Libelo de sangre. Sandra Aza
y anda enloquecido organizando una fastuosa fiesta. Al concluir la velada, se lo entregaré. Obsequiándole con una joya pareja a la mía deseo expresarle que, pese a todo, le considero mi digno heredero. Como veis, no nado en la valentía que me atribuís. En vez de pedirle perdón usando palabras, me valgo de agasajos solapados para aliviar mi conciencia sin exponerme.
—Muchos preferirían agasajos solapados de semejante belleza a las palabras —bromeó Sebastián, perdiéndose de nuevo en el fulgor azul del zafiro—. Personalmente me parece una magnífica dádiva, representativa además de algo muy especial: la confianza que un padre dispensa a un hijo encomendándole su linaje.
—Ojalá Enrique opine lo mismo —suspiró don Pelayo.
—De seguro opinará lo mismo. Ahora prosigamos. ¿Habéis pensado en un albacea responsable de ejecutar el testamento?
—Encargaré la tarea al preceptor de Miguel, don Cristóbal Echenique de Mendizábal. Aunque no ha logrado sacar al muchacho del mutismo, es un hombre honorable y sé que lo amparará. También le adjudicaré su tutoría. En las disposiciones anteriores se la otorgué a Francisca y todavía no comprendo qué locura me llevó a cometer semejante estupidez.
—¿Aceptará don Cristóbal el albaceazgo? Vuestras últimas voluntades se presentan polémicas y exigirán no poco esfuerzo.
—Le asignaré mil ducados en recompensa a la labor.
—De acuerdo —dijo Sebastián, anotando las instrucciones.
—Deberán abonarse los jornales adeudados a mis criados y procurárseles avíos luctuosos —continuó decretando don Pelayo—. Enrique me relevará como familiar del Santo Oficio y miembro de la cofradía de San Pedro Mártir. A cambio de no trabar dicho relevo, he acordado con los dominicos generosas donaciones al convento de Atocha, al de Santo Domingo el Real, al colegio de Santo Tomás y a la mentada cofradía de San Pedro Mártir. Asimismo, Enrique habrá de mantener las caridades mensuales que destino a la Inquisición desde hace años.
—¿Tenéis alguna especificación sobre el transcurso de vuestro sepelio?
—Quiero que me entierren calzando el hábito franciscano y junto a mis padres en la capilla que los Valcárcel poseemos en la iglesia de los trinitarios. Exequias, honras y novenario se celebrarán sin incurrir en ostentaciones extraordinarias. En mi calidad de familiar del Santo Oficio, el día de mi muerte se cantarán misas del alma en Nuestra Señora de Atocha, en Santo Domingo el Real y en Santo Tomás. También en San Francisco, San Ginés, San Andrés y San Felipe el Real. En el primer aniversario estos templos oficiarán un responso diario en recuerdo de mis ancestros. El mayorazgo sufragará los gastos y limosnas que se devenguen de todas estas estipulaciones.
—¿Deseáis incluir regalías en favor de esclavos de vuestra casa que apreciéis en particular? —preguntó Sebastián sin dejar de tomar notas.
—Incluiré una que ya consigné en el testamento previo: la manumisión de Joselillo y de su madre. Ella me pertenece en exclusiva y le otorgaré carta de libertad. El niño nació durante nuestro matrimonio y nos pertenece a Francisca y a mí a título ganancial. Otorgaré carta de libertad en lo correspondiente a mi parte y ordenaré a Francisca que haga lo propio. Joselillo es el único que consigue arrancar sonrisas a Miguel y de tal suerte se lo retribuiré.
—¿Algo más?
—Nada más.
—Hemos terminado, entonces. En cuanto redacte el documento, os mandaré aviso y lo formalizaremos. Deberéis venir acompañado de los testigos. Después prepararé una copia y os la enviaré. Haré que os la entreguen en persona y así evitaremos injerencias.
—Gracias por vuestro tiempo y escucha, bachiller.
—Gracias a vuesa merced por la confianza en mis servicios.
—Esperaré noticias. Con Dios.
