Libelo de sangre. Sandra Aza

Libelo de sangre - Sandra Aza


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sus expectativas. Resulta imposible modificar la exposición fáctica. Los testigos vieron a Torres inaugurando el festival.

      —No importa lo que vieron los testigos, don Sebastián. Importa lo que vos certifiquéis que vieron.

      —Yo certificaré que vieron lo que ellos aseguren haber visto, ¡rediez! No imputaré alteración de orden público a un muchacho inocente para limpiar de pecado a un salvaje.

      —El muchacho inocente es el hijo de un amigo vuestro. La circunstancia levantará suspicacias.

      —¡Como si levanta el mismísimo infierno y lo sube al cielo! —masculló Sebastián—. No interferiré en la Justicia de tan repulsiva forma.

      —Peligrosa hostilidad os granjeáis. ¡La del alguacil mayor de Corte nada menos!

      —No dramaticéis, Lorenzo. La cuestión no pasará de un mero disgusto para Torres. Untará a quien se encarte y logrará que indulten al homicida.

      —Y después se vengará de vos. ¡Prudencia, patrón! Aunque se me escapa el motivo, porque os sé titular de un certificado de limpieza de sangre, se rumorea que vuestros ancestros eran conversos.

      —Os he repetido mil veces que esos rumores carecen de fundamento —mintió Sebastián, tratando de sofocar el rubor de sus mejillas.

      —Y yo os repito que se me escapa el motivo de los rumores, pero, con semejante runrún zascandileando en los mentideros, al alguacil mayor le resultaría harto sencillo desquitarse denunciándoos al Santo Oficio.

      —¡Dios bendito! ¡Ídem del paño! Primero Margarita y ahora vos. ¿Os habéis confabulado para amargarme el día?

      —Ignoro qué os ha dicho doña Margarita —replicó Lorenzo, encogiéndose de hombros—. Yo os recomiendo evitar las inquinas del alguacil mayor. Imaginad que se entera del episodio del cerero y lo pone en conocimiento de los curas.

      —¿De qué episodio habláis?

      —¿No os acordáis? Damián Palacios, el cerero, otorgó una carta de préstamo a su yerno y, agradecido del amable trato que le dispensasteis, os invitó a almorzar cochinillo asado. ¡Quedó estupefacto cuando le declinasteis el agasajo!

      —Era mi cumpleaños y Margarita me había preparado mi plato favorito. ¿De veras lo estimáis una ignominia?

      —En absoluto, pero alguien que os tenga ganas podría utilizarlo en vuestra contra. Una visita a predios inquisitoriales, un «Sebastián Castro rehúsa catar puerco, actitud propia de los judaizantes» sumado a lo que se dice de vuestros ancestros y listo. Los frailes comenzarían a investigar y vos, a penar.

      —Os recuerdo que los frailes ya me han investigado varias veces y lo único que he penado es la frustración de ver cuestionado mi credo.

      —Los frailes os han investigado debido a los rumores, pero la cosa cambiaría de basarse la investigación en una denuncia formal y no en un vulgar chismorreo. Y, si el alguacil mayor se entera de que rechazasteis comer puerco asado, no dudará en vengarse de vos formulando esa denuncia.

      —Exageráis, Lorenzo. Pese a considerarle un marrullero indigno del cargo que ocupa, no presumo al alguacil mayor capaz de tamaña ruindad. Además, ¿cómo diantres se va a enterar de que rechacé la invitación de Damián Palacios?

      —¿Me tomáis el pelo, patrón? Estamos en Madrid, Villa y Corte del comadreo. Damián Palacios podría mentarlo a un compadre, el compadre a otro compadre y así sucesivamente hasta que el cuento alcanzase los oídos del alguacil mayor.

      —Damián Palacios no malogrará su tiempo mentando esa chuminada. Le expliqué la causa de mi negativa, lo entendió y de seguro lo ha olvidado. Aparte de que me conoce bien. Llevo años comprándole las velas y sabe de mi fervor por Cristo… y por los torreznos. ¡Todo el mundo sabe de mi pasión por los torreznos!

