Antes de que hable el volcán. Oscar Melhado

Antes de que hable el volcán - Oscar Melhado


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de que más mártires a su favor, lejos de amedrentar aumentaban los simpatizantes en sus filas.

      En un momento, me di cuenta de que yo no pertenecía a dicho medio. Me sentía tan distante, era una realidad que no podía aceptar y quería ser diferente. Las cosas no tenían sentido si continuaban así. El único escape que tuve fue por medio del estudio. Mis plegarias fueron escuchadas y en esas circunstancias en la cual todos peligrábamos salí del país. Lo dejé en sus peores momentos, con olor a sangre y sufrimiento. Salí como muchos otros, huyendo de un conflicto irracional y buscando prepararme mejor.

      En ese tiempo tenía una visión fatalista primitiva, creía que aun con el libre albedrío, el universo y las fuerzas del azar eligen a algunos para participar en el engranaje exacto de causas y efectos. A estos se les da la oportunidad de convertirse en esta historia del universo y depende de su inteligencia y visión de justicia si serán parte del dispositivo o si se quedarán al margen. Muchas veces, estuve cerca de morir, pero una mano celestial intervino en los momentos precisos para librarme del peligro. Pensaba que, aunque es inescrutable la dirección de la historia, la actitud sabia de cumplir el destino hace que la historia se realice y que uno sea parte de ella.

      Me establecí en una ciudad en proceso de industrializarse en un desierto del noreste, cercana a la frontera con Estados Unidos. Una ciudad con la pretensión de representar el máximo avance económico, pero atrapada en la desigualdad, violencia y corrupción características. Sin embargo, fue en las librerías de esta ciudad en donde tuve mi encuentro con los clásicos latinoamericanos y universales. Fue allí donde compré mi primera música de la nueva trova cubana.

      En la universidad tomé el estudio como una religión y me separaba los fines de semana para estudiar en uno de los salones en el cual observaba a un cerro en forma de silla para versarme en los libros de mi carrera y mi alta dotación de lecturas propias. De los autores que me poseyeron a mis diecinueve años fueron Tolstoi, Hesse y Dostoievski. Leí sin tregua las principales obras de esos grandes maestros. Estas lecturas penetraron en mi sangre y en mi espíritu. Y fue allí también donde hice mis primeros esbozos de poemas, mismos que con excepción de mucha pasión, no tenían mayor profundidad o musicalidad.

      La carrera que elegí estaba orientada al servicio comunitario. Sentí que eso era lo que más me acercaba a servir a los demás. Esto fue un cambio radical de lo que inicialmente había manifestado intención de estudiar: sistemas computacionales. No muy tarde, descubrí que la carrera elegida no me gustaba y la mayoría de los profesores no eran ilustrados. Hice dos buenos amigos que se salían de lo convencional. Ambos estaban completamente compenetrados con el estudio y con una visión inmensa de ayudar a los demás. La vida vindicó mi apreciación temprana, una de mis amigas fue, posteriormente, una de las principales sociólogas de la frontera norte, una de las autoridades en los aspectos de violencia en las fronteras y de las mayores líderes para que se esclarecieran los crímenes de mujeres en la frontera.

      Traté de hacer ligera mi travesía por dicha ciudad. De los mejores recuerdos que me llevaría, fue mi experiencia de trabajo con un movimiento de posesionarios de tierra. Estaban organizados políticamente y el gobierno les temía. En mi trabajo con ellos pude conocer bien la vida de los suburbios pobres, sus necesidades, el olvido del gobierno de proveerlos de los servicios básicos.

      Desde ese tiempo, pude percibir que, tarde o temprano, vendrían manifestaciones de violencia, producto de las pestes sociales que dicho medio poseía, compuesta por una clase política corrupta que abusaba del poder sin límites, y de policías judiciales y federales a los que nada envidiaría los más famosos gánsteres del periodo de la prohibición en Chicago. Por eso, cuando la industria del narcotráfico se fortaleció, fue fácil incorporar a sus filas a miembros de los cuerpos de seguridad y a los políticos.

