Libelo de sangre. Sandra Aza
Alonso—. Debió tragarse una trompeta al nacer y, cuando timbra la húmeda, el mundo ensordece.
—Afloja las insolencias, jovencito —amonestó Margarita en tono severo—. No resultan ni graciosas ni propias de un mancebo instruido. Antes de marchar a la escuela, presenta disculpas a Teodora.
—¿Y qué disculpas he de presentar? Os repito que no la he incomodado.
—¿De veras no la incomodas obligándola a desgañitarse hasta que te dignas a desocupar el catre?
—Yo no la obligo a desgañitarse. Entra en mi cuadra soltando gallegadas, quejándose de lo humano y lo divino e ingeniándoselas para que parezcan polémicas de a dos. Pero no lo son. Son monólogos de cotorra desbocada en los que un servidor no interviene.
—Me consta que esos monólogos tornan en polémicas de a dos en cuanto empiezas a remolonear. ¿Qué motiva tu cansancio matutino? ¿Acaso no duermes bien?
—Duermo de guinda y amanezco fresco cual rosa de abril —mintió Alonso, eludiendo el inquisitivo escrutinio materno.
—No me creo una palabra, caballerete. Como descubra que destinas las noches al dichoso ajedrez, tomaré cartas en el asunto; y a mí no me vas a capear igual que a la pobre Teodora. ¿Te queda claro?
—Sí, madre —murmuró Alonso, agradeciendo a Diego el lloriqueo que zanjó la reprimenda.
—Acércame la mantilla. Ignoro la razón, pero, de bebé, esa vieja tela te calmaba las congojas y a tu hermano le ocurre lo mismo.
Alonso bajó del estrado y cogió un añoso paño de buriel rojizo; de manera refleja, hundió el rostro en él y aspiró el perfume.
—Nos calma porque huele a vuesa merced —explicó, tendiéndoselo a Margarita.
—Me complace provocar tan bellas sensaciones en mis retoños —afirmó la mujer, envolviendo a Diego en la mantilla y sonriendo cuando de inmediato el pituso trocó los gemidos en gorjeos—. Ahora obedece y ve a presentar excusas a Teodora. Y no olvides saludar a tu padre. Lo encontrarás faenando en su estudio.
En ese momento Sebastián Castro entró en la estancia.
De edad superior a la de Margarita, era de estatura moderada, delgado, moreno, de abundante cabello lacio, mirada inteligente, pulcro bigote engomado hacia arriba con polvos de alquitira, porte distinguido y expresión seria.
Vestía greguescos de burato gris marengo, jubón de lana adamascada, ropilla de terciopelo azul, rígidos brahones que robustecían los hombros, lechuguilla blanca, borceguíes de cordobán negro y, protegiendo los borceguíes, alcorques de seda verde, un tipo de calzado sin punta ni talón cuya suela de corcho resistía bien la lluvia o la nieve.
—No ha menester que te des el paseo, muchacho —anunció, palmeando afectuosamente la espalda de Alonso—. Aquí me tienes. Buenos días, familia.
—Buenos días, esposo. Lleváis en danza desde el alba. ¿Qué urgencia propicia tan tempraneros bríos?
—Ninguna, en realidad. Sucede que la tarea se me acumula en la escribanía y aprovecho mi pertinaz insomnio para adelantarla.
Atónitos, padre e hijo observaron a Margarita preparar el reposo de Diego tras el desayuno.
La mujer enrolló al párvulo en un insondable caos de frazadas y lo dejó cual capullo con ojos; luego lo introdujo en una estrecha cuna de nogal, lo ató y le colocó encima la mantilla roja.
Sabedor de que Margarita detestaba las injerencias en sus labores maternas y no solía celebrar ni comentarios ni mucho menos críticas, Sebastián vaciló si opinar a propósito de semejante encierro.
—Desistid o saldréis escaldado, padre —advirtió Alonso, adivinándole el pensamiento.
