Libelo de sangre. Sandra Aza
de obedecer, Juan se derrumbó en un banco reprimiendo una mueca de dolor que el maestro advirtió. No obstante, consciente de cuánto abochornaban al chico los maltratos paternos, se fingió distraído.
—No comprendo tu porfía en arribar al alba, Juanillo —apuntó, disfrazando la tristeza de tosquedad—. Abomino de la palmeta y no te permitiré usarla.
—Dura lex, sed lex —declamó Juan, esforzándose en simular su calvario tras la tunda de la noche anterior—. La ley es dura, pero es la ley. Tal latinajo esgrimís cada vez que, impasible a las temperaturas, me expulsáis al patio. ¿Y qué hago yo? Me trago la condenada ley e intento que el relente no me deje cuadrados los redondos. Aquí procede idéntica pauta. La ley del aula inviste sayón de palmeta al primer alumno en pisarla. En consecuencia, gastad coherencia, predicad con el ejemplo y observad la norma.
La palmeta, una pala de superficie agujereada, era el instrumento escolar de castigo por antonomasia. El miembro corporal que atormentaba propiciaba el nombre del artefacto: la palma de la mano. Lastimaba mucho y, como los estudiantes la temían, los profesores se pasaban la jornada palmeta en ristre en actitud conminatoria.
—Gasta tú decencia y, si enuncias la norma, enúnciala íntegra —rebatió don Martín—. El primero en pisar el aula se ocupa de la palmeta… si el maestro lo licencia, licencia que yo no otorgaré. Tus afanes tempraneros resultan, pues, baldíos.
—Todo se andará si no se detiene el andar, maese —arguyó Juan, esbozando una sonrisa insolente repleta de dientes rotos, secuela de las zurras paternas—. Algún día instauraréis la pena de palmeta y el verdugo Juan la ejecutará.
—Apea la sonrisita de lobo muerdecuellos porque no te la compro, papanatas. No se me escapa que tras ella se esconde un muchachito taciturno que anhela querer y ser querido.
—¿Que anhela querer y ser querido? ¡La Virgen, don Martín! ¿De dónde sacáis tamañas cursiladas? Ni necesito querencias ni me siento taciturno. Bueno, acaso taciturno sí. No existe escuela que repudie la palmeta y yo he desembarcado en la única donde una recua de pitañosos la usa de espantamoscas o de espada armacaballeros.
—Mis alumnos no son una recua de pitañosos. Son infantes camino de convertirse en hombres ilustrados. Te ruego que los respetes.
—¡Valientes hombres ilustrados! Esos mocosos solo saben gimotear, chillar y jugar a estolideces.
—Nadie con nariz tache al prójimo de mocoso, Juanillo. Además, ¿a quién pretendes engañar? Me consta que proteges a una pareja de huérfanos. Ayer te vi en el Arenal defendiendo al pequeño de uno de esos canallas que raptan chiquillos, les amputan las piernas o les queman los ojos y después los venden a otro desgraciado que rentabiliza las taras poniéndolos a mendigar.
—Esos canallas se llaman dacianos.
—En mi opinión, se llaman hijos de mala madre. Y, cuando le mostraste el puño a ese hijo de mala madre en particular, se achantó y cogió portante. Como el arrapiezo lloraba desconsolado, lo calmaste, lo reconfortaste e incluso ¡lo abrazaste! No parece la conducta propia de un desalmado y sí la de un corazón bondadoso.
—Meáis fuera del tiesto —refutó Juan, ruborizado—. Ignoro de qué huérfanos habláis. Ni defiendo a rorros plañideros ni los reconforto ni mucho menos los abrazo. ¡Cuidado, dómine! Los años os han mellado la vista.
—¡Y una de abelarda, zagal! Creyéndome en un delirio, me acerqué y ahí estabas tú, joven embustero, ejerciendo de ángel de la guarda y no de tarasca espantaniños.
—Os digo que disparatáis, maese.
En ese momento la puerta volvió a abrirse bruscamente y la tablilla cayó de nuevo. Alonso apareció en el umbral.
—Buenos días —saludó, recuperando la bendita tablilla—. Maestro, mis padres os envían recuerdos.
