Antes de que hable el volcán. Oscar Melhado

Antes de que hable el volcán - Oscar Melhado


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      El Washington de Canuto era el trabajo encerrado en un edificio todos los días de semana por más de doce horas, y la vida casi inerte en su apartamento de «Crystal City». Sumido en una sociedad amorfa que perdió la capacidad de comunicarse. Aunque la oferta cultural de Washington había mejorado sustancialmente, era por excelencia una ciudad poblada de burócratas y de lobistas multiplicando su aburrimiento y apatía de todos los días. Esa ciudad masónica construida entre pantanos, Canuto la conoció cuando todavía no se podían encontrar restaurantes abiertos después de las diez de la noche. El museo Smithsonian era una maravilla, con su impresionante galería nacional de arte, regalo de Andrew Mellon para darle un baño de cultura a una ciudad de políticos. Los años mejoraron sustancialmente la ciudad. Cuando Canuto estaba por desertar, la ópera había sido instaurada por el toque artístico de Plácido Domingo. Los buenos teatros abundaban y culinariamente la urbe se había diversificado. Sin embargo, Canuto se sentía fuera de su espacio vital. Abatido por el sentimiento que los años se escapaban sin mayor relevancia. Con el crecimiento nada más de su cuenta de banco y de su estómago.

      Canuto se sentía ahogado en su trabajo de burócrata internacional. Era testigo del trabajo generado entre sus mismos colegas, con una revisión infinita de papeles y diferentes niveles de autorización sin conexión con ayudar a los países. Este gradual navegar a días sin diferencia y ver escapar el tiempo sin ninguna relevancia, sin tener alguien con quien comunicarse sustancialmente, fue lo que condujo a Canuto a tomar la decisión de regresar al país.

      Lo planificó con antelación, pidió su pensión, y después de una larga ausencia, regresó a su tierra. Canuto, con aires mesiánicos y con un profundo desprecio a la condición humana, decidió que no era el futuro que ansiaba. Puso su renuncia a la institución y regresó con ideales de grandeza a su diminuto país tropical, estableciéndose en uno de los suburbios de Sivarnia.

      Estaba convencido que dado sus conocimientos no tendría problemas de integrase fácilmente a trabajar en el país. Creyó que después de su inmensa ausencia, todo habría cambiado. Pero casi todo estaba como cuando lo había dejado. Hasta los perros callejeros merodeaban los mismos lugares. Los conocidos de antaño estaban envejecidos con papadas abultadas. Posiblemente era la tierra que estaba maldita. Nunca dejó de ser un espacio de odios y rencores. Desde un pasado indígena sin gloria, atestiguado por excavaciones que lejos de demostrar grandezas de ciencia, abundan en vestigios de guerra y sangre. En un continuo perpetuo que persiste hasta estos días. Pasaron conquistas, explotaciones, guerras civiles y las lecciones continuaban sin ser aprendidas.

      ¿Era Canuto un iluso pensando que cambiaría lo inmutable? ¿Soñando que sanaría a un enfermo de cáncer terminal? La misión que se había trazado Canuto bordeaba entre lo idealista y lo ingenuo y falto de inteligencia. Se lo advirtieron sus conocidos y familia: ¿a qué vas a regresar? Esto no tiene cambio y tus esfuerzos no servirán de mucho y terminarás frustrado.

      Canuto con un aferramiento de fanático religioso, obvió las voces de prevención. Y regresó al paraíso verde. Al que el académico inglés, David Browning, bautizó como “El jardín florido”. Cuando Canuto regresó al país tenía entusiasmo y fe; pensaba que había alternativas para generar nuevas oportunidades.

      Pudo, más su necio idealismo, su noción de que hay una verdad más pura y diáfana que las duras realidades cotidianas. Con una actitud del más devoto monje trapense, regresó a Sivarnia. Estaba convencido que en su país lo recibirían con una alfombra roja y que encontraría un espacio de la academia, en el sector privado, o en la política. Pero pasaron los meses y continuaba sin conseguir trabajo.

