Libelo de sangre. Sandra Aza
incapaz de sustraerse a los impulsos del corazón, Margarita rindió la virtud. Caído el velo de castidad, ya nada les impedía disfrutar de la pasión a voluntad y tanta voluntad pusieron en el menester que, al final, la pasión fructificó.
Cuando el joven se enteró del embarazo, intentó cancelar la boda alegando que no amaba a la novia, alegato que sus padres desestimaron explicándole primero las connotaciones mercantiles y en absoluto afectivas del matrimonio y advirtiéndole después que, de frustrar las expectativas depositadas en él, lo desheredarían.
Indiferente a las riquezas, gustoso habría frustrado esas expectativas y se habría fugado con Margarita a un lugar anónimo que les procurase libertad. El problema residía en que carecía de hermanos y, si desertaba, su dinastía, una dinastía noble y de muy rancio abolengo, pasaría al viudo de una pariente lejana que ni siquiera portaba el mismo apellido.
Pese a idolatrar a Margarita, sus raíces lo engrilletaban y, consternado, hubo de admitir que, aunque esas raíces le obligasen a apostatar del amor, a pronunciar un «sí, quiero» yermo de sentimiento y a resignarse a un mañana cetrino, nunca las traicionaría.
Una noche de agosto de 1606, Margarita y su galán se citaron en un rincón del Manzanares.
La pareja se instaló a la vera de un chopo, pero al rato el muchacho se incorporó y, sumido en la angustia, comenzó a pasear.
De elevadísima alzada, hechuras delgadas y complexión musculosa, derrochaba el señorío y la autoridad propios del patriciado. Tenía la cabeza poblada de rebeldes rizos de color castaño oscuro que, cuando lograban soslayar el engomado, le caían descontrolados sobre la frente de muy atractiva forma. Igualmente atractivo resultaba su semblante. De nariz aguileña, mandíbula marcada y mentón partido, embrujaba a no pocas féminas, aunque eran sus seductores ojos grises los que conquistaban incluso a las más impávidas.
—Mis apellidos me imponen el casorio, Margarita —se lamentó sin detener su atormentado deambular.
—Vuestros apellidos no os imponen el casorio. Os lo impone vuestra familia.
—Erráis, mi dama. A cambio de permanecer junto a vos, al infierno habría mandado a mi familia entera, pero el linaje me lo impide. Acumula siglos de historia y, si marcho, lo heredará un sujeto que ni siquiera lleva nuestra sangre.
—Vuestro padre lo impedirá. Caséis o no, jamás cedería un linaje de tamaña excelencia a un extraño.
—Si le defraudo, no vacilará en hacerlo. Lo cedería a Lucifer antes que a mí. En su opinión, quien envilece el linaje no merece pertenecer a él ni mucho menos acaudillarlo.
—Y si a vuestro padre no le importa ceder el linaje a Lucifer, ¿por qué os importa a vos?
—Porque se trata de mis raíces. El linaje depende de mí y no puedo desampararlo. Si lo hiciera, los remordimientos no me concederían tregua.
—La criatura que crece en mi vientre también concierne a vuestras raíces y también depende de vos —saltó Margarita—. ¿A ella sí podéis desampararla? ¿Os concederán tregua los remordimientos cuando la condenéis a la bastardía? ¿O cuando condenéis a su madre a un oprobio perpetuo? ¡Soltera y encinta! ¿Imagináis lo que habré de soportar?
—Nunca os engañé —respondió el joven, abatido—. Os confesé mis circunstancias desde el primer momento.
—Me consta y de nada os culpo —admitió Margarita, echándose a llorar—. Excusad mi arrebato, pero la situación me abruma.
—Os aseguro que, si atisbase la manera de romper estas cadenas y decidir mi futuro, no dudaría en desposaros.
—Lo sé y saberlo me reconforta. Pese a lo sucedido, no me arrepiento de haber sido fiel a mi corazón.
—A nadie amaré con la misma intensidad con que os amo a vos, Margarita. Ninguna mujer borrará la huella que dejáis en mi alma.