      —No divulguéis tanto vuestra pasión por los torreznos. Así se conducen los que ocultan boñigas e intentan espantar las moscas.

      —Yo no divulgo mi pasión por los torreznos; la satisfago comiéndomelos. ¿Acaso actúan igual los que ocultan boñigas y espantan moscas?

      —A mí no necesitáis convencerme de nada, patrón. Solo os sugiero cautela.

      La puerta interrumpió la polémica cuando se abrió y un hombre alto, delgado y de elegantes trazas apareció en el umbral.

      Vestía jubón de piel de búfalo tejido sobre ballenas interiores que le entiesaban el torso y le daban el aspecto envirotado típico del caballero español. Encima llevaba una cuera de terciopelo liso de Toledo gris claro, bordada en plata, con rígidos brahones y mangas perdidas del mismo terciopelo. Cubrían los brazos otras mangas ajustadas, también bordadas en plata, también de terciopelo gris y repletas de cuchilladas aforradas en tafetán blanco que mostraban la seda adamascada de las mangas del jubón. Alamares plateados y abrochados a perlas cerraban la cuera de cuello a cintura, donde se abría en dos haldas, faldillas que prolongaban la prenda hasta la ingle.

      En la boca de las mangas lucía puños de encaje holandés y en el gaznate, una lechuguilla con los abanillos resplandecientes gracias a unos muy costosos polvos azules traídos de ultramar que entusiasmaban a los acaudalados porque eliminaban el tono amarillento delator de vergonzantes decadencias.

      Los greguescos, de damasco gris oscuro, se atacaban al jubón mediante agujetas con herretes de oro. Sólidas pantorrilleras, refuerzo de unas piernas demasiado flacas, se disimulaban bajo unas medias de lana y, superpuesto, llevaba otro par de las más caras del mercado: las «de pelo», de una finísima seda que se rasgaba al mínimo roce. Las sujetaban ligas de hilo plateado atadas con lazos simétricos y formando una rosa. Calzaba zapatos de obra prima, horma estrecha, punta roma y picados en el empeine.

      El avío externo consistía en una capa de terciopelo negro forrada en piel, unos guantes de cuero y un sombrero en cuya ancha ala brillaba un broche de diamantes.

      Impasible a la glacial ventisca que congeló el caldeado ambiente, el personaje permaneció inmóvil en el vano y habló con voz grave e imperiosa.

      —Buenos días, caballeros. Busco a don Sebastián Castro.

      —Yo soy Sebastián Castro. ¿A quién debo el honor?

      —Me llamo Pelayo Valcárcel de Lozoya y Torrejón.

      —Un placer, don Pelayo. Pasad, os lo ruego.

      Lorenzo, cuyos débiles pulmones sufrían en exceso los rigores invernales, respiró aliviado cuando el ilustre obedeció y atrancó la puerta.

      —Vengo a contratar vuestros servicios —expuso don Pelayo—. He escuchado que ejercéis el notariado con una honestidad inusual en el gremio.

      —Lo ejerzo con la honestidad que merece este venerable y tristemente ultrajado oficio —matizó Sebastián, contento de que al fin alguien apreciara su integridad profesional—. Permitidme los arreos y acomodaos.

      La retirada del sombrero reveló un varón de mediana edad, bastante atractivo y acicalado acorde a las tendencias del momento: el dorado cabello muy corto y elevado al frente en un copete ondulado, minúscula perilla y bigote engomado hacia arriba con alquitira.

      Al sentarse y quitarse los guantes, un destello azul procedente del majestuoso zafiro que lucía en el anular cegó a Sebastián.

      —Su belleza embruja, ¿verdad? —comentó don Pelayo, dedicándole una mirada de un azul tan intenso como el del zafiro.

      —Cual melodía de sirena —admitió Sebastián, maravillado e incapaz de apartar los ojos del anillo—. Nunca había visto una gema parecida.

      —Ni la veréis. Se trata de una piedra única. Solo existe otra igual y también obra en mi poder.

      —Os alabo el gusto, don Pelayo. Es una alhaja difícil de olvidar.

      —Agradecido. Vayamos ahora a lo que me trae. Deseo testar.

      —¿Habéis


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