviada o sin aviar, parecía un ángel.

      De la nívea toca de canequí que confinaba su melena larga, lisa y áurea se habían escapado varios mechones que orillaban el óvalo de un semblante adorable. La frente era amplia; la nariz, elegante; los pronunciados pómulos exhibían un rubor natural en absoluto necesitado de afeites; los ojos de color miel rebosaban ternura, y la sonrisa tallaba en la mejilla derecha el atractivo hoyuelo que sus hijos habían heredado.

      —¿Te sucede algo? —le preguntó, intrigada—. ¿Por qué me miras con esa cara de pasmado?

      —Por nada, madre —esquivó Alonso, subiendo al estrado y besándola—. Me abismé un instante. Buenos días.

      —Buenos días. ¿En qué incomodaste a Teodora esta vez? Sus lamentos


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