Libelo de sangre. Sandra Aza
de las asignaturas contratadas, pues se podía aprender solo lectura, lectura y escritura o lectura, escritura y aritmética, la educación de un niño costaba entre dos y seis reales al mes durante los once de curso y, siendo el mínimo familiar de dos hijos, constituía un desembolso imposible de encajar en la soldada de un pechero, ascendente a unos cuarenta reales mensuales.
En un pío afán de luchar contra el analfabetismo, don Martín cobraba en proporción a los haberes de cada casa y llegaba al extremo de no reclamar nada a quienes nada tenían.
A resultas de semejante altruismo, pese a instruir a cerca de setenta criaturas, los activos no cubrían los pasivos, apreturas que le obligaban a buscar labor complementaria. A menudo se la brindaba Sebastián Castro, quien le encomendaba elaborar duplicados de documentos y, después de abonarle una justa retribución, añadía una prima que, casualmente, siempre equivalía a la cantidad que necesitaba en ese preciso momento para sortear el brete.
Aparte de esas esporádicas caridades, Sebastián le había apoyado en muchos más lances, algunos cruciales y muy delicados.
Como le sucedía a él, don Martín también arrastraba un origen converso, circunstancia que le impedía acreditar la limpieza de sangre exigida a los maestros de Madrid.
Arriesgándose a enfrentar un apuro serio, Sebastián movió influencias, amañó el procedimiento y le consiguió el ansiado certificado de limpieza de sangre; luego le fio el capital que le permitió abrir la escuela, y después proclamó a los cuatro vientos su excelente magisterio, publicidad que le ayudó a arrancar. Si, junto a semejantes mercedes, ahora le aliviaba los apremios financieros, no era de extrañar que el maestro besara el suelo que pisaba.
Don Martín también sentía un hondo afecto por Alonso, a quien enseñaba desde los seis años. Aún continuaba haciéndolo, y ello pese a que, cumplidos los trece, el joven debería haber iniciado el segundo ciclo en la escuela de gramática, academias que preparaban el acceso a la universidad adiestrando en el latín y en otras materias requeridas.
Sin embargo, el asunto se complicó.
Sebastián planeaba matricularle en el Estudio de la Villa, pretensión que don Martín aplaudió entusiasmado porque él se formó allí bajo el rectorado del eminente Juan López de Hoyos.
Desgraciadamente, la inauguración del Colegio Imperial de los jesuitas trocó las aulas del Estudio de la Villa en un árido desierto y, aunque la histórica institución intentó resistir la competencia, terminó precintando sus puertas en 1619, justo cuando Alonso se aprestaba a ingresar.
—¡Qué tragedia, Sebastián! —se lamentó don Martín—. Gracias a Dios, López de Hoyos ya falleció y se ahorrará la aflicción de digerir tan aciaga noticia.
—El progreso, amigo —suspiró Sebastián—. Los tiempos evolucionan.
—¿Llamáis progreso y evolución al exterminio de un lugar célebre? El Estudio de la Villa tenía casi tres siglos de antigüedad y el apoyo incondicional de la Corona. Además, forjó grandes genios de la pluma, Cervantes incluido. Este cerrojazo supone el ocaso del libre pensamiento. A partir de ahora, Madrid queda huérfana de cultura.
—No pongáis la venda antes de la herida, Martín. El rigor educativo de los jesuitas goza de un enorme prestigio.
—¡Y un cuerno, rigor educativo! ¡Rigor sectario! Esos radicales moldean a los zagales a su antojo ofreciéndoles una enseñanza sesgada que les impide construir un criterio propio. Solo les transmiten dogmas afines a los suyos y omiten las creencias disidentes. Así captan adeptos a los que encima cobran. ¡Vaya si les cobran! El Concejo cometió un craso error permitiéndoles afincarse en Madrid.
—Se trata de un colegio imperial, compadre. Aquí el Concejo no tiene ni voz ni voto.
—¡Qué imperial ni qué imperial! Lo de imperial se lo han autoendilgado ellos escudándose en el favor de la emperatriz María de Austria. Me plantaré en el Alcázar, suplicaré una caridad, la invertiré en una estantería y listo. Como Su Majestad me habrá pagado el mobiliario, enjaretaré a mi escuela la apostilla de real.
