Libelo de sangre. Sandra Aza
también aguardaban clientes holgazaneando en el interior de sus sillas de manos o enfrascados en manos bastante más lúdicas que las relativas a su instrumento de trabajo: las de naipes.17
Alonso cruzó el recinto y enfiló la calle de San Ginés. Sede oficial de los bordadores, ya rebosaba damas suspirando por alguna bagatela y caballeros suspirando por alguna dama. Mientras las damas prometían a los caballeros una sonrisa si saciaban sus suspiros y los caballeros suspiraban, resignados a comprar esa bagatela forjadora de sonrisas, los dependientes, plantados en la puerta de las tiendas, azuzaban el suspiro de las damas y, sobre todo, el de los caballeros.18
En la calle de San Ginés confluían dos olores. Uno procedía de los coloreros, gremio dedicado al teñido de telas y enclavado en la vía paralela, llamada, no por casualidad, de los Coloreros; el otro se originaba en las peleterías alineadas en un soportal de la calle Mayor entre Coloreros y San Ginés que, tampoco por casualidad, recibió el nombre de estos artesanos: portal de Manguiteros.
A la altura de la parroquia de San Ginés, Alonso vio a varios zagales vapuleando a un ciego menesteroso y observó sorprendido que, lejos de intervenir, los transeúntes apuraban el paso.
Con el rostro magullado y la nariz sangrando, el ciego giraba el cuello según sentía los golpes o las carcajadas y, conscientes de ello, los agresores danzaban en derredor sin interrumpir la tunda.
De repente, el líder de la manada le quitó el saco de arpillera que utilizaba a modo de manta.
—¡Os lo imploro! —sollozó el hombre—. Ese saco es mi único abrigo. Si me lo arrebatáis, no resistiré el invierno.
—¡Cierra el pico, lamecharcos! —conminó el chico, asestándole una patada—. Detesto ruar las calles esquivando vuestros asquerosos esqueletos. ¡Os ahogaría a todos en el Manzanares!
—¡Fernando! —bramó Alonso, encrespado—. ¡Deteneos al punto! ¿Qué diantres hacéis aquí? ¿No debíais acompañar a mi madre y a Teodora al mercado?
—¡Señorito Alonso, el de los temibles arrestos! —exclamó Fernando, esbozando una sonrisa sardónica—. ¡Qué feliz coincidencia!
En absoluto intimidado, Alonso se irguió cuan largo era. Cierto que aquel mameluco le sacaba dos años, pero él le sacaba dos cabezas.
—Hablando de arrestos, ¿estos gastáis vos? ¿Solo os envalentonáis frente a quien ni veros puede?
—¿Osáis tacharme de cobarde, mequetrefe? —masculló Fernando.
—No se me antoja de jabatos abatanar a un anciano ciego y desvalido. ¿Destinaríais las mismas bravatas a alguien capaz de defenderse?
—¿Alguien como vos quizá?
—Quizá. Al menos, yo puedo veros.
—Entonces, pelead —retó Fernando, alzando los puños.
—No lo estimo necesario —replicó Alonso, cruzándose de brazos—. De momento me han bastado cuatro frescas para que suspendáis la zurra al caballero.
—No he suspendido la zurra al lloramigas merced a vuestras cuatro paparruchas, tajamoco engreído. La he suspendido porque me dispongo a zurraros a vos y a partiros la cara. Nadie me llama cobarde y marcha sin lamentarlo.
—Siento decepcionaros, pero un servidor sí marcha y lo único que lamento es tener que padeceros a diario —rechazó Alonso en tono despectivo.
—¿Quién peca ahora de cobarde?
—Me importa un ardite vuestra opinión sobre mi persona. A tal señor, tal honor, zagal. No soy yo quien se divierte apalizando a los más débiles. Os lo advierto: absteneos de volver a tocarle un pelo al caballero.
—¿Y qué haréis si me niego? ¿Reportaréis a papá?
