Antes de que hable el volcán. Oscar Melhado
Como Parsifal, asumiendo responsabilidades, atraviesa las laderas de Cronos en busca de «copas sagradas», viendo más allá de este mundo, más allá de la razón, con la vitalidad y la certeza de un alquimista. Chisdavindro estaba en la gesta heroica, tratando de encontrar la «Copa Sagrada» para saborearla internamente, con la elegancia de la discreción y la modestia. Como si la Reina de Espadas lo mirara con admiración y amor porque jugaba obsesivamente a la ruleta de la melancolía y el misterio. Apostando a los sentimientos, y, aunque en las noches aparentemente fatídicas podría perder algunas partidas, siempre salía del salón con los bolsillos llenos, los secretos conocidos y los recuerdos recordados. Solo un jugador empedernido y diestro era capaz de hacer estas ficciones en el salón de juegos.
Esta era la grandeza de Chisdavindro; en medio de hostilidades y limitaciones, era capaz de amar y brillar intelectual y humanamente. En su pleno carácter de personaje de ópera regresa a los templos en donde se toca la flauta mágica sin necesidad de iniciaciones. Vence en su vida a la Reina de la Noche y, como estaba escrito desde la antigüedad, lo recibe Sarastro, el grande. Chisdavindro el iluminado, escribiendo su sinfonía en un lugar insólito.
La relación más compleja de Chisdavindro era con los músicos de la sinfónica a los que consideraba mediocres, indisciplinados y no entregados a sus instrumentos. Chisdavindro me contaba que tenía una fauna exótica a su cargo, por ejemplo, el primer violín, el Gordo Amaya, quien, además de violinista, para compensar el bajo salario asignado por la secretaría de cultura, tenía una venta de comida, conocida en el medio como pupusería. La que había bautizado con el nombre de «No te olvides de Paganini». En lugar de los calendarios de mal gusto que adornaban las otras pupuserías, el gordo Amaya la había ornamentado con estampas de músicos clásicos. Y en lugar de una rocola con música estridente de mariachis o de las canciones populares en boga, en su pupusería solo se escuchaba música clásica. Era común encontrarse noctámbulos embriagados a las dos de la mañana llorando al escuchar arias de Puccini. El Gordo Amaya le decía a Chisdavindro:
—Observa cómo mi pupusería sensibiliza hasta al más burdo alcohólico de nuestro medio. Esto no lo verías ni en el Covent Garden, ni en la Opera Garnier, ni en la Scala de Milán.
Las pupusas se cocían en un gran comal calentado con carbón y leña, y mientras, los clientes, la mayoría de bajo presupuesto, degustaban un bocadillo de alto contenido de calorías, escuchando el ciclo del anillo de Wagner.
Muchas veces, el Gordo Amaya, llegaba a las prácticas de la sinfónica con olor al maíz y la harina utilizada en la elaboración de las pupusas, situación que molestaba a Chisdavindro. Pero allí estaba puntual, las mismas manos que habían separado los chicharrones de cerdo y escogido los repollos para el curtido, estaban afinando el violín y ejecutando las variaciones.
Otro de los músicos insólitos de la sinfónica era el flautista Barba Félix. Desde muy joven se había vinculado con el partido comunista y había salido por esos contactos a estudiar a la ex Unión Soviética a la universidad diseñada para los adeptos del tercer mundo, la Universidad Patricio Lumumba, a un curso de adoctrinamiento. Sin embargo, aprovechó también para entrar en un conservatorio de música. Lugar en el cual sistematizó su preparación musical, al mismo tiempo que memorizaba todos los manuales y panfletos de los álgidos días de la guerra fría. Regresó al país durante la guerra de los 80 y fue asignado a un campamento guerrillero en el oriente del país. Lo único que, permanentemente, llevó con él fue su flauta, la que el comandante del campamento le había dado permiso de tocar solo una vez al día durante media hora, en el entendido que tuviera un desempeño satisfactorio durante la jornada.
Al final de la guerra, Barba Félix logró entrar a la sinfónica. Y, en poco tiempo, además del flautista principal, era el secretario general del sindicato de músicos y el que lideraba las iniciativas de las mejoras de salarios y de ganar legitimación como funcionario público. También era el que confrontaba a Chisdavindro si se pasaba de las horas establecidas de práctica, o si perdía la cordura y gritaba a alguno de los músicos.
