Libelo de sangre. Sandra Aza

Libelo de sangre - Sandra Aza


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amor por min expirará á carreiriña dun can como no vacíes el nido dunha boa vez y sigas estragando o meu tempo. ¡Qué traballoso eres, Virxe do Corpiño! ¡Máis que unha novia fea! ¡Fóra de aí!

      —¿Sabéis que don Quijote también se llama Alonso? Alonso Quijano.

      —¡Aleluya! —gruñó Teodora, hartándose de decoros y abriendo las colgaduras del lecho—. Fin de la saudade nesta casa porque vuecencia ostenta alias de sobranceiro.

      —¿Qué diablos hacéis? —bromeó Alonso, escondiéndose bajo las mantas—. ¡Estáis invadiendo mi intimidad! Un sobranceiro no se exhibe en paños menores delante de su musa. He de proteger mi reputación.

      —Persiste en las gaitadas e de un candeiro mandaré tu reputación onde Cristo deu tres voces. Levántate o soltaré la gallina ante don Sebastián e adeus ás noites de lectura.

      Alonso saltó a tierra y se desperezó.

      Tenía trece años, pero su elevada estatura sugería dieciséis o incluso diecisiete, y, aunque delgado y fibroso, la incipiente musculatura auguraba un empaque imponente. De muy atractivos rasgos, gesto elegante, actitud gallarda e innata prestancia, emanaba un aura de distinción que todos percibían y a muchos cautivaba.

      Tiritando, se abrazó el cuerpo, únicamente cubierto con una camisa de cáñamo. No obstante los recios tapices que forraban las paredes y el brasero, encendido hasta bien avanzada la madrugada, hacía tal frío en la estancia que, cuando el muchacho bostezó, una nube de vaho emergió de su boca.

      Pese a todo, se arrodilló ante Teodora y le besó la mano.

      —Buenos y gélidos días, mi princesa. En el cielo deben andar alicaídos sin su ángel más bello.

      —¡Carallo con el pollo! —exclamó Teodora, simulando una sonrisa halagada—. Todavía lleva o cascarón pegado á pousadeiras e ya sabe gramática parda. ¿Dónde aprendes tamañas lisonjas, golfiño?

      —En los libros que tanto censuráis —contestó Alonso, poniéndose un jubón de seda gaditana, unos calzones de lana marrón y una ropilla de terciopelo ocre—. Y en la inspiración de vuestra incomparable hermosura, huelga decir.

      —Deja tranquila miña incomparable hermosura porque la Teodora xa ten un esposo e non precisa las gavanzas dun tarambana que bota cuatro paparruchas e se pensa trovador.

      —De acuerdo —aceptó Alonso en tono burlón—. Entonces, mi fuente de inspiración queda limitada a los libros que tanto censuráis.

      —Eu non censuro los libros, meniño; censuro o momento en que los lees. Deus fabricó el luscofusco para durmir, non para parvear. Descansar en hora de luna te facilitará el estudio en hora de sol e, si quieres acumular la sapiencia de tu pai, has de estudiar mucho.

      —No creáis. Sin apenas estudio, ya acumulo la misma sabiduría que mi padre; al menos en lo referente al ajedrez. Ayer lo derroté en tres partidas consecutivas.

      —¡Outra chocallada! —resopló Teodora, ocupada en airear las sábanas—. Non entendo qué brincadeira encuentra don Sebastián, un señor sensato e culto, en ese entretemento ridículo.

      —El ajedrez no es ridículo —objetó Alonso, colocándose unas medias oscuras de cordoncillo y unos zapatos de cordobán negro—. Enseña a diseñar estrategias limpias, a presentar gentil batalla, a enarbolar bizarría, a respetar al adversario y a ofrecer noble muerte a un rey. Enseña a vencer con humildad y a caer con orgullo. El caballero de honor se forja en los escaques de un tablero y yo, Alonso Castro, soy un caballero de honor.

      —¡Tú non eres un cabaleiro de honor! ¡Tú eres tonto, neno! ¡Máis que o que asó la manteca! ¡Pobriño! Entre las babecadas novelescas del mestre y las ajedrecísticas del pai, acabarás tolainas perdido.

      —¡Fabuláis! Acabaré luciendo la lechuguilla de los eruditos.

      —La lechuguilla te sentará peor que al burro Catalino un vestido de hilo fino —se carcajeó Teodora—. Cos rizos da tu cocorota e os rizos de esos cuellos, non parecerás un erudito; parecerás unha coliflor coas pernas moi longas.

