Libelo de sangre. Sandra Aza
Según mi experiencia, gusta de sorpresas, así que es mejor dejarse llevar. Y, como tiempo ha que un servidor rinde culto a ese «dejarse llevar», no rechazaré el regalo de un hoy feliz por juzgar un ayer que no me atañe y temer un mañana tornadizo.
—¿En serio porfiáis en desposarme?
—Responded sí y vestiréis de primavera un invierno que creí eterno.
—¡Sí! —exclamó Margarita, riendo y llorando a la vez—. ¡Claro que sí! Saludad a la primavera y arrellanaos en ella, mi gentil caballero, pues yo me ocuparé de mantenerla lejos del frío.
—Viviré por vos y moriré con vos —afirmó Sebastián, abrazándola—. Os amaré siempre, mi señora. Y también amaré a ese retoño a quien ya considero un Castro.
—Será un Castro y os colmará de orgullo.
Aprovechando que la preñez de Margarita se resistía a despuntar, la pareja apuró los preparativos y, una lluviosa tarde de noviembre, el párroco de San Ginés los casó.
Sebastián invirtió sus arras y la dote de Margarita en una modesta morada sita en la calle del Espejo. Magníficamente ubicada, estaba en los aledaños de la egregia parroquia de Santiago, la no menos egregia de San Juan, el convento de Santa Clara, el Alcázar y múltiples mansiones, pues los ilustres acostumbraban a domiciliarse cerca del rey.10
Aunque el señorío de la zona complació a Sebastián, no fue eso lo que le indujo a comprar. Otros dos detalles, acaso de inferior tronío pero de singular envergadura, le cautivaron.
El primero afectaba a la Regalía de Aposento, servidumbre instaurada en Madrid por el Segundo Felipe cuando, en 1561, convirtió la Villa en capital imperial.
Como, en aquellas añejas fechas, Madrid era una humilde aldea carente de espacio para alojar a la infinita cristiandad que integraba la Corte, el monarca despachó el problema ordenando a los lugareños ceder la mitad de sus hogares a los funcionarios reales.
Sin embargo, no todos los inmuebles podían fraccionarse y este inconveniente obligó a clasificarlos en materiales y no materiales. Los materiales admitían parcelación y a los dueños se les adjudicaba un huésped; los no materiales, llamados «de composición de aposento», resultaban indivisibles y, a cambio de un canon anual, los propietarios se libraban del huésped.
Conseguir que una casa se declarase «no material» costaba trabajo, tiempo y, muy frecuentemente, dinero.
Primero debía lidiarse la fase inaugural del procedimiento consistente en la inspección de la finca. La efectuaba un arquitecto público, que, sabedor de lo que estaba en juego, según franqueaba la puerta del lugar soltaba un «no necesito ver más porque la viabilidad de fragmentación asoma palmaria» para reconocer que «precipité mis conclusiones, pues observo una evidente indivisibilidad» en cuanto el interesado le mostraba una faltriquera tintineante y le decía que «quizá esto os ayude a reconsiderarlo».
Obtenida la declaración de «no material», se tramitaba la fijación del canon, diligencia cuyo éxito también solía depender de la generosidad del aspirante.
Algunos avispados solicitaban la exención de huésped y canon en concepto de recompensa por servicios prestados a la Corona. A menudo, el «servicio prestado a la Corona», o no existía, o no meritaba tamaña recompensa, pero, si la deficiencia se subsanaba prestando un buen servicio, no a la Corona, sino al burócrata de turno, había óptimas posibilidades de llevarse el gato al agua.
El empeño de esquivar al fastidioso huésped gestó la picaresca de las «casas a la malicia», viviendas de exterior estrecho y a simple vista indivisibles que, en realidad, ocultaban un amplio interior.
Los madrileños lograban esta ilusión óptica inventándose todo tipo de argucias. Aprovechaban los pronunciados desniveles de la Villa levantando una planta al inicio de la cuesta y otra al final, habilitaban el sótano, transformaban patios en estancias, construían ventanas entre dos plantas para hacerlas parecer una, renunciaban a las ventanas limitándose a abrir minúsculos tragaluces que impedían determinar el número de plantas o camuflaban buhardillas bajo inclinadísimos tejados.
