Libelo de sangre. Sandra Aza
ningún madrileño se abstenía de consumir nieve… ninguno, excepto los que de veras sufrían el frío y no entendían aquella manía de pagar por él.
De manjar sibarita mudó a producto básico y de obligado suministro. De ahí que se despachara nieve durante todo el año. En verano funcionaban doce puestos instalados en puntos estratégicos de la ciudad y, de octubre a marzo, el número se reducía a cuatro ubicados en las zonas más concurridas: plaza de San Salvador, Santo Domingo, Puerta del Sol y Puerta Cerrada.
Aviadas las bebidas, Lorenzo se centraba en templar el entorno metiendo cisco en el brasero y prendiéndolo; luego añadía un puñado de huesos de aceituna para eliminar el hedor del carbón, y concluía encendiendo un pebetero que sahumaba almizcle a modo de ambientador.
Así, cuando Sebastián arribaba, siempre encontraba una estancia surtida, caldeada y perfumada.
De planta cuadrada, la entrada de la escribanía enfrentaba el lateral de la iglesia de San Salvador. Al lado de la entrada había una ventana enrejada cubierta por un cortinón de terciopelo que trababa el relente; debajo de la ventana se alzaba una mesa cantarera de pino cuyos huecos acogían el juego de búcaros y alcarrazas que Lorenzo rellenaba cada mañana, y en una esquina de la mesa se apilaban tazones de loza y varias copas de vidrio.
Las paredes de adobe exhibían lienzos del Buen Samaritano y de Nuestra Señora de la Concepción y, apoyadas en una de ellas, había tres jamugas de cordobán que solían ofrecerse a los clientes.
Colocado en el muro opuesto a la puerta de entrada, un mueble de roble con puertas en celosía albergaba el archivo notarial y bastantes manuales jurídicos. Destacaban valiosos ejemplares del Fuero Juzgo, el Fuero Real, la Nova Recopilación, los comentarios de Alfonso de Acevedo a la misma, los de Gregorio López a las Partidas, los de Burgos de Paz y Tello Fernández a las Leyes de Toro, las Escrituras y Orden de Partición y Cuentas, de Diego de Ribera y la Práctica Civil y Criminal e Instrucción de Escribanos, de Gabriel de Monterroso. La joya de la colección era obsequio de don Severo: cinco volúmenes de una antiquísima edición del Espéculo, encuadernados en piel de cabra, letras de oro y papel vitela ornamentado.
Ante la librería se extendía el espacio de Sebastián. Consistía en un frailero tapizado en cuero e incrustaciones de bronce y un bufete de nogal con patas en forma de garra aferrada a una bola. Encima se alineaban los enseres propios del oficio: un recipiente de estaño lleno de tinta ferrogálica, una salvadera y el lacre. Había además un tintero octogonal de porcelana talaverana azul cuyos vanos hospedaban varias plumas de ganso y de gallina. En una arqueta Sebastián guardaba una pluma de cisne; era la mejor del mercado y tan costosa que únicamente la empleaba en el rubricado de documentos.
El bufete de Lorenzo se situaba en un rincón. Al lado, sobre un soporte de pie de puente castellano, se erigía un bello contador italiano de ébano y carey. Su esposa se lo regaló y, como no gustaba de pasar tiempo en un hogar ahora yermo de ella, lo acuarteló en la escribanía para así poderlo disfrutar lejos de nostalgias y, al decir del hombre, «sentir que mi amada sigue a mi vera».
En mitad de la habitación se alzaba el brasero. De considerables dimensiones y fabricado en cobre, se insertaba en una caja rectangular de haya taraceada con ocho pies de cebolla y cuatro asas labradas.
Utilizando una badila de mango torneado y paleta en forma de concha, Lorenzo estaba distraído removiendo las ascuas cuando Sebastián entró y cerró de un sonoro portazo.
—¡Demontres, patrón! —exclamó, dando un respingo—. ¡Casi me chamusco la mano del susto! ¿Qué os amuela que asomáis de tan encorajinada guisa?
—Excusadme, Lorenzo. Margarita me ha agriado la mañana soltándome una catilinaria que prefiero omitir. Contadme: ¿ha habido novedades en mi ausencia?
—Ha venido don Juan Torres, el alguacil mayor de la Sala de Alcaldes. Deseaba hablaros de un asunto, pero ignoro cuál porque ha rehusado detallarme nada.