—Recibidos quedan —contestó don Martín, avivando las ascuas del brasero con gesto contrariado—. ¿Os supondría cruzada singular abrir la puerta como sujetos normales y cerrarla presto? Resulta complicado mantener la estancia caldeada si os emperráis en dejarla abierta de par en par.
Alonso acató la orden y, mirando de reojo a Juan, se dirigió en silencio a la mesa del fondo. Al igual que Fernando, ese pescapleitos gustaba de engrescarle y bastantes agarradas llevaba desde la amanecida.
Desafortunadamente, el pescapleitos no tardó en lanzar la caña.
—¡Buenos días, señor don! —dijo Juan, levantándose y cuadrándose a lo militar, movimiento que le produjo un lacerante chasquido de huesos—. ¿Traéis cumplimentada la tarea de caligrafía? ¡Uppps! ¡Excusadme! Olvidaba que al ovejo sabio se le ha quedado corto el cristiano y ahora frecuenta la cofradía de Aristóteles.
—Mis tareas no os incumben —se limitó a responder Alonso, a quien no pasó desapercibido la mueca de dolor del otro.
—Me temo que sí me incumben porque, si no diligenciasteis los quehaceres, tendré que agasajar vuestras exquisitas manos. Ya conocéis la ley. Quien primero la puerta franquea la mano palmea. Y la ley es dura, pero es la ley. Dura lex, sed lex. ¿Veis? No solo vos atesoráis ciencia. Os recito el precepto en castellano y en latín. Manejo mucha letra y lo mismo me da arre que so.
—Os alabo ese caudal de letras —replicó Alonso, fracasando en el propósito de evitar más altercados y entrando en la provocación—. Excede al mío en gran medida. Hablando de arre y so, de seguro, aparte de recitar el precepto en castellano y latín, también podéis rebuznarlo. ¡Mis parabienes! Yo no domino esa disciplina.
—Quizá si os rompo la quijada de una consagrada, logréis dominarla, imbécil.
—No os molestéis —rechazó Alonso en ademán beatífico—. Prefiero los clásicos. Os cedo el dialecto de los burros. Gastáis tal maestría en él que se me antoja imposible emularos. Y, en relación con la gentil sugerencia de agasajar mis exquisitas manos, mejor dedicaos a vuestra espalda. He notado que no anda en tan exquisitas condiciones.
—Retirad eso o marcharéis a casa descalabrado, baboso —masculló Juan, humillado.
Ambos se enfrentaron.
Aunque de la misma edad e igual de flacos, Alonso descollaba en altura. El pelo de Juan era liso, grasiento y rebosaba calvas a consecuencia de las palizas; el de Alonso lucía ensortijado, brillante y copioso. Ojos pequeños, cínicos e inundados de tristeza frente a una mirada limpia y jovial. Sonrisa amarga forjada en familia amarga; sonrisa feliz fruto de familia feliz. Uno vestía harapos huérfanos de afecto; el otro, algodones repletos de él. Don nadie contra donaire. Alonso, la cara, y Juan, la cruz de una moneda de vida que, según cayera, regalaba almíbar o devastaba sueños.
—Despachad de inmediato la pendencia o los dos marcharéis a casa descalabrados del moquete que recibiréis de un servidor —exhortó don Martín—. Me hastían tus bravatas, Juanillo. Alanceas a Alonso y luego te encrespas si el zagal responde. Quien dice lo que no debe escucha lo que no quiere, jovencito.
—¿Qué le he dicho, dómine? Le he preguntado si traía las tareas diligenciadas y el muy cretino me ha llamado burro.
—Tú le has llamado ovejo.
—Le he llamado ovejo sabio. No es un insulto. Lo suyo sí.
—Cierra la boca o la tendremos, Juanillo. En cuanto a ti, Alonso, ¿a santo de qué le ofendes?
—A santo de lo que recién le recrimina vuesa merced. Me ha ofendido él primero llamándome ovejo.
—Insisto: ovejo sabio —especificó Juan—. Explicadme qué ofensa veis ahí, majadero.
—¡Juanillo! —advirtió don Martín, soltándole un capón—. No te lo repetiré. ¡Cierra la boca!
—Me jeringa de continuo, maestro —reivindicó Alonso.
—Y, en vez de ignorarle, echas leña al fuego y avanzas