Libelo de sangre. Sandra Aza
el oficio encorajina al resto de escribanos. Como me niego a imitar sus corruptelas, ellos me tachan de desleal. ¿No os parece irónico que me tilden de desleal porque me empeño en ejercer de manera leal?
—Me parece, pero no habéis contestado a mi pregunta. Os he preguntado qué ocurrió ayer.
—Ocurrió que me visitó Conrado Cabrera, el escribano de la calle del Carmen. Me halló redactando un título de propiedad y, cuando me vio apurar la página, me acusó de traicionar al gremio.
—¿Apurar una página implica traición al gremio?
—Según ese hatajo de licenciosos, sí. Los honorarios de un escribano se calculan conforme a las páginas diligenciadas y, como a más páginas, más cuartos, los notarios acostumbran a engordar la letra y, de paso, la minuta. Algunos tienen el descaro de destinar una única página a la firma.
—Os granjeáis enemigos innecesarios, Sebastián. Deberíais aflojar la rectitud y tender puentes trapaceando una miaja.
—¿De veras proponéis que viole mi código deontológico para recabar las simpatías de una recua de serpentinos marrulleros?
—No lo propongo para recabar sus simpatías, sino para evitar sus rencores —aclaró Margarita—. El origen de los Castro rebosa sombras y levanta suspicacias. Una delación anónima, un comentario pernicioso o una insinuación taimada y la Inquisición volaría a nuestra puerta. Hemos de proteger a los niños y vuestras raíces no facilitan la tarea. Considero de escasa inteligencia agitar encima el avispero.
—El origen de los Castro ni rebosa sombras ni levanta suspicacias. Os recuerdo que poseo un certificado de limpieza de sangre.
—Un certificado falso cual beso de Judas. Además, no pequéis de ingenuo y aliviad el valor de ese papelajo. Ríos de colorada mucho más cristiana que la vuestra surcan el quemadero inquisitorial.
—Soy cristiano de alma y corazón, Margarita. La Inquisición no tiene nada en mi contra.
—Lo tendrá como porfiéis en enmendarle la plana al personal fedatario, alguno se harte y decida desquitarse acusándoos de judaizar.
—Formularía una denuncia artificiosa que no prosperaría.
—Quizá sí prosperaría y tiemblo solo de pensarlo. La Inquisición es peligrosa, esposo. Os suplico que ahorréis honradez y gastéis sensatez.
—¿Y por qué no puedo gastar honradez y sensatez en igual medida? ¿Acaso la sensatez exige comportarse cual vulgar exprimebolsas?
—La sensatez exige cerrar un ojo cuando se atraviesa tierra de tuertos, Sebastián. Creo que mi planteamiento merece al menos una reflexión. ¿No se os ocurre ninguna corruptela que os permita limar asperezas sin escarnecer vuestra ética?
—Mi única corruptela consiste en amañar limpiezas de sangre. Mi mentor don Severo me procuró un futuro amañando la mía y ahora me toca a mí emularle procurando un futuro a quienes, como yo en su día, lo tienen vetado por culpa del credo que profesaron sus ancestros.
—Encomiable contubernio, pero inútil en lo que nos ocupa. De hecho, cuidaos de airearlo, pues revela afinidades herejes muy comprometedoras. Precisáis otra argucia.
—Quizá en las refriegas callejeras —caviló Sebastián, atusándose el bigote—. Uno de los escribanos del crimen nunca comparece en las rondas nocturnas y los alcaldes de Casa y Corte me solicitan de continuo que le sustituya. Compete al escribano testimoniar los altercados que acontecen y la mayoría de mis honestos colegas tergiversan la exposición fáctica en beneficio del bolsillo más desprendido. Aunque putrefactas, tales aguas propician la posibilidad de ayudar a paisanos en problemas a causa de un exceso de vino…, siempre que se trate de una falta venial, huelga decir.