—No necesito detalles. Ya me figuro de qué se trata. Anoche acompañé a la ronda y tuvimos que intervenir en una bronca que su hijo organizó en la taberna del Orejapincho, la de la calle Toledo, esquina San Lorenzo.
—Presumo, pues, que pretende sobornaros para que certifiquéis unos hechos favorables al hijo.
—Tal es mi barrunto. ¡Mala ventura la mía tener de vecina una escribanía del crimen! Si el titular cumpliese su obligación de ronda, los alcaldes no me pedirían de sustituto y esquivaría estos embrollos que ni me interesan ni me atañen.
—Deberíais recordarles que las rondas competen a los escribanos del crimen, no a los del número. Los alcaldes vulneran la normativa requiriéndoos en esa labor y, aceptando el requerimiento, también la vulneráis vos.
—¿Y qué queréis que haga? La ronda no puede salir sin un escribano y, de negarme a complacerlos, me pondrían la cruz. Mejor ruego de amigo que hierro de enemigo, Lorenzo. De los últimos ando sobrado entre mis colegas.
En Madrid, gobernaban de manera conjunta la Sala de Alcaldes de Casa y Corte, en nombre del Rey y merced a la capitalidad de la Villa, y el Concejo, en nombre del pueblo y a nivel consistorial. Este gobierno bicéfalo no transcurría precisamente por senderos pacíficos, pues, lejos de honrar eso de que provechosa utilidad do hay dos cuerpos y una voluntad, ambos organismos personificaban de muy fiel suerte un segundo dicho bastante menos optimista: barco con doble timón, mucho pleito y poca unión. Así, en lugar de congeniar y colaborar en favor del bien común, Concejo y Sala de Alcaldes se pasaban el día a la gresca disputándose la jurisdicción, censurando la negligencia del otro y ensalzando la diligencia propia.
En concreto, las rondas nocturnas concernían a la Sala y sus miembros se encargaban de patrullar la ciudad, arrestar a los agitadores e imponer multas. Compuestas de un alcalde, varios alguaciles y un escribano, era este último un individuo de suma trascendencia para los implicados en algún desaguisado, pues, dependiendo de lo que certificase, la jarana terminaba en anécdota o en presidio. De ahí que acostumbrasen a agasajarle a cambio de que ratificase su versión, agasajo que casi ningún escribano declinaba, excepto unos cuantos decentes como Sebastián, quien abominaba de esas corruptelas y había rechazado auténticas fortunas por no traicionar el oficio.
—El problema radica en que el hijo de don Ramón Cortés también se vio involucrado —apuntó Sebastián.
—¿Don Ramón Cortés? ¿Os referís al regidor?
—Al mismo. Tengo al alguacil mayor de la Sala de Alcaldes enfrentado a un regidor del Concejo. ¡Lo que nos faltaba! Los órganos administrativos de la Villa en eterna pugna y la prole de sus representantes alimentándola.
—A nadie escapa la relación que os une a don Ramón desde vuestros tiempos en Tendilla. Si beneficiáis al hijo, parecerá que honráis su amistad.
—No honro su amistad, Lorenzo. Honro la verdad, beneficie a quien beneficie. Además, en el altercado murió un hombre. Se me antoja complicado enmascarar lo que de veras aconteció mediando un suceso de semejante envergadura.
—¿Un muerto? ¡Caracoles! ¿Qué ocurrió?
—El de Torres y otros tres buscarruidos zahirieron a un caballero y, cuando desenvainaron, Torres le asestó tal mandoble que le partió el corazón.
—¿Y en qué afecta el incidente al hijo del regidor?
—Se hallaba allí echándose un morapio al coleto y, queriendo auxiliar al agredido, intervino en la lid. Pero, como realmente no intervino, sino que se limitó a intentar separar a los contendientes, saldrá indemne. Al de Torres, sin embargo, lo acusarán de asesinato.
—He ahí el plan del alguacil mayor. Si rubricáis que el finado y el hijo del regidor empezaron la agarrada, su hijo alegaría defensa propia y, como máximo, le culparían de alterar el orden público con desenlace fatal.
—Avalando tamaño embuste, culparían de lo mismo al hijo del regidor y el mozo no se lo merece. Lejos de alterar el orden público, trató de restaurarlo.
—La alteración