Antes de que hable el volcán. Oscar Melhado
de la azucena eran más relajados en el pensamiento y más aferrados a dogmas y con rezagos de la falange. Los hermanos de la orden de la azucena tenían que contratar a un capellán para que oficiara las misas ya que dicha prerrogativa les estaba vedada y estaban en desventaja con respecto a otras denominaciones cuyos miembros tenían la potestad de impartir la eucaristía.
De pensamiento católico retrógrado, mezclaban una teología casi nula con un acendrado anticomunismo de los periodos más álgidos de Franco. El hermano, a quien llamábamos perico pelón, relataba que al generalísimo lo protegía directamente la virgen. Sufrió varios atentados, pero la virgen lo defendía. En uno de ellos, la bala penetró la camisa a la altura del corazón, pero como portaba la biblia en la bolsa izquierda, la bala perforó, pero se detuvo en la última página sin tocar el cuerpo del generalísimo.
Aunque mi madre con su vocación católica, en momentos de comunicación profunda, nos decía: hijos, si alguno de ustedes se siente llamado a la vocación, déjenme saberlo, yo los apoyaré. Aún con esas invitaciones honestas y sencillas de una madre, nada estuvo tan alejado de mis intereses que la decisión de hacerme sacerdote y menos aún, un juramentado de la orden de la azucena.
A esto se sumaba mi repulsión sobre las conductas desviadas de algunos miembros de la congregación. El hermano que enseñaba el alfabeto, a los que consideraba los más destacados, les decía que los premiaba con darles dulces. Los cuales se metía en la bolsa de la sotana y les decía a mis compañeros que se los sacaran de la bolsa. A una temprana edad, todo es inocencia e ingenuidad, y el premiado metía la mano en el bolsillo de la sotana. Así, muchos sin saberlo tocaban algo de la humanidad del pedófilo. El vaticano contemporáneo tendría material suficiente para llenar anaqueles de juicios sobre pedofilia si esculcara a algunos de la orden en dicho periodo.
Rezábamos el rosario. Nos hacían participar en misas y, el mes de mayo, participábamos en una cofradía dentro del colegio. En la misma portábamos azucenas y transportábamos la imagen de la virgen, cantando coros importados desde la madre patria España como el del 13 de mayo que bajó la virgen a «Coba de Iría» y el de «Venid y vamos todos con flores a porfía».
En ese mismo tiempo, en los recreos, nos escapábamos con algunos a una sección del colegio que nos estaba prohibida a los de primaria. Nos íbamos en los recesos y en ejercicio imaginativo decíamos que se aparecía la virgen, pero que también la Siguanaba —un personaje maligno de la mitología indígena—. Era tanto nuestro poder de convencimiento, y, al mismo tiempo, ingenuidad de nuestros amigos que se creó el rumor que en la parte alta del colegio había apariciones de la virgen. Uno de mis compañeros, que había nacido con la limitación congénita de no poder hablar y yo, éramos los que inventábamos las historias, y los demás las seguían. Nos mandaron a llamar los profesores y nos confrontaron a que dijéramos la verdad, porque había niños crédulos que estaban asustados. Mi silencioso amigo indicó por gestos que se le había aparecido la virgen, llorando como a Juan Diego del cerro del Tepeyac y había abierto su manto, brotando flores del lienzo. A mí, me interrogaron sobre la veracidad de la visión de la Siguanaba y les dije que habíamos visto unas sombras y escuchado unos gritos y que preferimos salir corriendo. Hasta allí terminaron nuestras apariciones, cuando nuestros profesores nos amenazaron con acusarnos con nuestros padres si seguíamos mintiendo. Para mí, esto no se clasificaba como mentira, era parte de un mundo inventado que era válido y que, si alguien lo creía, existía.