      —¡De coliflor nada! Pareceré un erudito con una cabeza rebosante de ciencia.

      —Unha cabeceira rebosante de tirabuzones se me antoja máis verdadeiro —siguió mofándose Teodora—. He ahí la ventaja de tu foresta de bucles. Ellos permitirán a la gente distinguir unha testeira sobre la lechuguilla. Algunos de testeira esmirriada usan lechuguillas tan exageradas, almidonadas, ensortijadas y teñidas con polvo azul que recordan unha mosca flotante nun mar revolto. Non comprendo la graza de enclaustrar el pescozo nunha trampullada que forza a camiñar mirando al tellado. De seguro la broma ha desnucado a moitos desventurados.

      —La lechuguilla no desnuca a nadie. Ensalza y dignifica a quien la lleva. Y en cuanto a mis bucles, no hay problema. Se atusan y listo.

      —Sí hai problema, Alonsiño. Un problema moi repoludo. Ningún barbeiro nos seus cabales aceptará arriscarse nese labirinto de guedellas enroladas. ¿De quién habrás sacado la mouteira? Me resulta máis estraño que o misterio da Santísima Trinidade. La cabeleira de don Sebastián é morena, abundante e lisa; la de doña Margarita, dourada, suave cual ala de ángel e tamén lacia; el querubín Dieguiño, calcado a su madre, e tú, portando la familia Caricol en la cheminea. ¡Fíjate en tu aspecto! Los rizos sempre na cara, desmelenado e coa facha de quen recién sale dun enfrontamento de galos.

      —Con la facha de quien recién sale del catre. ¿Qué facha me pretendéis según me levanto?

      —La facha dun garelo educado que duerme cando toca e non converte o momento de abandonar la cama nun proceso sen fin. ¡Ven aquí! Intentaré peinarte. Si doña Margarita te ve feito un cerello, eu sufriré la escorrentada.

      —¡Ni hablar! Yo me aviaré. Cuando me peináis vos, termino descalabrado de tanto tirón.

      —¡Magno! —celebró Teodora, escanciando agua caliente en una palangana—. ¡Non hai mal que por ben non veña! Acicálate e marcha a desear bos días a tu nai. Y te aviso, meniño: muda el comportamento o me fartaré. Últimamente estás harto rebelde e non me gusta ni un pouquiño. ¿Ambicionas presumir de lechuguilla? Pues codo e tablilla. Aparca esa acemilada del ajedrez y pídele al mestre que no te escaralle máis la chencha con cabaleiros andantes, porque bastante escarallada la tienes ya.

      —Don Martín es un maestro excelente y no me escacharra la cabeza —defendió Alonso, aproximándose a la palangana, mojándose el rostro y, de paso, empapándose el cuerpo—. Mi padre y él me han enseñado cuanto sé.

      —Si cuanto sabes consiste en non durmir, falar bouberías e romper o meu tempo, mellor que pai e mestre modifiquen a doutrina, porque en la actual van de pandeiro e contra o vento. Empérrate en desatinos y, en vez de usar lechuguilla, servirás a un lechuguino. Non olvides la romanza que te regala esta vieja criada: co lechuguilla, alzarás barbilla; sen ella, hincarás rodilla.

      —Con o sin lechuguilla, yo no hincaré rodilla ante nadie.

      —Como continúes creciendo, xa lo creo que lo harás —se burló Teodora—. De lo contrario, solo podrás relacionarte con xigantes que non teman descoyuntarse al mirarte. Eu reitero: non logro descifrar a quien te asemellas. Tus pais son pequeneiros e tú pareces un mástil que nunca concluye.

      —Chanceaos lo que os plazca, pero llegaré a lo más alto.

      —Si sigues así, non lo dudo, neno —corroboró Teodora, llorando de la risa—. Llegarás ao cielo antes de espicharla.

      En absoluto ofendido, pues estaba acostumbrado a las chanzas de Teodora sobre su inusitada estatura y sus endiablados rizos, Alonso agarró su ajedrez, abrió la puerta y salió a un corredor de cuyos muros colgaban dos gruesos tapices alusivos a las bodas de Helena y Menelao que, aparte de engalanar la vivienda, también la protegían del frío.

      —¿Ónde carallo vas chorreando agua? —gritó Teodora—. Non é cortés visitar a


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