Antes de que hable el volcán. Oscar Melhado

Antes de que hable el volcán - Oscar Melhado


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de este severo estrés, Chisdavindro acompañado de Garnacha, el Gordo Amaya, Barba Félix y el mulato Mario, fueron a celebrar el fin de la temporada y a reducir la tensión a la pupusería «No te olvides de Paganini».

      Ordenaron la comida típica del país con el nombre más desagradablemente onomatopéyico: pupusas. Sin duda alguna el consumo generalizado de ellas por la población tiene como resultado que los hombres tengan estómagos prominentes en la temprana madurez y que las mujeres, después del primer parto, posean un cuerpo deforme hasta el resto de sus días. Y ordenaron las respectivas cervezas locales que son de modesta calidad, pero que los oriundos con un fatuo nacionalismo las consideran las mejores del mundo.

      La cena de dos docenas de pupusas y varias rondas de cerveza tuvo como fondo musical los cuentos de Hoffman. Chisdavindro narraba un sueño recurrente que tenía en donde se visualizaba en un hospital como paciente de una enfermedad terminal y que la muerte llegaba lentamente hasta que todo se apagaba.

      Continuaron diversas rondas de cerveza y Barba Félix contaba lo interesante del compositor ruso Shostakovich, quien, para sobrevivir y complacer al régimen, introducía temas panfletarios de realismo socialista y alabanzas a Stalin, pero que esa era una valiosa estratagema para enmarcar una música de gran calidad lejana de patrones políticos que rompía muchos cánones clásicos. Barba Félix dijo que Shostakovich le había tomado el pelo, o mejor dicho, los bigotes a Stalin y produjo música completamente opuesta al burdo realismo socialista. Continuaron las rondas de cerveza. Chisdavindro sacó su manuscrito y lo puso sobre la mesa como símbolo de culminación de su trabajo, sin dar a conocer que se trataba de la composición que le había llevado años de trabajo, ansias y desvelos.

      Garnacha hablaba sobre sus andanadas y relató lo verídico que se podría escribir en un cuento, cuando en lo álgido de la guerra tuvo un encuentro en una noche de estado de sitio con un joven nieto de uno de los notables escritores del país. Dada la situación de seguridad imperante, se quedaron encerrados en una cervecería en la cual conoció a este joven que le relató durante toda la noche la inconformidad de vivir en el país y la rebeldía contra todo. Como corolario del relato, el joven decidió partir en la madrugada, lo cual Garnacha trató de impedir a causa de la prohibición de circulación por las calles antes de las seis de la mañana. En una reacción absurda se fue y a los minutos escucharon disparos y después se dieron cuenta de que el fallecido era quien les había relatado las penumbras de su vida la noche anterior.

      Ya eran cerca de las tres de la mañana y los sopores de la embriaguez habían hecho sus efectos. El gordo Amaya y el mulato Mario no podían articular bien las palabras y hablaban como si la lengua se les hubiera paralizado. El Gordo Amaya anunció que podrían continuar con las rondas de cerveza, pero que lamentablemente, ya no podrían prepararse más pupusas porque se necesitaba poner leña de nuevo al comal y calentarlo. Chisdavindro que ya estaba roncando y con momentos intermitentes de lucidez, le dijo al gordo Amaya que quería más pupusas. El cocinero colocó leña nueva para encender el comal y necesitaba papeles como combustible. Pero anunciaron que no había el papel periódico necesario para el primer impulso de la fogata. Garnacha, en una acción espontánea, en un momento en que Chisdavindro dormía, le dijo al mulato Mario que tomara los papeles que había dejado Chisdavindro sobre la mesa para el impulso vital del fuego del comal. El mulato Mario tomó el manuscrito y se lo dio al cocinero; este, estrujando casi todas las hojas, las insertó en el corazón del comal y procedió a encenderlas. El comal se calentó de nuevo y continuó la producción de las pupusas, y, otra docena llegó finalmente a la mesa. Chisdavindro despertó del sopor pesado, sintiendo el olor a queso y se engulló tres pupusas con curtido escuchando el aria de “La canción de Olimpia”. Después de la degustación expresó a los otros:

      —Colegas, dado que no puedo brindar por la música o los músicos de este país, esta es la primera oportunidad que brindaré por el adefesio culinario que nosotros llamamos pupusas. Las que he degustado esta noche son las mejores que he probado, dignas de la taberna de Hoffman.