El pasaje por las aulas de nuestro plantel, querido jardín de la infancia, no fue sin algunos golpes y castigos. Un sistema educativo basado, principalmente, en la memorización, tenía necesariamente que ser complementado por el castigo físico. Sería interesante hacer un inventario similar a las cámaras de tortura de la edad media con los instrumentos utilizados para castigar a los de mala conducta; casta inmemorable que, por afinidad, necedad, injusticia, o rebeldía me correspondió pertenecer. ¡Qué decir de la famosa chasca!, instrumento infame de madera con el que se podía infligir golpes en la mano o en la cabeza, pero con el uso también de ser marcador con su sonido, por una delgada pieza de madera atada con un elástico, de los cambios de tiempo de actividad. O de las reglas de madera, a una le dábamos el sobrenombre de la negrita por su color proveniente de su origen de las maderas más fuertes del trópico. El fin de la negrita era obvio: la palma abierta del que precisaba disciplina. Un profesor al que apodábamos con el sobrenombre de una variedad del banano: Majoncho, por su complexión de baja estatura y grosor excedente, era de mayor creatividad en sus instrumentos de tortura y había inventado que quien llegaba con el cabello considerado insolente tenía como castigo el repello en su cabeza de la vaselina más barata del mercado. El mismo Majoncho, que todos los lunes llegaba con los ojos rojos y aliento propio de los que han abusado del alcohol durante el fin de semana, practicaba también la innovación de aplicar al que no se sentara bien levantando las extremidades, amarrarle los pies al pupitre para que aprendiera compostura en la utilización de una silla de estudio.
Hasta ya pasada mi adolescencia, pude tener un pensamiento más independiente y analítico. Una de mis deficiencias fue el dejarme llevar por la presión de algunos de mis compañeros de juego. Tenía una atracción de seguimiento innata por los que tenían humor, lo que nunca tenía una correspondencia con el tener buenos valores. Por ejemplo, Tantor era el cuarto hijo de una típica familia de clase media. Las actividades comerciales del padre les permitían tener a sus hijos en el colegio de los hermanos de la orden de la azucena. La familia, aunque honrada, no se caracterizaba por el refinamiento ni cultura. Tantor era el característico maleducado, que divertía a la clase con sus improperios y bromas cargadas de injurias y lenguaje soez. En una oportunidad, sustrajo del negocio de su padre dos bolsas de los lapiceros que el padre comerciaba y en una repartición convertida en piñata los distribuyó a la clase. Como dulces lanzados al aire, nos disputábamos los lapiceros cortesía de Tantor. La fiesta terminó cuando perico pelón llamó al padre de Tantor y todos tuvimos que retornar nuestros regalos, mismos que a empujones y saltos ágiles habíamos ganado.
Lo que apreciaba de Tantor es que me hacía reír, lo cual, a esa edad, yo consideraba como un talento extraordinario más importante que ser el más fiel devoto religioso o de ser estudiante ejemplar. Además, coincidíamos con Tantor en jugar en el mismo equipo de fútbol en el cual él era el guardameta y yo me destacaba en el medio campo.
Mi asociación con él me generó problemas relacionados con amores infantiles. Había una niña vecina del colegio, que llamaba nuestra atención aunque nunca le hubiéramos hablado. Decidimos un día enviarle cartas de amor. Yo escribí una carta con sentimientos infantiles y Tantor tuvo la idea de escribirle una carta soez atribuyéndosela a otro de nuestros compañeros, quien según escuchamos, podría ser nuestro rival en amoríos. Tantor fue a dejar las dos cartas en la ventana. No pasó ni un día para que la familia llegara a quejarse con perico pelón. Dada que las misivas habían sido escritas con papeles pertenecientes a una libreta de la cual yo era propietario, fui injustamente acusado de escribir la carta soez sin otorgarme la posibilidad de defensa.
Fue un tiempo pleno de aventuras intensas como para llenar páginas insólitas de anecdotarios. Sin lugar a duda, uno de los momentos más álgidos era en las tarimas del Gimnasio Nacional, apoyando al equipo de baloncesto.
Dentro de este anecdotario, recuerdo la oportunidad en que lo habíamos planificado con dos meses de anticipación. En la final de baloncesto de nuestro querido y campeón colegio, con mis compañeros, saldríamos vestidos de las mascotas de los equipos rivales en los deportes: uno saldría vestido de gato, otro de alacrán, y otro, de mucho peso, tendría el honor de representar al león de nuestro colegio, y yo iría vestido de gallo. Habíamos sido exitosos en conseguir nuestros trajes deportivos. Tramamos el plan, saldríamos antes de la gran final a la cancha y enardeceríamos a las barras de los colegios, haciéndoles creer que representábamos sus estandartes. Después de este teatro barato, nos postraríamos ante el león y lo alzaríamos en hombros, dándole su corona y cetro de campeón.
Llegó el día esperado y salimos a la cancha del gimnasio, cada uno tratando de movilizar a su bando. Yo me acerqué a la barra que me correspondía, y con gesto de mis manos les incité a que aplaudieran, aunque alguien discernió que era una farsa y con mucho tino me lanzó un objeto que hizo impacto en mi cabeza, pero no pasó de dejarme una leve hinchazón. Todo