Antes de que hable el volcán. Oscar Melhado
en un misionero que había sido condenado a la cárcel en uno de los países del Medio Oriente, y después, expulsado del país por proselitismo en contra del islam.
Chisdavindro, regresó con sus diplomas y sus ideas de crear cultura y enseñar el amor a la música. Sus primeras presentaciones en el país fueron como instrumentalista de oboe. Sus audiencias en los centros culturales no pasaban de treinta personas. Trabajaba y vivía con la profunda convicción de que crearía una sinfonía que lo haría pasar a la historia. Inspirado en compositores modernos como Arnold Schönberg, estaba convencido de que con la utilización de series matemáticas e inspiración criolla podría producir una obra de arte que le ayudaría a alcanzar su objetivo.
En sus andares de músico, conoció al guitarrista Garnacha y pudieron establecer una alianza que después de las cuerdas y los vientos se sintonizaba en las cervezas. Garnacha seguía la tradición del guitarrista paraguayo Mangoré, quien, por motivos inciertos, había pasado los últimos años de su vida en este país tropical. No sin antes haber dejado un legado de composiciones, de las cuales Garnacha se sentía el heredero y se proyectaba como el máximo conocedor de Mangoré. Bajo esa tradición estaba también el doctor Peyote, quien también se hizo amigo de Chisdavindro en la farándula. El doctor Peyote, ya más allá del mediodía de su vida, cuando se dio cuenta de que no podría producir obras como Mozart o como Verdi o estremecer la guitarra como Narciso Yépez, le decía con mucha melancolía a Chisdavindro:
—¡Chisdavindrocito, Chisdavindrocito, qué triste es darse cuenta de que uno no es el mesías. ¿Chisdavindrocito, qué nos queda entonces?
Con Garnacha, hicieron algunas presentaciones. El dueto guitarra oboe tenía momentos de elevaciones y lucideces, pero para el reducido público de Sivarnia con un mínimo de conocedores y abundancia de pretendidos sabios en la cultura, todo parecía excelente y aplaudían sostenidamente al final de cada composición y al término de la presentación se ponían de pie y gritaban: ¡Bravo, bravo, bravísimo! A pesar de que no entendieran o verdaderamente les gustara lo que escuchaban.
Después de las presentaciones, el lugar de celebración tradicional era la taberna con venta de platos y bebidas típicas del primer violín de la sinfónica. En una ocasión, después de una presentación con todo el rigor de la tradición, pasaron por la mencionada taberna con Garnacha. En una de las mesas del interior se encontraba un anciano, frustrado guitarrista, de la escuela del guitarrista Mangoré que nunca tuvo reconocimiento en este ingrato país con los artistas, el doctor Matraca.
Chisdavindro, con un tono de camaradería, pero al mismo tiempo de respeto, se dirigió a él y le dijo:
—Saludos, Gran Matraca
Garnacha, nublado por el recelo al considerarse tener el conocimiento absoluto de a quién de los guitarristas del país se le podría atribuir el epíteto de grande, y como concha negra que reacciona al contacto del limón, intempestivamente, se dirigió al anciano con un escepticismo más férreo que Santo Tomás y le dijo:
—¿Gran Matraca, grande, en qué es grande, a ver explique por qué usted es grande?
Chisdavindro trató de disolver la situación, pero Garnacha con la necedad del que cree defender lo justo, persistía:
—Momento, Chisdavindro, él nos tiene que explicar por qué es grande.
El septuagenario sorprendido por la situación mantuvo silencio a las insistencias de Garnacha que continuaba diciendo:
—Díganos, ¿de dónde es grande?
Finalmente, Chisdavindro lo convenció que se fueran y dejaran al guitarrista Matraca finalizar sus platos típicos y su cerveza, y su melancolía de haberle gustado la guitarra en un sitio dudoso.
Chisdavindro, además de dirigir la sinfónica, se dedicaba a dar clases de historia de la música en la universidad. Una de sus excentricidades, siguiendo el ejemplo de Mozart, era el ser miembro de la logia de masones criollos. En nuestras conversaciones de café, me comentaba que trabajaba en una obra que sería su opus magnum. Me decía que analizaba cierta serie de algunos matemáticos franceses como Fourier y Fermat para poder realizar ciertas variaciones y aplicarlas a una sinfonía de cuatro movimientos. Esta sinfonía, cuando estuviera terminada, sería capaz de lograr una armonía cercana a la perfección, y me enseñó los esbozos de partitura. Estos los guardaba en un portafolio que andaba permanentemente con él como si fuera un tipo de fetiche. Algunas veces, lo vi en la biblioteca o en un bar sacar el manuscrito y corregir sus notas. Otra vez lo fui a buscar a su apartamento, inadvertidamente interrumpiéndolo, trabajando en su piano la composición engalanándose con un mandil de masón.
