Libelo de sangre. Sandra Aza
en el cartel de la pared valiéndose de un puntero, Alonso se dirigió a la mesa del fondo.
Allí se encontraban los zagales que ya leían de corrido… y Juan, que, aunque no distinguía la a de la o, se negaba a soportar la humillación de sentarse junto a los de su nivel: los pequeños. A regañadientes, don Martín transigía. No le gustaba la idea, pero, en tanto no se le ocurriera un modo de arreglar el asunto, prefería tenerle en el rincón del orgullo herido que estropeando la lección.
—¿Qué demonios queréis ahora? —masculló cuando Alonso le rozó el brazo—. Volved a llamarme burro y os signo la cara.
—Quiero excusarme. No debí mofarme de vuestra desdicha. Me he conducido como un miserable y lo siento.
—¿Qué sabréis vos de desdichas si parece que moráis en un verano eterno? —espetó Juan, rezumando amargura.
—No hay altar sin cruz. Todos arrastramos una.
—¿Qué cruz arrastráis vos?
—Admito que la mía no pesa demasiado.
—Si no sentís pesada vuestra cruz, entonces no tenéis ninguna. Y existe un dicho infalible: a quien no tiene cruz se la están construyendo. Aceptad, pues, un consejo de este burro que quizá no maneja el latín, pero sabe un rato de la vida y del dolor. Exprimid al máximo el verano de hoy porque acaso mañana os visite el invierno. Y ahora largaos a vuestros ilustres ministerios y dejadme en paz. No me caéis bien.
—En cambio, vos sí me caéis bien a mí —declaró Alonso—. De necesitar alguna vez un amigo, contad conmigo. Buen día.
Se giró y fue a instalarse al extremo opuesto de la mesa.
Juan le miró de soslayo y harto frustrado porque, aunque se esforzaba en detestarle, no lo conseguía. Muy al contrario, Alonso le agradaba mucho y le costaba rechazar su oferta de amistad.
Sin embargo, las circunstancias lo imponían. Los hueleboñigas como él no se relacionaban con hueleflores como Alonso y esa diferencia social trababa cualquier posibilidad de compadrear.
CAPÍTULO 9
El testamento
Sebastián llegó a la escribanía cuando el reloj de San Salvador marcaba las nueve, información que, como el resto de los madrileños, desdeñó porque ni ese reloj ni el de la iglesia del Buen Suceso, ambos los primeros que hubo en la Villa, solían mostrar la hora correcta. Muy a menudo, uno marcaba las diez y el otro, las once, y no eran ni las diez ni las once, sino el mediodía. Encima, la solitaria aguja que señalaba las horas pero obviaba los cincuenta y nueve minutos intermedios tampoco facilitaba la precisión y así, con la hora equivocada y los minutos ausentes, la confusión estaba garantizada.
Aunque al principio los madrileños aplaudieron tan novedosos artefactos y dejaron de mirar la posición del astro rey para mirar la posición de la aguja, en cuanto comprobaron que esta andaba más perdida que piojo en peluca, los aplausos amainaron y las miradas regresaron al cielo. El infalible astro rey recobró su protagonismo y los relojes pasaron a un segundo plano. Y también pasaron al refranero popular, pues, si alguien recelaba de un chisme, soltaba un «tiene menos olor esa flor que verdad el reloj de San Salvador» o «antes de tragarme ese hueso, creo al reloj del Buen Suceso».19
Cuando los vilipendiados relojes anunciaban el alba, Lorenzo Santiesteban, el oficial de Sebastián, comenzaba la faena.
Su existencia se apoyaba en dos pilares: un matrimonio dichoso y la escribanía de San Salvador. Años atrás, la viruela le arrebató el primero y, desde entonces, cojo de amor, sin descendencia e incapaz de buscar consuelo en otra mujer, vivía cual ermitaño refugiado en los recuerdos y en el trabajo.
Al fallecer el anterior patrón y enterarse de que los herederos pretendían traspasar el negocio, temió que el nuevo dueño lo despidiera y le despojase de su segundo pilar. Sin embargo, sus temores resultaron infundados, pues, en cuanto Sebastián lo conoció, vio en él a un colaborador responsable y le mantuvo el empleo. De corazón agradecido, Lorenzo le correspondió brindándole una inquebrantable lealtad que pronto mudó a entrañable amistad.