El joven besó la luna menguante rodeada de motas color chocolate que rotulaba el antebrazo izquierdo de la muchacha y esbozó una sonrisa triste.
—Ojalá el bebé herede vuestro sello.
—¿Por qué lo deseáis? —preguntó Margarita, intrigada.
—Porque algún día, mi bella dama, cuando sea dueño de mi destino, los hados pondrán a ese niño en mi camino y lo reconoceré merced a vuestra caricia de luna. Entonces le entregaré mi nombre y le ofreceré lo que hoy no puedo ofreceros a vos.
—Me temo que no conseguiré darle los medios para que los hados le pongan en el camino de un principal tan principal. ¡Pero si ni siquiera me siento capaz de darle la vida! Incluso me he planteado una solución radical.
—¿Una solución radical? ¿Insinuáis…?
—Eso mismo insinúo. Gesto desde hace menos de dos meses y todavía estoy a tiempo de acudir a una hechicera. Me suministraría hierbas abortivas y así eliminaría la deshonra de mi cuerpo.
—Os imploro que lo reconsideréis. Vuestro cuerpo no alberga deshonra, sino el hermoso fruto de un amor puro y sincero. Alberga un libro de páginas en blanco que empezarán a escribirse con la tinta de nuestra sangre. Por favor, Margarita. Permitid que ese libro se escriba.
—En verdad se escribirá con sangre… con la que derramará una servidora cuando mis padres descubran lo que acontece.
—¿Habláis en serio? ¿Os apalizarán?
—No creo. Solo exageraba. Al principio se llevarán un disgusto enorme, pero luego se tranquilizarán y me apoyarán. Mi madre tiene parientes en Murcia. Quizá me envíen allí hasta el alumbramiento.
—¿Significa eso que no acudiréis a una hechicera?
—Supongo que también exageraba —contestó Margarita en actitud derrotada.
—¿De veras no dañaréis al rorro?
—Si es que no puedo dañarlo —musitó Margarita, tocándose el vientre—. ¿Cómo podría? Recién existe y ya lo adoro.
—¡Gracias a Dios! —exclamó el joven, aliviado—. Se me ocurre que no ha menester separarnos. Os propongo continuar viéndonos. Yo os sustentaría a los dos. De momento, solicitaría peculio a mi padre y, en cuanto dispusiera de capital propio, os asignaría una renta.
—De ningún modo adoptaré el rol de concubina. No soportaría que me amaseis de noche y me negaseis de día. No, mi bien. Debemos despedirnos.
—¿Para siempre? —inquirió él, azorado.
—Se me antoja lo más sensato. Vos casaréis y crearéis una familia. Yo crearé otra. Cierto que será una familia harto diferente a la que fabulé de niña, pero lo superaré y saldré adelante.
—También es mi hijo, Margarita. Aunque carezco de libertad, nado en caudales. Si no contribuyo como quiero, dejadme al menos contribuir como puedo.
—Deseo vuestro querer, no vuestro poder. Me enamoré de vos sabiendo que lo primero nunca culminaría en un altar y que de lo segundo nunca me aprovecharía. Así me habría conducido sin preñez y así me conduciré con preñez. Lleváis el linaje grabado a fuego en la piel y la conciencia os exige honrarlo desposando a quien no amáis. A mí la vida se me ha colado en las entrañas e, igual que a vos, la conciencia me exige honrarla gestándola y pariéndola. Yo respeto las demandas de vuestra conciencia y no os pediré que abdiquéis de vuestras raíces. Respetad vos las demandas de la mía y no me pidáis que abdique de mi dignidad. Os suplico que no manchéis de dinero nuestra historia.
—Dispensad mi displicencia —reculó el joven, compungido—. No pretendía ofenderos. Sucede que, cuando imagino mi mundo vacío de vos, me siento a oscuras y trato de mantener la luz encendida aferrándome a cualquier opción. Pero comprendo vuestra postura y, en considerándola francamente encomiable, os complaceré y suprimiré toda mención al dinero. Me gustaría, no obstante, entregaros una prenda de amor.
Se