      Es lo que Carlos Fuentes recrea como ficción en una de sus obras. Habla de la clase política y de los principales encargados de la seguridad aliados con el narcotráfico, que atrapan a los delincuentes sin influencia y a uno que otro ladrón con dinero para dar la impresión de que hacen algo, pero que dejan pasar a los principales narcos y traficantes de armas y de violencia. Habla de lo sucio y apestoso de los encargados principales de la seguridad, quienes, precisamente, aprovechan la situación de pavor de la población para ganar más poder y privilegios. Carlos Fuentes da un desenlace sangriento a las cosas. Como epitafio, uno de los políticos importa grupos élites teutones a los que apoda los Sigfridos, para exterminar a los más altos en el poder responsables de la violencia y la corrupción. El final no es muy alentador porque termina en violencia y en la desesperanza de que no se puede hacer nada.

      Terminando mi experiencia de provincia, me iría a una gran ciudad. Esto fue una presencia vital de apertura al pensamiento y a la cultura. Pasaría de un estado provincial a una ciudad de diez y ocho millones de habitantes, en donde tendría acceso a la literatura, cultura, discusión inteligente y al arte. Y qué más centro de todo esto que la universidad más grande de América. Cuando llegué a dicha urbe, ya el presidente había dicho que haría una defensa canina de la moneda y el país se encontraba sumido en una de sus múltiples crisis. Pero en los centros intelectuales, la discusión era absolutamente rica. En la facultad de Ciencias Políticas y Sociales en la cual continué mis estudios superiores, había la más interesante discusión y debate sobre los dogmas antiguos del marxismo, las teorías sociológicas latinoamericanas que tenían una fijación sobre la dependencia y las nuevas ideas en boga. Fue de los últimos momentos brillantes para las ciencias sociales y las humanidades en América Latina. Posteriormente, el letargo se apoderó de este dominio y los sociólogos y filósofos se han quedado como corifeos de los grandes pensadores del pasado. Difícilmente, se ha creado algo nuevo.

      Dicha ciudad siempre la he considerado como una de esas ciudades universos, con las posibilidades de ofrecer innumerables vivencias en todas las dimensiones. Para mí, implicó una nutrición fundamental de ciencias sociales y cultura. El único aspecto difícil es el estatus de vulnerabilidad que un estudiante puede tener por las limitaciones económicas. Una enorme ciudad puede resultar aplastante ya que reafirma el sentimiento de fragilidad. Un fuerte terremoto selló este sentido de fragilidad. Viniendo del valle de las hamacas, como es conocida Sivarnia por sus frecuentes temblores, debo decir que los terremotos no me causaban pánico. El terremoto de dicha urbe me encontró en un séptimo piso de un edificio cerca de la universidad. Comenzó el terremoto y creí que no iba a terminar y observé las grietas abrirse en la pared, pero el edificio se mantuvo inamovible. Cuando salí a la calle y caminé por las diferentes áreas vi toda la destrucción: cientos de edificios de varios pisos reducidos a uno y con personas aún en su interior en los escombros. Esa misma noche, me alisté en una de las cuadrillas para dejar medicinas y comidas a los afectados. Fue una vivencia intensa ver a la ciudad frágil y sufriendo, observar las grietas en las calles y los rieles de los trolebuses completamente torcidos por el movimiento telúrico. Esto coincidía con el mismo periodo de finalización de mis estudios. Esta fragilidad que me acechaba aceleró mi decisión de cambiar de rumbo. Por el momento estaba convencido de que debería seguir una vida académica. Mis intentos de poeta habían quedado terminados cuando una editorial rechazó la publicación de mi primer manuscrito. Posteriormente, le di la razón ya que la calidad literaria era falaz y solo unos pocos poemas podrían ser salvados del olvido. Pero este rechazo me causó una crisis de mi capacidad y dudas de la posibilidad de dedicarme a la literatura. Me dediqué más a leer y dejé postergadas mis ansias literarias.

      Mi último año en esa universidad inmensa en una ciudad también gigante y compleja fue un gran alimento para mi intelecto. Fue allí donde escuché a los intelectuales como Pérez Guy analizar a Weber y la escuela de Frankfurt. Nunca como en esta oportunidad me he sentido tan cerca de la eminencia y el saber. Fue allí también que mis sentidos se abrieron en su plenitud y me aprendizaje sensorial profundo.

      Terminando mis estudios de historia, regresé a Sivarnia y con muchas dificultades, pero al final, con suerte, logré conseguir una plaza de profesor en la universidad. Allí conocí a mis compañeros de travesía: Licón, Chisdavindro y Canuto; con los que mantendría una estrecha amistad. Ellos eran como en las sectas antiguas, mis amigos de catacumba donde podría expresar mis intereses intelectuales y mantener una especie de hermandad que me mantenía aferrado al mundo.

      Pude rentar un pequeño


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