Libelo de sangre. Sandra Aza
En la calle de San Salvador, actual calle de los Señores de Luzón, se alzaba la parroquia de San Salvador, templo de gran relevancia en la historia de Madrid porque en su pórtico se celebraron las primeras asambleas consistoriales. Se demolió a mitad del siglo XIX para ensanchar la calle Mayor. La plaza de San Salvador es hoy la Plaza de la Villa.
10 Hoy la calle del Espejo nace en la de Santiago y finaliza en la de Amnistía. En el siglo xvii era más larga y formaba una media circunferencia que empezaba en la actual calle Requena, cruzaba Lepanto, Vergara, Santa Clara, Unión, Independencia y luego discurría paralela a la de Escalinata, entonces llamada de los Tintoreros.
CAPÍTULO 6
Retorno al presente
—¡Esposo! —llamó Margarita—. ¿Qué hacéis ahí parado, hombre de Dios?
—Dispensadme, querida —se excusó Sebastián, abandonando la ensoñación—. Me distraje evocando el ayer.
—Pues regresad presto de ese ayer porque el hoy apremia. Alonso se empeña en jeringar a Teodora y cada mañana le organiza un zafarrancho. Recién le monta uno y los lamentos de la pobre mujer se escuchaban desde aquí. Acompañadle a la cocina y vigilad que, antes de marchar a la escuela, le presenta disculpas.
—Me declaro inocente, padre —se defendió Alonso—. No monto zafarranchos a Teodora. Me los monta ella a mí enredándome en sus monsergas gallegas.
—¿Os dais cuenta, esposo? A todo replica el muy descarado.
Al ver el tablero de ajedrez en el regazo de Alonso, Sebastián recordó la nueva estrategia que planeaba enseñarle e, ilusionado, sonrió.
—¿De qué diantres os reís ahora? —inquirió Margarita, desconcertada—. ¿Os parecen graciosas las santurdes bravateras del niño?
Tras seguir la mirada de Sebastián y reparar en que estaba absorto en el ajedrez, comprendió el motivo de la sonrisa.
—¡En menudo bosque pretendo buscar leña! Yo intentando meter en cintura al zagal y vos pensando en atontarle las mientes con la majadería del ajedrez.
—¿Acaso no os enorgullece la pericia de nuestro hijo en tan noble arte? —objetó Sebastián, guiñándole un ojo cómplice a Alonso.
—Lejos de enorgullecerme, la aborrezco. Ese juego estúpido os tiene aborricados a los dos. Y aparcad los guiños de púber chirimbaina, os lo ruego. Hablo en serio, Sebastián. Mudad el paso porque así solo conseguiréis que este tunante porfíe en sus calaveradas y después, en lugar de llover, tronará.
—De acuerdo, querida. Me encargaré de que el muchacho presente disculpas a Teodora. ¿Satisfecha?
—En absoluto, pero, de momento, me conformo. No obstante, aligerad la diligencia o Alonso llegará tarde a la escuela.
En prudente silencio, padre e hijo salieron de la alcoba y bajaron a la cocina.
Era una estancia amplia con artesonado en el techo y piedras de canto rodado en el suelo.
Un arco abría el muro izquierdo a un pequeño tinelo, pieza independiente que la servidumbre utilizaba para almorzar. De austera decoración, tenía un velón de doce mechas, una alacena, dos bancos corridos de nogal y una mesa a juego que nunca se retiraba.
Los señores acostumbraban a comer en los salones principales de la casa, pero, como en estos salones no había mesas de condumio permanentemente instaladas porque ocupaban espacio y saturaban el ambiente de manera innecesaria, en las horas de pitanza los criados llevaban un tablero al gabinete elegido, lo apoyaban en dos caballetes y lo engalanaban con manteles. Cuando los amos terminaban de comer, desarmaban el tablero y lo quitaban. A veces, sobre todo en la cena, ni siquiera se ponía la mesa, pues los señores recibían las viandas en sus aposentos y las degustaban valiéndose de un bufetillo.11
Allende el tinelo, se extendía la cocina.