Pese al aviso, Sebastián no desistió…
—¿No estimáis ese embalaje en extremo riguroso, querida? Vais a asfixiarlo.
… y, en efecto, salió escaldado.
—¿Pretendéis aleccionarme sobre el cuidado de mi pequeño? —bufó Margarita—. ¿Acaso actúo de guisa diferente al resto de madres? De toda la vida de Dios se faja a los rorros para que no se muevan, destapen o dañen.
—Pero es que vos no lo habéis fajado. Lo habéis momificado.
—¿Os importaría mirar a vuestro primogénito y decirme si lo he asfixiado o, por el contrario, he hecho un magnífico trabajo?
—Tanto como magnífico, no, madre —bromeó Alonso—. En ocasiones sueño que me entierran bajo una montaña de cobertores y no puedo respirar. Quizá me habéis causado un trauma infantil.
—El trauma te lo causaré del pescozón que te estás ganando —resopló Margarita mientras Sebastián estallaba en carcajadas—. Esposo, parco ejemplo brindáis a este impertinente riéndole las valentonadas.
Sebastián sonrió ante la entrañable estampa de Alonso jaraneando, Margarita riñéndolos a ambos y Diego sesteando.
Su hogar le colmaba de dicha. Cierto que le costó crearlo y cierto también que, para conseguirlo, hubo de apostar fuerte. Sin embargo, no imaginaba apuesta más afortunada.
Perdido en el ayer, rememoró el comienzo de todo.
CAPÍTULO 5
El comienzo de todo
La felicidad no fue campo de fácil cultivo para Sebastián y este hubo de regarlo con muchas lágrimas antes de empezar a cosechar sus venturosos frutos.
Ciento treinta años atrás, en 1492, los Castro integraron la comunidad judía que Isabel de Castilla y Fernando de Aragón expulsaron de España.
Sin patria, dinero, ni hogar, un buen número de aquellos proscritos emprendieron viaje a tierras lusitanas, pero allí tampoco hallaron paz merced al salvaje trato que les dispensó la Corona portuguesa.
Comenzó separando a dos mil niños de sus padres y mandándolos a la remota isla de Santo Tomé, donde casi todos murieron; después esclavizó a los niños y adultos que quedaron en Portugal, y en 1496, presionada por la monarquía española, les brindó dos alternativas: o abrazaban el cristianismo, o serían deportados.
Algunos cedieron y se convirtieron; otros rechazaron abjurar de Moisés y ya se resignaban a un nuevo exilio cuando el trono portugués introdujo un matiz en la propuesta. Solo los adultos habrían de marchar. Los niños permanecerían y se entregarían en adopción a parejas cristianas.
Aquel matiz cuarteó las reticencias de muchos e, incapaces de renunciar a sus hijos, terminaron claudicando.
Los Castro también claudicaron y, andando el tiempo, se transformaron en una familia católica de corazón que llevaba una apacible vida en la villa de Estremoz.
Desafortunadamente, el sosiego no se perpetuó. En 1536, la Inquisición desembarcó en Portugal presta a fulminar la herejía y, aunque la mayoría de los que descendían de aquellos judíos expulsados por los Católicos ya profesaban un cristianismo sincero, temieron problemas y decidieron regresar a España.
Los Castro recalaron en Tendilla, señorío propiedad de don Luis Hurtado de Mendoza y Pacheco, marqués de Mondéjar y conde de Tendilla. Era el sucesor de don Iñigo López de Mendoza y Quiñones, el célebre «Gran Tendilla», un aristócrata a quien no interesaba el credo de sus vasallos y solía rodearse de colaboradores judíos o conversos.
Pensando al hijo igual de despreocupado que el padre en cuestiones de fe, los recién llegados resolvieron afincarse allí y garantizarse una vida tranquila.
Nació Benjamín Castro y, cuando creció, se convirtió en un reputado comerciante de telas. En la feria de san Matías, importante evento organizado en Tendilla durante el mes de febrero, conoció a la primogénita de un productor vinícola,