Libelo de sangre. Sandra Aza
antiguo pasaje de San Ginés hoy se llama de los Bordadores. Aunque en la época este gremio se encontraba aquí, la calle adoptó su nombre tiempo después.
CAPÍTULO 8
Escuela de primeras letras
Sentado en uno de los bancos del aula, don Martín Valdiviesa limpiaba el cañón de las plumas que los alumnos utilizarían en la lección de escritura.
Pese a estar junto al brasero, tiritaba. Nada le templaba el frío de los huesos y eso que no iba precisamente desabrigado. En las piernas llevaba calzas de lana; en los pies, servillas de cuero y unos pantuflos cuya suela de corcho los protegía del barro; en el cuerpo, una loba talar de áspero picote que, honrando el nombre del tejido, picaba cual ejército de piojos; encima de la loba, un ropón cerrado, y, a modo de sobretodo, un manteo de recio paño.
Maestro de vocación, don Martín hubo de enfrentar múltiples trabas hasta conseguir ejercer en Madrid y en su propia escuela; en particular, hubo de obtener la licencia docenci y además aprobar el examen que, desde el año 1600, el Consejo de Castilla imponía a quienes pretendiesen abrir una escuela pública en la Villa.
Lejos de lo que el término pudiera sugerir, escuela pública no aludía a una escuela financiada por las arcas públicas para favorecer la educación, sino a algo bastante más literal. Una escuela pública era una escuela abierta al público donde cada cual pagaba lo suyo: el dómine, los gastos del negocio, y el alumnado, los honorarios del dómine.
Sin embargo, aunque lo de abierta al público no discriminaba a nadie, solo los de humilde estamento pisaban este tipo de escuelas, porque la instrucción de la sangre azul se encomendaba a preceptores privados y se desarrollaba en el hogar.
La escuela de don Martín se ubicaba en una vivienda arrendada en la calle de San Ginés, casi esquina al Arenal y frente al cementerio trasero de la parroquia del mentado santo.
Modesta construcción de ladrillo visto y mampostería, disponía de dos plantas. La de arriba constaba de un par de piezas. En una residía don Martín; en la otra, Fabián Campos, un funcionario de la Corte adjudicado al inmueble merced a la Regalía de Aposento, circunstancia que, lejos de molestar al maestro, le interesaba, pues implicaba una sustancial rebaja del alquiler.
Fabián trabajaba en el Alcázar. Era ujier de saleta, unos lacayos que custodiaban la puerta de la antesala de la antesala de una sala donde alguna autoridad palaciega concedía audiencia. Pasaba mucho tiempo fuera de casa y, cuando asomaba, entretenía a don Martín refiriéndole los comadreos cortesanos que escuchaba a los que aguardaban en las saletas a ser recibidos. «Ventajas de faenar de estatua», decía. «La gente me piensa parte del mobiliario y desenrolla la sinhueso allende la prudencia».
La planta baja de la vivienda albergaba el aula y un patio interior, que, a su vez, incluía un minúsculo establo, morada de los jamelgos de don Martín y Fabián.
En el aula reinaba la austeridad y una cierta decrepitud porque los troncos que artesonaban el techo estaban carcomidos, el adobe de las paredes rogaba un encalado urgente y la tierra batida del pavimento lucía embarrada.
El sol solía atravesar la reja de la única ventana, pero, como aquella gélida mañana el astro rey andaba de capa caída, don Martín preparaba las plumas a la luz de una lamparilla de aceite. El resto del alumbrado corría a cargo de candiles de hojalata colocados en los huecos de los muros.
Alineados en dos filas había varios bancos, en cada uno de los cuales cabían cinco o, a lo sumo, seis párvulos; sin embargo, la mayoría acumulaba tan escasa chicha que entraban ocho e incluso diez.
Tableros de madera apoyados en caballetes actuaban de mesas y encima se desperdigaban pocillos de tinta, pautas para delinear papel y muestras de diferentes tipos de letras que don Martín escribía y los niños copiaban durante la lección de caligrafía.