      Chisdavindro, embriagado y compungido a las tres de la madrugada, buscaba su partitura, nadie le pudo dar una explicación y con la pérdida de la razón hermana de la borrachera logró convencerse de que era su imaginación. Hasta el doloroso y pegajoso despertar del siguiente día, en el cual se dio cuenta de que había perdido su obra y como Empédocles, concluía que, el mejor subterfugio era saltar adentro del cráter de un volcán.

      III.

      Plantel querido jardín de la infancia

      Como erupciones necesarias, tengo que decir algo de mí y mis acompañantes de travesía Canuto, Chisdavindro y Licón. Como lava emergente de los interiores contaré algo de mi infancia y adolescencia para llegar a mi momento actual que es de algunos temores y desesperanzas. Esos son ritos obligados de la memoria, como presagios antes de que la lava de un volcán venga y nos haga olvidar todo, como un naufragio necesario para alguien como los tripulantes en el barco de Ulises que han pasado perdidos por lustros. Esperando que dicho final épico sea menos doloroso que la continuación a la deriva sin rumbo y, sobre todo, sin esperanza.

      Todos tenemos nuestros íncubos que debemos extinguir de alguna forma. En mi caso, había una maldición familiar que había que revertir. Yo era la séptima generación de un inmigrante que, por confusión o purgando alguna culpa, había decidido establecerse en estas tierras. Aquel llegó repudiado por su clan a albergarse a un insignificante pueblo en el siglo xix. Lo más seguro era que tenía cuentas que pagar de índole emocional y económica, y había llegado a refugiarse a un sitio perdido de mundo. Tenía que limpiar de mi descendencia esa maldición que venía de episodios oscuros y de muerte. Mis ancestros estuvieron agobiados por problemas económicos e intrigas y, algunos fueron fulminados por rayos exterminadores. Perecieron en tragedias inauditas, ahogados en lagos misteriosos, en tormentas oscuras vengadoras. Historias de violencias y muertes absurdas solo podrían ser lavadas después de siete generaciones. Posiblemente, ese era el aferramiento que poseía hacia algo místico. Mi inclinación hacia realidades que no tenían explicación y el poder de las palabras para modificar lo físico. Para lograr aferramientos secretos a este lado del universo.

      Pero continuemos, con los recuerdos que me han dejado huella. Hay días especiales, por ejemplo, los de las primeras memorias de ser parte de un ente social. Ese instante en que damos el verdadero inicio de la consciencia, cuando comenzamos a estar activos intelectualmente. Como las tortugas o los elefantes que regresan al lugar en donde tuvieron la primera noción de ser. Ese día está grabado en mi memoria que hasta lo puedo tocar: cuando comencé el colegio. Había la sensación de un tiempo que tardaba mucho en ocurrir en un país que tenía un aura de misterios escondidos y de alejamientos de la razón, con laceraciones múltiples que convenía ignorarlas.

      Allí estaba yo, posiblemente en mis iniciales niveles de percibir y entender esa compleja red de interacciones llamada sociedad: en el colegio de los hermanos de la orden de la azucena. En el patio alineado con otros niños, lugar desde el cual se observaba la majestuosidad del volcán.

      Tengo tan presente ese primer día de clases. Era una mañana soleada cuando en Sivarnia, el sol no destilaba calor y una brisa con olor a árbol de sombra de cafetal se extendía por todo el valle verde; era un paraje permanente de niebla y llovía constantemente sin anunciarse. Nos formaron en las canchas de baloncesto del jardín. Había dos niños de mi clase llorando por la primera experiencia de solemnidad que estaban experimentado. Después de ese día, mi dimensión del tiempo cambió y mis años de colegio se pasaron volando.

      Recuerdo que cada línea la teníamos que repetir diez veces hasta que aprendiéramos de memoria el himno de nuestro colegio. A los mal portados nos habían aislado en un lado del salón por mala conducta, y nos hacían repetir, incansablemente, dicha cacofonía. El himno del colegio, junto con el aprendizaje del Yo pecador, el Credo y los siete pecados capitales y las siete virtudes.

      Cantábamos:

      Plantel, querido jardín de la infancia

      y fresco oasis de la juventud…

      Que es el colegio, preciado tesoro

      glorioso


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