—Eso suena mejor. Y, si la falta venial concerniese a un ilustre o al hijo de un ilustre, os aseguraríais mercedes.
—¿De qué mercedes habláis, mujer? Mis corruptelas son gratuitas y solo ambicionan socorrer al prójimo. No aceptaré peculio a cambio de vilipendiar mi oficio.
—No me refiero a peculio, sino a gratitudes. Resulta más rentable amparar a un poderoso que a un despanado. Ya que barréis el suelo, barredlo bien, ¿no os parece?
—En absoluto me parece —graznó Sebastián, enfadado—. De discriminar mis auxilios de tan rastrera guisa, lejos de barrer el suelo, estaría escupiendo en él y así parco aseo obtendremos.
—Serenaos, querido, porque tampoco vais a secar el mar —concilió Margarita—. Si un borrego no hace rebaño, una travesurilla no os convertirá en rufián.
—¿Acaso matar no convierte al matador en asesino? Aquí pasa lo mismo. La fe pública es como una doncella. Si la deshonráis una vez, la deshonráis para siempre. Y ahora me largo. Esta plática me ha amargado la mañana.
—Abrigaos el rostro con el papahígo que os tejí —recomendó Margarita en actitud resignada, pues una conversación a propósito de aquel asunto terminaba invariablemente en polémica—. Sopla un viento helador y enfermaréis.
—Vuestras parrafadas de fullerías e Inquisición ya me han enfermado —rezongó Sebastián, calzándose el sobretodo y la gorra—. ¡Adiós!
Bufando improperios, abandonó la cocina y ni siquiera se despidió de Teodora, que en ese momento regresaba de supervisar a Diego.
—¡Carallo, ama! O patrón marcha feito unha hidra. ¿Qué lo entoura? ¿Non le agradaron meus torreznos?
—Tranquila, comadre —respondió Margarita en tono distraído mientras examinaba los alimentos almacenados en la fresquera—. Le amohínan otra modalidad de torreznos.
—Por la Virxe dos Ollos Grandes que eu solo conozco o torresmo do porco —murmuró Teodora, confundida.
—Llama a Fernando. Nos acompañará al mercado.
—Mellor o meu Bieito, ama —sugirió Teodora, ruborizándose—. Fernando… bueno… él salió de novo.
Margarita frunció el ceño. No había mandado al chico a ningún recado y, en consecuencia, debería estar en la casa. Sin embargo, no le apetecía discutir más y decidió dejarlo correr.
—De acuerdo. Entonces, nos acompañará Bieito. Almorzaremos ternera con alboronía.13 He visto un trozo de ternera en la fresquera y, si no la consumimos ya, se estropeará. Hay berenjenas, calabaza, ajos, cebollas y vinagre. Nos falta el membrillo y algunas hierbas. Apurémonos. Entre pleito y pleito, se me ha echado el tiempo encima.
11 De ahí la actual expresión «poner y quitar la mesa».
12 Los españoles no aceptaron el tenedor hasta finales del siglo XVII.
13 La alboronía era un guiso morisco muy popular en el Madrid del Siglo de Oro y algunos lo consideran el antecedente del pisto.
CAPÍTULO 7
Altercado en San Ginés
Aunque la escuela de Alonso, ubicada en la calle de San Ginés, estaba a un suspiro de la calle del Espejo, el trayecto distaba bastante de ser un paseo tranquilo, pues salir de la tortuosa calle del Espejo de una pieza, y sobre todo de una pieza limpia, requería cierto tiempo.
En primer lugar, debían sortearse las rejas voladas que protegían las ventanas de las casas. Holgadas e imponentes, llegaban hasta la mitad de la vía y, si bien durante el día se mostraban inofensivas, cuando las tinieblas se apoderaban de la ciudad, provocaban múltiples accidentes porque, como en la oscuridad no se distinguían, muchos infelices se estrellaban contra ellas de mejor, peor e incluso fatal suerte.
Los