Libelo de sangre. Sandra Aza

Libelo de sangre - Sandra Aza


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bien, señor. Las últimas voluntades pueden modificarse cuantas veces se decida y ante quien se decida. Me encargaré de notificar la permuta a don Froilán. ¿Qué tipo de testamento otorgaréis? ¿Nuncupativo o in scriptis?

      —Disculpad mi rusticidad en la materia, pero ignoro la diferencia.

      —Presto os la aclaro —repuso Sebastián—. Hay tres tipos de testamento: escrito, oral y ológrafo. El escrito, la variedad más habitual, se subdivide en nuncupativo o in scriptis. En castellano, abierto o cerrado.

      —¿Cuántos testigos demanda cada uno?

      —El nuncupativo demanda tres si lo diligencia un escribano; de lo contrario, demanda cinco. El in scriptis exige siete porque el escribano se limita a recoger el documento del testador, doblarlo, indicar que contiene su última voluntad, firmar dicha reseña e invitar a los testigos a imitarle.

      —¿Y los restantes? ¿Oral y ológrafo?

      —El ológrafo se redacta sin intervención de testigos ni escribano, opción arriesgada si afecta a patrimonios abultados. Al oral se recurre en caso de muerte inminente.

      —Otorgaré testamento nuncupativo. El de los tres testigos.

      —¿Los tenéis?

      —Tengo dos. Mi ayuda de cámara y mi jefe de caballerizas. Albergo la esperanza de que vuestro oficial acceda a completar el trío.

      Sorprendido, Lorenzo levantó la vista del pergamino en el que trabajaba.

      —Extravagante petitoria se me antoja —juzgó Sebastián—. Los testadores suelen disponer de sus propios testigos.

      —La categórica discreción que necesito me compele a rogaros la merced. Solo un par de criados meritan mi absoluta confianza. Deplorable bagaje de vida, lo sé, pero es lo que hay. Aunque me consta la honorabilidad de dos aristócratas, otrora compañeros de guerra y ahora buenos amigos, me incomoda involucrarlos en mis cuitas. Me avergüenzo demasiado de ellas.

      —Si mi oficial consiente, yo no he de vetarlo —apuntó Sebastián, dirigiéndose al aludido—. ¿Lorenzo?

      —Consiento, patrón. Contad con mi rúbrica y mi discreción, don Pelayo.

      —De corazón os lo agradezco.

      —Procedamos, entonces —exhortó Sebastián—. Os escucho.

      —Encabezo el mayorazgo de la casa Valcárcel de Lozoya y Torrejón —comenzó don Pelayo—. Desposé a Francisca Cabrera de Montilla, dueña de una colosal fortuna, y engendramos a Enrique Valcárcel, hijo legítimo que pronto cumplirá dieciocho abriles.

      —¿Hijo legítimo? —repitió Sebastián, frunciendo el ceño—. ¿Acaso existe descendencia ilegítima? Excusad la pregunta, pero, a efectos sucesorios, lo estimo importante.

      —No erráis al estimarlo importante. De hecho, he ahí el motivo de la mudanza testamentaria.

      —¿A qué os referís?

      —Me refiero a Miguel, un muchacho que vive con nosotros. Lo traje de Valencia recién nacido cuando su madre falleció en el parto y quedó desamparado. Aunque lo presenté como mi sobrino, hijo de mi hermana, él no… bueno… él no es…

      —Él no es vuestro sobrino.

      —No, no lo es —admitió don Pelayo, ruborizado—. Hace trece años, pasé una temporada en Valencia donde ciertamente residía mi hermana y su familia. Estalló entonces una terrible epidemia de peste que nos atacó a todos y solo yo vencí el mal. Las atenciones de una enfermera me salvaron. Cuidó mi cuerpo infestado de bubas y también cuidó mi alma, rota tras el óbito de mis parientes.

      —Lo lamento —musitó Sebastián, rememorando su propia tragedia en Tendilla—. No imagino peor infierno que perder tantos allegados de una vez.

      —De seguro no lo hay, maese. La pena no aplaca.

      —¿Qué ocurrió después?