Al marchar don Pelayo, Sebastián quedó meditabundo. Aquel testamento parecía uno de tantos; sin embargo, lo intuía diferente… muy diferente.
19 Aunque estas coplillas nacen de la autora, el mal funcionamiento de los primeros relojes de Madrid originó múltiples protestas entre la ciudadanía.
20 Esa remota llanura donde se excavaron los Pozos de Nieve es hoy la glorieta de Bilbao.
CAPÍTULO 10
La encarnación del mal
Enrique Valcárcel de Lozoya y Cabrera de Montilla excedía con creces al «muchacho desabrido, holgazán e irresponsable» que describía don Pelayo.
En realidad, era un caballero de tenebrosas entrañas, circunstancia en absoluto evidente sin embargo, porque gozaba de un físico tan angelical que resultaba complicado imaginar la umbría que le latía dentro.
A punto de cumplir dieciocho años, tenía una complexión esbelta, proporcionada y de cómoda alzada; ni muy alto ni muy bajo. De cabellos rubios, nariz recta, mandíbula poderosa, marcados pómulos y ojos de un intenso azul, su atractivo semblante desencadenaba múltiples suspiros.
Solo la boca sugería perfidia. Pese a disimularlos mediante un elegante bigotillo, los labios adolecían de grosor y apenas se distinguían. En actitud normal formaban una raya envarada; si los apretaba, desaparecían, y, aunque una perfecta dentadura los dulcificaba al sonreír, no era suficiente para camuflar la mueca cruel que moraba en ellos.
Heredero de una gran fortuna, disfrutaba de una dorada existencia y pasaba el tiempo haciendo lo mismo que los mancebos de su condición: gandulear, despilfarrar y retozar.
Al menos eso hacía a simple vista, porque, como le deleitaba el sufrimiento del prójimo, en secreto se dedicaba a provocarlo apaleando, torturando e incluso asesinando.
En casa consagraba sus perversiones a la servidumbre. Frente a los criados asalariados, legitimados a denunciarle, se reprimía y se limitaba a humillarlos e increparlos. Sin embargo, con los esclavos, carentes de derechos, se explayaba propinando brutales palizas a los varones, abusando salvajemente de las hembras y anunciando a unos y otras una muerte lenta y dolorosa si le delataban.
El forzado mutismo de sus víctimas y las prolongadas ausencias de don Pelayo mantenían a este ignorante de aquellas tropelías. Por eso le describía como un «muchacho desabrido, holgazán e irresponsable», epítetos que, atribuidos a Enrique, equivalían a tildar de «granujilla juguetón» a Lucifer.
En las madrugadas, al cobijo de las tinieblas, partía a la caza de lo que denominaba «carne sórdida», triste hermandad que constituían los indigentes y las prostitutas callejeras.
A los indigentes los hostigaba según tuviera el ánimo. Si andaba tranquilo, los insultaba, les quitaba las limosnas o les destrozaba la ropa de abrigo; si se exaltaba, los pegaba; y, si sus demonios internos le demandaban mayores barbaries, los incineraba vivos.
A las prostitutas siempre les dispensaba iguales agasajos, tuviera el ánimo que tuviera. Primero las martirizaba; luego las violaba, y, cuando quedaba saciado de sexo y sangre, les confiscaba el mañana.
Odiaba a Miguel Valcárcel, el primo que su padre se trajo de Valencia. Desde la arribada de aquel maldito estúpido, don Pelayo los comparaba de continuo, comparaciones que nunca le favorecían. Miguel era maravilloso; él, un desastre. A Miguel le llovían gentilezas; a él, rapapolvos. Miguel nadaba en atenciones; él, en escarnios.
Un día don Pelayo le soltó que ojalá pudiera nombrar heredero a Miguel porque honraba mejor la estirpe. Enrique se sulfuró de tal suerte que lo habría degollado en ese mismo instante, pero, considerando excesivo sumar el parricidio a su ristra de barrabasadas, marchó de un portazo, resuelto a formular un juramento de sangre… de sangre ajena, claro.
Esa noche se adentró en el barrio de Lavapiés