La historia oculta. Marcelo Gullo

La historia oculta - Marcelo Gullo


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cantidad de establecimientos en las colonias siguió aumentando proporcionalmente con el crecimiento de la población. (266)

      Fue, entonces, durante el reinado de Felipe II –como consecuencia del proteccionismo económico que, de facto e involuntariamente, había creado el sistema que España había adoptado para administrar el comercio con las Indias occidentales– cuando la América española comenzó a industrializarse. El monopolio permitió que, protegida de la competencia de las potencias industriales de la época –los Países Bajos, Francia, Génova y Venecia–, pudiera nacer en la América española la industria textil. Importa destacar que fue en ese mismo momento histórico cuando la reina Isabel I de Inglaterra estableció un férreo proteccionismo económico que creó las condiciones necesarias (similares a las que el monopolio producía en la América española) para que Inglaterra pudiera desarrollar su industria textil.[10]

      Hay que tener presente –como destaca Rosa– que, hasta el advenimiento de la Revolución Industrial, a mediados del siglo XVIII, la producción manufacturera de la América española pudo competir, en muchos casos, con los productos fabricados en Europa, puesto que entre ambos no existía mayor diferencia de costo ni de calidad, aunque es preciso aclarar que las potencias europeas habitualmente practicaban lo que hoy denominamos dumping, es decir que procedían, a fin de ganar un mercado y aniquilar a la competencia local, a la venta de sus productos por debajo del costo real de producción.

      Cuando las provincias eran ricas y Buenos Aires pobre

      Los territorios que hoy forman parte de la República Argentina, de Bolivia, de Paraguay, de Perú y de Uruguay constituyeron partes integrantes del virreinato del Perú hasta 1776. En ese enorme territorio se conformó un importante mercado interno.[11] Cada región del virreinato se fue especializando, progresivamente, en la producción de una o dos mercaderías que, por diversas razones (costos de producción respaldados por ventajas comparativas o facilidades de transporte), tenían un precio competitivo en el mercado interno.[12]

      Es preciso resaltar que, contrariamente a lo postulado por la historia oficial, los pobladores del virreinato no fueron “víctimas” del monopolio español, sino beneficiarios de éste, dado que el monopolio fue la causa de que surgiera la vida industrial. Asimismo, la necesidad de mano de obra era tal que terminó generando una situación laboral beneficiosa, una situación que en términos actuales denominaríamos “de pleno empleo”.

      Como bien destaca Rosa, el tan desprestigiado monopolio produjo la “autonomía industrial” de la América española en general y del virreinato del Perú en particular. Sin embargo, España no poseía la capacidad naval de controlar y vigilar el Atlántico Sur, situación que provocó que el Río de la Plata se convirtiera en un verdadero “nido de contrabandistas”:

      Y este contrabando, imposible de perseguir, acabó siendo tolerado… Tan tolerado fue el contrabando, tanto se lo consideró un hecho real, que la Aduana no fue creada en Buenos Aires sino en Córdoba –la llamada aduana seca de 1622– para impedir que los productos introducidos por ingleses y holandeses en Buenos Aires compitieran con los industrializados en el norte. (Rosa, 1954: 26)

      Hubo, de esa forma, en el virreinato del Perú dos zonas aduaneras: la monopolizada y la franca.

      Aquella con prohibición de comerciar, y ésta con libertad –no por virtual menos real– de cambiar sus productos con los extranjeros. Y aquella zona, la monopolizada, fue rica; no diré riquísima, pero sí que llegó a gozar de un alto bienestar. En cambio, la región de Río de la Plata vivió casi en la indigencia. Aquí, donde hubo libertad comercial, hubo pobreza; allí, donde se la restringió, prosperidad. Y eso que Buenos Aires tenía una fortuna natural en sus ganados cimarrones que llenaban la pampa. Los contrabandistas se llevaban los cueros de estos cimarrones –necesarios como materia prima en los talleres europeos– dejando en cambio sus alcoholes y abalorios (fue entonces cuando los holandeses introdujeron la ginebra). Era éste un trueque muy parecido al que realizaron hasta ayer los comerciantes blancos con los reyezuelos de África. Buenos Aires, entregando los cueros de su riqueza pecuaria por productos extranjeros, no podía tener –y no tuvo– industrias dignas de consideración.