Todas las mañanas, cuando llegaba a la escribanía, ejecutaba el mismo ritual.
Empezaba prendiendo las diez torcidas del velón de bronce que iluminaba la estancia. El velón consistía en una lámpara dispuesta sobre una columna que tenía diez o doce picos, en cada uno de los cuales había una mecha o torcida que ardía con aceite. Los velones más fastuosos eran de plata, utilizaban aceite de calidad para evitar humo e incluían una lámina metálica tras los picos cuyo reflejo intensificaba la claridad. Aunque el velón de la escribanía ni era de plata ni tenía láminas metálicas tras los picos, Lorenzo sí utilizaba un buen aceite, precaución que ahorraba al lugar incómodas humaredas.
Luego de aviar el velón, surtía de agua la escribanía, para lo cual se apostaba en la entrada y esperaba a un par de azacanes tempraneros que recogían el género en la fuente de Diana, la favorita de Sebastián.
Unas veces aparecía el azacán de cántaro; otras, el de burro.
El primero estibaba un cántaro al hombro y despachaba su mercancía a los viandantes escanciándola en un vaso que portaba en la mano; el segundo instalaba unas angarillas de madera en el lomo del burro, donde, si bien solo cabían cuatro cántaros, de alguna sorprendente manera lograba acoplar seis y hasta ocho. Pagaba caro el exceso, sin embargo, porque el burro se desquitaba transitando a paso cochinero y vetándole así las carreras con que los del gremio gustaban de recorrer Madrid.
Lorenzo interceptaba al más madrugador y llenaba dos búcaros, recipientes de barro rojo que mantenían fresco el contenido.
Después obtenía agua aromatizada, pero este refrigerio prefería comprárselo a una tercera clase de azacanes: los de carrillo o batea.
Las bateas eran carros provistos de una rueda delantera, patas traseras que los equilibraban al detenerse y tres baldas. La balda inferior llevaba varios cántaros rebosantes de agua regular y aromatizada; la intermedia, jarrillos y un cubo para enjuagarlos, y la superior, un bosque de albahaca que protegía el vehículo de mosquitos. En invierno el problema menguaba, pues los bichos huían de los gélidos vientos madrileños y emigraban a tierras cálidas; sin embargo, en verano regresaban y entonces las propiedades antimosquitos de la albahaca devenían esenciales.
La escribanía tenía dos alcarrazas y Lorenzo ocupaba una con agua anisada. En la otra guardaba la nieve que adquiría a diario en el puesto de la plaza de San Salvador, puesto al que siempre intentaba llegar el primero para eludir la larga fila de lugareños que sistemáticamente se formaba mucho antes de su apertura.
Y es que, aunque el frío de Madrid congelaría el infierno, sus habitantes adoraban ingerir viandas heladas.
Desde tiempos antiguos, la ciudad utilizaba la nieve a modo de refrigerante alimenticio, pero la dificultad de recolectarla en las cumbres serranas y de conservarla, sobre todo en la época estival, la encarecía demasiado.
El inconveniente terminó gracias a Pablo Xarquíes, un empresario catalán a quien se le ocurrió aprovisionar la nieve en unas fosas subterráneas capaces de prolongar el período de conservación. El producto resultaría así más accesible y, por tanto, más barato.
En 1607 presentó una propuesta al Tercer Felipe, propuesta que este cursó entusiasmado fundando la Casa Arbitrio de la Nieve y Hielos del Reino y de Madrid y concediendo a Xarquíes siete años de venta exclusiva.
Xarquíes buscó el emplazamiento idóneo de los llamados Pozos de Nieve y lo halló al final del camino de Fuencarral, en una remota llanura sumida en un perpetuo e intenso relente que garantizaba la preservación de la nieve.20
La iniciativa originó un súbito descenso del precio y, a la postre, la popularización de un hasta entonces artículo de lujo.
Nadie se resistía a comer o beber helado y la obsesión