Otro músico exótico era el mulato Mario, quien se desempeñaba como percusionista. Al mismo tiempo que músico, practicaba levantamiento de pesas y fisicoculturismo. Solía llegar a las prácticas todavía con la transpiración de haber pasado tres horas en un gimnasio de pesas. Los tambores y timbales los tocaba con la energía y fuerza que le daban sus desarrollados músculos. Al contrario de cualquier sinfónica de una ciudad que se preciara de tener las básicas normas de respeto al arte y a la cultura, el bajo salario de los músicos no les permitía dedicarse nada más a su profesión y tenían que combinar su arte con todo tipo de profesión para ganarse la vida. Decía Chisdavindro, que, además de los abundantes trabajadores de bancos, y uno que otro futbolista, tenía dos músicos que eran también policías y algunos también vinculados al hampa y al narcotráfico. Este era el zoológico humano de Chisdavindro, con el que interaccionaba casi todos los días.
En una de las invitaciones de Chisdavindro a dirigir sinfónicas de otros lugares del planeta, fue invitado a una ciudad del Japón. Mientras estaba ausente, el Gordo Amaya, Barba Félix y el mulato Mario, se las ingeniaron para hacer llegar información a uno de los principales periódicos para burlarse de Chisdavindro. El editor que conocía muy poco de música aceptó información sin cuestionarla. La nota que apareció en la sección cultural del periódico decía lo siguiente:
«El maestro Chisdavindro Celestino llena de gloria de nuevo al país al aceptar recibir el premio de los Cerezos en Flor otorgado por el gobierno de Japón a personas destacadas en las artes. El premio fue recibido de las manos del ministro de cultura del Japón, que, en un comunicado, expresó que el maestro Chisdavindro ha sido elegido por su infatigable labor con la sinfónica y sus producciones autóctonas basadas en sus conocimientos profundos de los ritmos ancestrales pipiles.
El maestro Chisdavindro recibió el premio con un vestido típico de carbonero, símbolo de su identificación con las tradiciones patrias. Su indumentaria incluye el tradicional pañuelo rojo, el pantalón de tela de manta y una guayabera con bordados típicos de La Palma.
Como agradecimiento, el maestro Chisdavindro, ejecutó una pieza titulada: “El llamado a la atolada”, basada en variaciones de guitarra del doctor Peyote. Posteriormente, al agasajo asistió a una competencia de sumo, deporte al cual el maestro es asiduo admirador.
El premio consistente en cincuenta mil dólares, de acuerdo con declaraciones del maestro Chisdavindro, lo distribuirá equitativamente entre todos los músicos de la sinfónica, a quienes agradece su gran apoyo y colaboración durante todos estos años».
Cuando dicha noticia, antagónica a todos los principios estéticos e intenciones de Chisdavindro salió publicada en los periódicos, él se encontraba todavía en Japón. Nada más los familiarizados con el clan musical pudieron discernir la mofa en la noticia. La mayoría de la audiencia del periódico que la leyó se sintió orgullosa o envidiosa de Chisdavindro. A su regreso, al recibir felicitaciones de conocidos por su premio, tuvo que desmentir la noticia. El mismo periódico publicó otra nota en la sección cultural disculpándose por haber sido sujeto de una broma y refiriéndose muy fuerte a los anónimos que habían dado la falsa información.
Chisdavindro me decía:
—Estos no son músicos, sino una estampida de burdos mediocres que no tienen amor a la música.
También me dio la buena noticia que había progresado mucho en su sinfonía, y sacando el manuscrito me lo mostró. Mi escasa formación musical no me permitió ofrecer una opinión, pero escuché con interés las explicaciones de Chisdavindro sobre las relaciones que hacía entre las notas musicales y las matemáticas. Y me dijo que le faltaba poco para terminar la sinfonía.
Chisdavindro pudo darle el último toque que como arquitecto del arte precisaba su obra. Terminó la sinfonía el mismo día de la clausura de la jornada de la sinfónica. Y, como era ya tradición, llevó el manuscrito con él. Esa noche el teatro estaba más lleno que de costumbre y la obra de clausura sería la novena sinfonía de Beethoven, con la particularidad que uno de los tenores invitados no llegó y Chisdavindro tuvo que tomar la decisión de ejecutar la obra prescindiendo de su canto. Esto le produjo al director del coro un principio de síncope,