Era muy prolífico, pero su sinfonía máxima parecía que era inacabada y, permanentemente, hacía correcciones y cambios. Para este tiempo ya había terminado varias obras, inclusive algunas para cuyo estreno mundial fue invitado a hacerlo en el Carnegie Hall de New York. Un amigo de Juilliard estuvo a cargo de su ejecución. Sin embargo, la conclusión de su sinfonía principal era como la paradoja de Aquiles y la tortuga, aun con todo su esfuerzo y cercanía, no lograba terminar la sinfonía.
Nunca pude visualizar cómo Chisdavindro podría haber surgido en este país tan adverso a la inteligencia y al arte. Hasta que un día me confesó que fue su padre que lo inició a la música. En unos ataques de elegancia espiritual, el padre de Chisdavindro escuchaba Tristán e Isolda, en una de esas tardes calurosas de nuestro trópico, e inició a Chisdavindro en los reinos de Euterpe y Terpsícore.
Mozart fue formado como un niño prodigio por su padre Leopoldo, quien era un hombre metódico y extremadamente disciplinado. Le enseñó al infante Wolfang Amadeus, a los cinco años, el arte del clavicémbalo y a los seis, a componer. Sin embargo, el hijo fue la antítesis del padre, y buscó el escape a la dominación paternal en una permanentemente relación amor-odio. Los símiles más precisos de Chisdavindro podrían ser los padres de dos músicos geniales: Franz Liszt y Félix Mendelssohn. El padre de Liszt era un músico aficionado que no solo descubre el talento de su hijo, sino que se sacrifica para que su hijo salga adelante en su arte. Es fiel acompañante del infante Liszt en sus conciertos y su principal admirador. El padre de Félix Mendelssohn se mudó con toda la familia a Berlín, precisamente para lograr la mejor educación de sus hijos. Al descubrir el padre Abraham el talento de Félix, supervisó su formación y apoyó con determinación su devoción a la música. En estas relaciones paternas es que hay que ubicar a Chisdavindro. Me atrevería a decir que inclusive con mayor pasión y altruismo, porque hay una distancia extravagante en fomentar la utopía musical de un hijo en Berlín, Praga o Viena, metrópolis en las cuales los grandes compositores ya sea en vida o después de ella han tenido un espacio, a apoyar la dudosa aventura de un hijo que decide un mundo de partituras y conciertos en un sitio tan olvidado de las musas como Sivarnia. Puso todo su empeño y esfuerzo para que su hijo fuera a los mejores sitios a entrenarse musicalmente; la formación del hijo en Juilliard vino de los bolsillos del Padre. Y cuando alguna vez el hijo pidió distanciarse un momento de los estudios para compartir la carga económica, el padre con la más profunda y sencilla de las convicciones le dijo claramente: «Hijo, a estudiar te he mandado». Fue uno de los más fervientes admiradores de su hijo y su presencia no faltaba en ninguno de los conciertos. La alegría y el válido orgullo de verse continuado en cada concierto que dirigía el hijo y en cada aplauso que se merecía, era la justa compensación de que su cosecha fue fértil y abundante.
Ti Noel, el personaje de Carpentier, en un momento de extrema lucidez, logra comprender que la realización mayor del hombre es lograr poseer la más fina y humana de las naturalezas en un ambiente poco favorable. Chisdavindro era la vindicación de la hipótesis de Carpentier: el hombre que en un medio hostil a la cultura y a la delicadeza espiritual logra imponerse a una cotidianidad, aparentemente, superficial. En una ciudad del siglo xxi —ajena a pensar, crear y apreciar el arte— Chisdavindro, introvertido en sus pensamientos y afanes, se construye grandeza y delicadeza interior, derrotando la abundancia de lo pedestre del lugar que le tocó, no desertando de sus congéneres, sino que aceptando el aquí y el ahora, y logrando la permanencia de alternativas verdaderas en Sivarnia.
Chisdavindro más parecía que vivía dentro de una ópera. Como Hoffman en la taberna,