Un tapiz de la Resurrección colgado de un tronco del techo ocultaba la escalera que conducía al piso superior. De espaldas al tapiz y encarando al alumnado estaba el bufete del maestro; a la diestra del bufete se ubicaban la puerta de la calle y la ventana, y a la siniestra, la salida al patio, donde se expulsaba a los alborotadores, correctivo poco temido en verano y digno de evitar en invierno.
De las paredes pendían una sarga mariana, un mapa del mundo y un abecedario; dos arcones de pino situados en un rincón almacenaban material escolar, y al fondo de la pieza había una mesa alargada asignada a los discípulos avanzados.
Al igual que cualquier escuela de primeras letras, la de don Martín aceptaba niños de seis a doce años, edad susceptible de extensión hasta los catorce.
Impartía lecciones de doctrina cristiana, de lectura, de escritura y de aritmética, disciplina esta última en la que don Martín se jactaba de explicar las cinco reglas: sumar, restar, multiplicar, medio partir y partir entero. Y no carecía de fundamento la jactancia, pues muchos dómines se negaban a tratar las divisiones con decimales y solo unos cuantos esforzados como él las incluían en su programa educativo.
Por eso la escuela de don Martín gozaba de una excelente nombradía en el vecindario. Por eso y por otras dos razones de envergadura.
En primer lugar, don Martín sabía leer y escribir, habilidades de las que sorprendentemente no todos los preceptores podían alardear. En Madrid incontables oficios sufrían de intrusismo y la docencia no era una excepción. Decenas de sacacuartos abrían escuelas clandestinas y, a cambio de tarifas muy inferiores a las de las legales, ejercían en calidad de maestros… del engaño.
Así, en la clase de lectura elegían un libro y se aprestaban a leerlo en voz alta, pero, como algunos incluso ponían el libro del revés, pues ni eso distinguían, si, por ejemplo, la lección giraba en torno a la fábula de la cigarra y la hormiga, en vez de leer la fábula… fabulaban un cuento aproximado y al final soltaban una moraleja que incluso rimaba.
Aunque hormiga y cigarra
parezcan seres de chatarra,
no son cosa guarra,
sino hijos de Naturaleza bizarra
como vos o quien este cuento os narra.
Les debéis, pues, respeto
y nada de pisarles el esqueleto.
Conduciéndose cual espejo, cuando el maestro agarraba el manual, los alumnos lo colocaban en idéntica posición. Si quedaba a derechas, de guinda; si no, Dios proveería. Luego clavaban los ojos en el papel, adoptaban el gesto experto de quien bebe libros y se limitaban a repetir que hormiga y cigarra no eran «cosa guarra, sino hijos de Naturaleza bizarra».
Aunque a ninguno se le escapaba el embuste, ni se les ocurría cuestionarlo. Se arriesgaban a una sesión de fustazos y semejante envite debía esquinarse en lo posible. En casa tampoco convenía hablar porque los padres siempre defendían al maestro y, después de defenderle, invariablemente sacaban la mano a pasear, contingencia borrascosa en grado superlativo. En consecuencia, la sensatez aconsejaba ver, imitar y callar. Mejor burro vivo que sabio muerto.
Huelga decir que los zagales concluían el año vivos y muy burros. Ni recitaban el abecedario ni la tabla de multiplicar. Eso sí; tenían claro que a cigarras y hormigas, ni tocarlas.
Despachado el período lectivo con tan funestos resultados, el timador se apresuraba a convocar a los desconcertados progenitores y, luego de acompañarlos en el sentimiento por la genuina estupidez de su vástago, respiraba hondo en actitud de férrea perseverancia.
—La fortuna os sonríe, mis queridos amigos —declaraba en el colmo del descaro—. Habéis hallado al único pedagogo dispuesto a intentarlo de nuevo. Concededme una prórroga y transformaré al mozo en un Lope de Vega. No obstante, tratándose de una tarea peliaguda que ningún otro asumiría, el honor me fuerza a incrementar una miaja el precio. A mi entender, el profesional competente se valora ante la gente y servidor es un profesional harto competente.
Visto lo visto, era del todo comprensible que