La residencia de los Castro no necesitaba de estas componendas, pues ostentaba el título de no material con canon anual de cinco mil maravedís. Cierto que el privilegio disparaba el precio de venta, pero, reacio a tener extraños en su recién estrenado hogar y pensando que eludirlos bien valía el esfuerzo, Sebastián transigió.
La segunda peculiaridad del inmueble que le animó a comprarlo aludía al enclave. Se hallaba en la calle del Espejo, palabra derivada de espéculo.
El Espéculo o espejo del derecho era un cuerpo legal elaborado por Alfonso Décimo, el Sabio, que pretendía unificar la normativa vigente en el Reino de Castilla. Aunque el códice no se concluyó, se ganó un hueco en la historia del derecho como antecesor de las Siete Partidas y en el corazón de los escribanos como uno de los primeros textos legales que incorporaron un estatuto regulador de su oficio.
Sebastián, incansable estudioso de la historia del derecho y un devoto de su oficio, creyó distinguir una señal del destino en esta coincidencia y no lo dudó.
Y así, de esta manera tan rocambolesca, Sebastián, un viudo triste, solitario e inquilino de una ruinosa habitación, se convirtió de repente en esposo enamorado, padre en ciernes y dueño de una acogedora morada. Todo a la vez.
El veinticinco de abril de 1607 vino al mundo Alonso Castro. A ojos del vecindario fue un niño prematuro… muy prematuro; a ojos de sus padres, el primogénito, y a ojos de la Iglesia, el hijo legítimo de Sebastián Castro y Margarita Carvajal, nacido en la villa de Madrid y cristianizado en la parroquia de San Ginés.
Desde el principio, Sebastián lo sintió de su sangre. Emocionado, rozó la misma caricia de luna que rotulaba el brazo materno y, cuando el bebé correspondió agarrándole el pulgar, un sedal de hondo e inquebrantable afecto los unió para siempre.
Empeñada en cumplir lo prometido, Margarita sanó las heridas del corazón y se consagró a Sebastián. Sin embargo, Alonso le recordaba mucho a aquel joven aristócrata y, en ocasiones, no podía evitar perderse en el ayer.
De hechuras gallardas, elegancia genuina y porte imponente, el zagal prodigaba hidalguía por los cuatro costados.
Pese a ello, el parecido físico entre padre e hijo resultaba impreciso porque, aunque Alonso había heredado la altura, los ojos claros y el cabello ondulado, estos dos últimos rasgos diferían tanto que desvirtuaban el parentesco.
Los ojos del padre eran grises y los del hijo, de un brillante verdemar. El cabello tampoco encajaba, pues, no obstante la rizada pelambrera de ambos, la del padre tendía al castaño oscuro y la del hijo, al claro, aparte de acopiar los reflejos dorados de la melena materna.
La nariz griega de Alonso no se asemejaba a la aguileña del padre y, si bien las mandíbulas de ambos se marcaban de muy varonil suerte, Alonso no tenía el mentón partido paterno, sino el hoyuelo que asomaba en la mejilla de Margarita cuando esta sonreía. En cambio, con o sin hoyuelo, las dos sonrisas, pícaras, simpáticas y harto atractivas, sí sugerían filiación.
En definitiva, el rostro del muchacho combinaba las facciones de sus progenitores de tan sutil forma que cualquier testimonio de afinidad pecaba de forzado.
A quien, desde luego, no se daba ni un aire ni dos era a Sebastián, porque la mediana estatura de este, su cabello moreno y liso, los ojos negros, el mentón sin hendiduras y las mejillas sin hoyuelos no casaban ni afanándose.
Trece años después, cuando ya parecía que no habría más descendencia, nació Diego Castro; para Margarita, su segundo hijo de sangre y para Sebastián…, también.
8 La garnacha es la predecesora de la actual toga. Hasta el siglo XIX su empleo se restringió a magistrados, jueces, alcaldes y fiscales. Después la Ley de Organización del Poder Judicial de 1870 la extendió a los abogados y la vigente norma de 1985