—Reportaré a los encargados de ajusticiar delincuentes. Acaso no galleéis tanto ante la parroquia del penal. Quedáis avisado: dejadle en paz o vos sí que lo lamentaréis. Con Dios.
—No huiréis, ¡pitofloro del demonio! —tronó Fernando, derribándole de un empujón—. Queráis o no, pelearéis.
Alonso se incorporó de un salto y lo embistió de un testarazo en el estómago. Los demás, en silencio durante el choque verbal, comenzaron a animar el cuerpo a cuerpo.
Mientras Fernando combatía satisfecho de haber conseguido meter a Alonso en la reyerta, Alonso buscaba la manera de salir de ella. Como su madre se enterase de que había liado un tiberio en mitad de la calle, le caería una solfa de capítulo aparte. Al final, pergeñó una treta que le permitió clausurar la fiesta.
—¡Que vienen los corchetes! —chilló, mirando detrás de Fernando y tumbándole de un derechazo cuando este, en un acto reflejo, volteó la cabeza.
—¡Me las pagaréis, hideputa! —balbuceó el vencido desde el suelo y casi desmayado.
Ayudado por sus comparsas, se levantó y, renqueando, se alejó.
Alonso envolvió al ciego en el saco y le puso en las manos el buñuelo que recién le regalaba Faustino, el barquillero.
—Tomad, señor. Esto os aliviará una miaja la gazuza.
—Gracias, joven. Cuídate de ese fierabrás. Belcebú le late dentro.
—Sosegaos. Las tenemos tiesas a diario y siempre le gano. Ahora he de volar a la escuela. Luego regresaré a comprobar si estáis bien. A más ver.
Alonso echó a correr sin dejar de maldecir su estupidez. ¿A más ver? ¿Se había despedido de un ciego con un «a más ver»? Respiró hondo. ¡Menuda mañanita llevaba!
14 Este convento desapareció en 1810 a instancia de José Bonaparte, cuya obsesión por crear avenidas y ensanchar plazas a costa de destruir los cenobios e iglesias de Madrid le valió el alias del «Rey Plazuelas». La demolición de Santa Clara gestó la calle Amnistía y la construcción de viviendas, en una de las cuales residió y se suicidó Mariano José de Larra.
Las de Santa Clara integran el grupo de rosquillas típicas de las fiestas de san Isidro junto con las tontas, las listas y las francesas.
15 Las parroquias de San Juan y de Santiago, dispuestas una frente a la otra, eran dos antiquísimas iglesias ya mencionadas en el Fuero de Madrid de 1202 que José Bonaparte derribó para ampliar el entorno del Palacio Real, entorno que, andando el tiempo, se convirtió en la plazuela de Santiago (donde se alzaba la iglesia de Santiago) y en la plaza de Ramales (donde estaba la iglesia de San Juan).
En el solar de la iglesia de Santiago se erigió la actual, muy diferente a la primitiva. Por su parte, en San Juan bautizaron a la infanta Margarita María Teresa de Austria, hija de Felipe IV, a quien, años después, Velázquez inmortalizó en Las Meninas. El propio Velázquez recibió sepultura en este templo, pero sus restos se perdieron tras la demolición. Por eso el pintor aparece dibujado en la placa indicativa del nombre de la plaza y por eso, en mitad de la glorieta, se alza una cruz de Santiago en homenaje a la orden militar a la que este pertenecía.
16 Tras la desaparición de Santa María, San Nicolás de Bari devino la iglesia más añeja de Madrid, dignidad que comparte con la ermita de Santa María de la Antigua, sita en Carabanchel. Luego de la invasión francesa, quedó abandonada hasta que en el siglo XIX una orden florentina, la Tercera de los Siervos de María o Servitas, la ocupó. De ahí su otro nombre: San Nicolás de los Servitas. Hoy es la parroquia de la comunidad italiana afincada en la capital e incluso la misa dominical se oficia en italiano.
17 En la actualidad, la plazuela de Herradores luce una placa donde se afirma que este lugar albergó la parada de las sillas de manos, «los primeros taxis que circularon por