      Era tan poco rica que el Cabildo empeñaba sus mazas de plata para mandar un enviado a España […] Indudablemente el virtual librecambio no reportaba provecho alguno. Todo lo contrario. No solamente no hubo industrias a causa de la fácil introducción de productos europeos, sino que los contrabandistas acabaron por extinguir el ganado cimarrón. (Rosa, 1954: 26)

      En aquellas regiones beneficiadas por el “monopolio” y libres del contrabando, el desarrollo del proceso de industrialización llegó a ser tan vertiginoso y eficiente que, el 2 de septiembre de 1587, el obispo de Tucumán, fray Francisco de Victoria, realizó la primera exportación de productos textiles –sombreros, sobrecamas y frazadas tejidas en Santiago del Estero– con destino a Brasil.

      Capítulo 3

      El espejo norteamericano

      Quien conoce uno solo no conoce nada; para conocer en política es imprescindible comparar.

      Seymour Martin Lipset

      ¿Qué pasaba en las colonias inglesas?

      Mientras la América española estaba viviendo un interesante proceso de industrialización, Inglaterra llevaba a cabo –en sus colonias de América del Norte– una política expresa para impedir el desarrollo industrial de las llamadas “trece colonias” porque comprendió, desde muy temprano, que la industrialización de las colonias podía conducirlas a la independencia económica y que este estadio las llevaría a reclamar, luego, la independencia política. Por eso, consciente de las consecuencias económicas y políticas que podía generar un proceso de industrialización en las trece colonias, la política inglesa trató de supervisar y boicotear las escasas empresas manufactureras de las colonias.[13]

      Para impedir que la manufactura colonial entrara en competencia con las industrias de la metrópoli, los gobernadores coloniales tenían instrucciones precisas de “oponerse a toda manufactura y presentar informes exactos sobre cualquier indicio de la existencia de ellas” (Underwood Faulkner, 1956: 134). Los gobernadores eran los encargados de practicar un verdadero “infanticidio industrial”, planificado en Londres por el Parlamento británico.[14]

      Los sagaces representantes de la Corona comprendían perfectamente la actitud inglesa, a la que prestaban toda su simpatía, como lo demuestran las palabras de lord Cornbury, gobernador de Nueva York entre 1702 y 1708, quien escribía a la Junta de Comercio: “Poseo informes fidedignos de que en Long Island y en Connecticut están estableciendo una fábrica de lana, y yo mismo he visto personalmente estameña fabricada en Long Island que cualquier hombre podría usar. Si empiezan a hacer estameña, con el tiempo harán también tela común y luego fina; tenemos en esta provincia tierra de batán y tierra pipa tan buenas como las mejores; que juicios más autorizados que el mío resuelvan hasta qué punto estará todo esto al servicio de Inglaterra, pero expreso mi opinión de que todas estas colonias [...] deberían ser mantenidas en absoluta sujeción y subordinación a Inglaterra; y eso nunca podrá ser si se les permite que puedan establecer aquí las mismas manufacturas que la gente de Inglaterra; pues las consecuencias serán que cuanto vean que sin el auxilio de Inglaterra pueden vestirse no sólo con ropas cómodas, sino también elegantes, aquellos que ni siquiera ahora están muy inclinados a someterse al gobierno pensarían inmediatamente en poner en ejecución proyectos que hace largo tiempo cobijan en su pecho” (Underwood Faulkner, 134). Lord Cornbury describe perfectamente la “esencia” del “imperialismo económico”, en idénticos términos que serían utilizados, luego, por Hans Morgenthau.

      Si bien Inglaterra elaboró una legislación específica para frenar todo posible desarrollo industrial en las trece colonias, había dos industrias que Gran Bretaña vigilaba con particular celo por considerarlas estratégicas y vitales para la economía británica: la textil y la siderúrgica. Dos leyes dictadas en tal sentido resultan emblemáticas: la ley de 1699, que prohibía los embarques de lana, hilados de lana o telas producidos en Norteamérica a cualquier otra colonia o país, y la de 1750, que prohibía el establecimiento, en cualquiera de las “trece colonias”, de talleres laminadores o para el corte del


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