      —Ocurrió lo inevitable. Me enamoré de mi enfermera, mi enfermera se enamoró de mí y, cuando sané, nos entregamos a una pasión que… fructificó.

      —Fructificó en Miguel.

      —Exacto. Quién sabe qué habría acaecido en mi matrimonio si ella hubiera resistido el alumbramiento. Pero no lo resistió y me dejó. Entonces yo, hundido en la miseria, tomé al rorro y regresé a Madrid.

      —Una historia triste.

      —Muy triste, bachiller. Encima, mi familia no tolera a Miguel. Mi esposa intuye los auténticos lazos que nos unen y le tiene una inquina feroz. Enrique también lo detesta; no porque intuya lazos distintos al de tío y sobrino, pues nada de eso intuye, sino porque siente celos del afecto que profeso hacia el chico. A su entender, le quiero más que a él.

      —Ese tipo de declaraciones encierran enormidades típicas de mocedad que no meritan vuestra congoja. Los adolescentes desdeñan el equilibrio, don Pelayo. El mundo les resulta maravilloso o dramático. No hay término medio. Afortunadamente, la madurez se encarga de limar los siempre puntiagudos extremos de la juventud y tal le sucederá a Enrique. En cuanto la edad le curta las inseguridades, aparcará esas rabietas pueriles y hasta puede que se ría de ellas.

      —Dudo que lo haga porque, en realidad, sus celos no carecen de fundamento. Si bien adoro a Enrique, reconozco que prefiero a Miguel. Enrique es desabrido, holgazán e irresponsable. En cambio, Miguel derrocha miel, y ello pese al sufrimiento que arrastra. De pituso le recuerdo risueño y parlanchín, pero las hostilidades de mi esposa e hijo devastaron su innata jovialidad y lo sumieron en un silencio pertinaz.

      »Ahora apenas habla, casi nunca abandona sus aposentos y rehúsa alternar, todo a causa del pavor que Francisca y Enrique le inspiran. Y encima estos, en lugar de apiadarse, no desaprovechan la ocasión de atormentarlo, tormento que, si yo falleciera, de seguro intensificarían desasistiéndolo o incluso negándole el techo. Esa certeza es la que me conmina a modificar el testamento y a proporcionarle el mañana que, por derecho de sangre, le pertenece.

      —Supongo que en el anterior documento nombráis heredero a Enrique. ¿He de entender que pretendéis despojarle de tal condición y conferírsela a Miguel?

      —Aunque lo pretendiera, mi convenio de esponsales me lo impide. Su clausulado instituye heredero al primogénito varón concebido en el sacramento y el primogénito varón concebido en el sacramento es Enrique.

      —Nada insólito. Todos los casorios de abolengo establecen ese compromiso en el acuerdo nupcial, un compromiso diamantino, por cierto, pues ningún resquicio jurídico permite quebrarlo.

      —No persigo quebrarlo, bachiller. Acataré lo previsto en el acuerdo e instituiré heredero a Enrique, pero también acomodaré a Miguel; y le acomodaré pese a ignorar qué futuro anhela. Su encierro en sí mismo traba cualquier aproximación a sus intereses o aficiones y no sé si sueña con la universidad, con la milicia, con la religión… Mas no importa. Tenga los sueños que tenga, me ocuparé de que los cumpla y, si Dios no me concede la oportunidad de hacerlo en vida, lo haré tras mi muerte.

      —¿Cómo planeáis acomodarle? ¿Beneficiándole en calidad de sobrino o reconociendo la paternidad?

      —Planeaba beneficiarle en calidad de sobrino.

      —Dada la animadversión de doña Francisca y Enrique hacia Miguel, no os lo recomiendo. Si le beneficiáis en calidad de sobrino, Enrique podría impugnar el testamento argumentando perjuicio en la legítima y resucitar el testamento primitivo. De contrario, el reconocimiento de paternidad dispensaría a Miguel idéntico derecho de legítima y le protegería de malicias forenses.

      —El reconocimiento de paternidad no le protegería, bachiller. Le convertiría en un bastardo.

      —Y también en un heredero forzoso con la potestad de exigir hasta la quinta parte de vuestras riquezas, potestad vedada a un sobrino. Si le asignáis un montante inferior a esa


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