—La fortuna que los jesuitas heredaron de doña María les posibilitó algo más que una estantería —rio Sebastián—. Erigieron el colosal edificio que habitan.
—¡Y tan colosal! Ahí dentro cabe una ciudad, ¡mal rayo los parta! Lógico que los humildes predios del Estudio hayan sucumbido. Y ahora ¿dónde se formará mi Alonsillo? ¡No iréis a inscribirle en esa caverna de raposas anulaseseras!
—Admito que me encantaría. Opinéis lo que opinéis, de allí salen los mejores.
—Los que mejor recitan el pater noster, querréis decir —graznó don Martín.
—Quiero decir los mejores de los mejores, amigo. Sin embargo, y aunque considero extraordinario el claustro del Imperial, me inquieta situar a Alonso cerca de la curia. Es cristiano igual que yo, pero las raíces judías de los Castro podrían salpicarle.
—Nadie, excepto Margarita, Alonso y un servidor, conoce las raíces judías de los Castro y, como ninguno abriremos la boca, no dejará de ser un secreto.
—Pese a que nadie lo sabe y a que poseo un certificado de limpieza de sangre, corren rumores; por eso prefiero mantener al muchacho lejos de sotanas.
—Hacéis bien en extremar las precauciones. Ciertamente corren rumores y Alonso no pasa desapercibido. Resulta demasiado avispado, demasiado gallardo, demasiado alto, demasiado… todo. Tanta brillantez suscita inquinas, huroneos y, a la larga, problemas.
—A vuestra vera estaba seguro, e igual de seguro habría permanecido de ingresar en el Estudio de la Villa, una institución laica y a la vez reputada. Tras su clausura, la Iglesia acapara el control de las escuelas de gramática municipales y no deseo para mi hijo la amenaza inquisitorial que peno yo. Debo buscar un preceptor privado, pero localizar uno honesto es más difícil que barrer nieve en el infierno. He visitado varios y su descaro clama al cielo. ¡Ni siquiera dominan la lectura! Al último le recriminé este aspecto y ¿sabéis qué me replicó el muy rostrorroca? «Si bien me confieso torpe en castellano, en latín le doy sopas con ondas a Cicerón». ¡Dios bendito! ¡Qué desvergüenza!
—Yo instruiré al zagal en las asignaturas que impartía el Estudio de la Villa —sugirió don Martín—. Aunque ni de lejos rozo el talento de sus egregios profesores, mi modesta ciencia junto a la despierta testa de Alonso tejerían un buen paño. ¿Qué os parece?
Como a Sebastián le pareció de guinda, Alonso continuó acudiendo a la escuela de don Martín, donde, desligado del resto de alumnos, se dedicaba a los clásicos.
De repente, un gélido viento arrancó al maestro de sus cavilaciones. La puerta se había abierto de tan virulenta guisa que la tablilla de horarios y tarifas claveteada en ella cayó al suelo.
Resignado, suspiró. No precisaba mirar para identificar al merluzo que asomaba con semejantes bríos.
Era Juan de la Calle, un mancebo de trece primaveras, huérfano de madre y víctima de un padre en exceso aficionado a la fusta, a quien don Martín había encontrado meses atrás agazapado en el cementerio de San Ginés, magullado, ensangrentado y huyendo de una de las frecuentes palizas.
El maestro lo acogió en su casa e intentó retenerlo ofreciéndole faena de criado, pero Juan declinó argumentando que la palabra faena le causaba escalofríos. En realidad, mentía; pese a los golpes, quería a su padre y se resistía a abandonarlo.
Don Martín le pidió que, al menos, asistiese a clase. Le tranquilizaría verlo a diario y, sobre todo, verlo vivo. Juan rehusó de nuevo, pues, según él, nada se le había perdido en una escuela. Sin embargo, el maestro insistió e insistió hasta que, aburrido de oírle y también conmovido, el joven cedió.
Aunque, lejos de aprovechar la oportunidad de aprender, alborotaba y jeringaba a los compañeros, don Martín se negaba a rendirse porque intuía nobleza bajo el talante pendenciero del mozo y no cejaría en el empeño de rescatarla.
—Buenos