La mitad superior de las paredes lucía pintura de almagre; la inferior, un arrimadero de azulejería talaverana blanquiazul.
Frente a la puerta de entrada había otra puerta y una ventana. Ambas daban a un patio trasero que estaba separado de la calle por una tapia de piedra bastante deteriorada. Algunas losetas incluso se habían desprendido de un extremo creando una oquedad que, aunque Teodora camuflaba rellenándola de hojarasca, precisaba un sellado, pues su holgura permitía intrusiones de ladrones y se arriesgaban a sufrir un robo o un susto peor.
La ventana albergaba una fresquera. La rejilla metálica que cubría la parte exterior mantenía los alimentos fríos y protegidos de bichos, y los postigos de pino del interior se cerraban, trabando así el relente.
A los pies de la fresquera se alzaba un jarrero con tres búcaros, una lechera y una tinaja de aceite.
En la pared derecha había una chimenea cuyo vasar acogía cinco tazones de porcelana, una talla de la Virgen de los Ojos Grandes, patrona del Lugo natal de Teodora, un candil y un reloj de arena.
De los laterales de la chimenea emergía una pareja de poyetes alicatados con la misma azulejería blanquiazul del arrimadero; apenas se veían, sin embargo, enterrados como estaban bajo alcuzas, damajuanas, calderos, sartenes de cobre, lebrillos de barro, chocolateras, bacías de cerámica, pailas y un sinfín de bártulos culinarios. De dos espeteras ubicadas sobre los poyetes colgaban ristras de ajos, pimientos choriceros y más cacharros.
Junto a la entrada había una hornacina adoquinada que contenía la vajilla de loza y una caja de haya. Dentro de la caja se acumulaban cucharas de madera, navajas, cuchillejos y una solitaria varilla terminada en dos púas que, al decir de Sebastián, los ilustres europeos utilizaban para pinchar las viandas. A Margarita le disgustaba desde que la Iglesia la tildó de símbolo satánico porque parecía la testa astada de Belcebú y Teodora ni siquiera se planteaba usarla alegando que «comida de cristianos, con cuchara y con las manos; y, en cuestiones de saja, la navaja».12
En el centro de la sala se erigía una mesa de medianas dimensiones que en ese momento exhibía una humeante fuente de torreznos, una frasca de aguardiente y un cuenco lleno de letuario, confitura elaborada a base de cáscaras de naranja amarga sumergidas en miel.
Los madrileños solían desayunar letuario y aguardiente, pues, al parecer, aquella combinación ayudaba a desinfectar la bilis hepática.
De hinojos frente al hogar, Teodora tarareaba melodías gallegas mientras removía otra remesa de torreznos que chisporroteaban en una sartén colocada en la lumbre sobre una trébede.
El lugar, caldeado por el fuego y colmado de un delicioso olor a tocino frito, resultaba francamente acogedor.
Bieito, el marido de Teodora, entró cargando un haz de leña y, aprovechando que la mujer estaba de espaldas, afanó un torrezno de la fuente.
—¡Os he visto, Evaristo! —acusó Teodora, girándose a insólita velocidad y blandiendo un cucharón.
—¿Evaristo? O meu nome é Bieito.
—Bieito non rima; Evaristo sí. E non cambiéis de tema, ¡raspiñeiro! Devolved ese torresmo a balavento.
—¿Qué importa, muller? Sobrará media fonte. La dona non come porco e o patrón é de parca trincadura. Mellor en la miña tripa que en la tripa de los perros.
—Acercad de novo esos dedos bandoleiros na fonte e os los cortaré, los freiré e os obrigaré a tragarlos.
—Non rosméis tanto, miña ruliña —rio Bieito, rodeándole la cintura—. Eu adoro as vosas ambrosías. Son enxebre e grazas a elas non sento morriña da nosa terra. ¡Si es que miña Teodoriña vale o seu peso en ouro!
—Templad ás gavanzas, lisonxeiro, que teño moito traballo —exigió Teodora, zafándose del achuchón—. ¿Ónde porta Fernando? Marchó de amanecida a comprar