      Hasta que logró una cátedra en la universidad. Su primera inmersión en el departamento de economía fue un debate que se había superado en las academias del mundo treinta años atrás. Se discutía si el desarrollo tenía que ser hacia adentro o hacia afuera. Algo tan absurdo que suponía que la economía podría ser dirigida como las pretensiones que resultaron erróneas durante el periodo de Stalin. Entrar en esos antros era como sumergirse en el reino de la confusión y la locura. Algo similar a la política, en la cual las palabras solo son formas dentro de un discurso, sin un sustento que las respalde. En la misma categoría de la malaria o de la desnutrición, causando un daño similar al país era esta confusión de las ideas y alineamiento ideológico.

      Su furtivo trabajo de profesor universitario no duró mucho. La directora del departamento de economía, una mujer especialista en marxismo, lo dejó sin plaza por considerar que no estaba engranado a sus ideas. Al término de su contrato recibió nada más una nota de agradecimiento sin una nueva oferta de trabajo.

      No le ayudaba mucho su actitud de sabiondo y su condición de considerar a los demás ignorantes, dado que él venía de una experiencia internacional consideraba que estaba por encima de la mayoría en conocimientos. Las dos entrevistas a las que aplicó, al banco central y a un tanque de pensamiento del sector privado no tuvieron éxito. El sarcasmo con el que se conducía y su pérdida de paciencia a las preguntas del entrevistador no le favorecieron. Más bien les despertó a los entrevistadores sospechas y sigilos.

      El único oasis de trabajo fue desempeñarse también como asesor del ministro de turismo. Al salir de la guerra, esta era una cartera que no prometía mucho. ¿Quién podría pensar que el turismo podría desarrollarse en un país que salía de una dolorosa guerra civil? Un país más famoso por los espectáculos de violencia y por las posiciones extremas. Sin embargo, Canuto pensaba que había mucha potencialidad en una geografía diversa y volcánica para atraer interesados en apreciar los parajes tropicales. Estaba convencido de lo impresionante en términos de naturaleza de diferentes sitios del país y de las posibilidades de generar trabajo a una desocupada población que venía de finalizar una guerra cruenta. La felicidad no le duró mucho ya que el ministro fue cambiado y él tuvo también que dejar su puesto de asesor.

      Con el tiempo se dio cuenta de que los caracteres que tanto habían sido de su desprecio en sus trabajos internacionales no solo estaban en Washington en los edificios grises. Llegó a la convicción de que estaban en todas partes y que la naturaleza humana era muy similar en todos los lugares. La mayoría de las personas, de acuerdo con su percepción, eran como reptiles hundidos en el cieno: de intereses egoístas, limitados, sin aspiraciones ni oportunidades para el amor altruista.

      Canuto se transformó en alguien más intolerante y radical en su pensamiento. Sus puntos de vista bordeaban con una visión casi anárquica de la realidad y un rechazo fundamental de la autoridad en todas sus manifestaciones. Se encerró en su casa a leer y escribir sobre la economía del país. Estaba empecinado en revertir una medida tomada abruptamente consistente en sacar de circulación la moneda nacional y adoptar el dólar americano como moneda.

      Su participación en el colegio de economistas también terminó en su expulsión. Dicha gremial estaba tomada por graduados de las universidades del país y mantenían barreras para mantener fuera a todos los que no pertenecieran a su grupo, como en la política. La primera medida que desembocó en una situación contenciosa fue pedirle a Canuto, que era graduado de una universidad prestigiosa en el exterior, regresar a tomar clase en la universidad de Sivarnia y así se validaría su título académico. Medida que Canuto rechazó completamente, considerándola una medida para bloquear competencia con personas de mayor capacidad.

      Para hacer más trágico su regreso al país, una parte importante de los ahorros hechos de su trabajo en los organismos internacionales los perdió en un escándalo político bancario. En el cual una institución fraudulenta que captaba recursos financieros del público sin autorización entró en quiebra, llevándose también los ahorros de Canuto.

      Canuto se arrepintió del desdichado momento en que tomó la decisión de regresar al país. Sin trabajo, limitado en recursos y oxidado en sus conocimientos, se encerró en su casa en Santa Tecla, tomando Bloody Maries todos los días a las once de la mañana y leyendo las obras completas de John Maynard Keynes.

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