La historia oculta. Marcelo Gullo

La historia oculta - Marcelo Gullo


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algunos años, de cierto margen de libertad, y alcanzó, hacia 1750, proporciones considerables. Esta situación se explica por lo siguiente:

      Inglaterra estaba necesitada de hierro, y hasta 1750 intereses encontrados habían impedido que se votara una legislación contraria a su elaboración en las colonias. Pero en 1750 se acordó una ley para estimular la producción de la materia prima y obstaculizar la manufactura de objetos de hierro, estableciéndose que: 1) el hierro en barras podía importarse libre de derechos en el puerto de Londres; y el hierro en lingotes en cualquier puerto de Inglaterra; y 2) que no debía instalarse en las colonias ningún taller o máquina de laminar hierro o cortarlo en tiras, ni ninguna fragua de blindaje para trabajar con un martinete de báscula, ni ningún horno para fabricar acero. (Underwood Faulkner, 135)

      Más allá de las leyes sancionadas por el Parlamento británico destinadas a impedir el desarrollo industrial en sus colonias norteamericanas, es importante destacar un hecho políticamente significativo: las colonias eran tratadas como “ajenas” al territorio británico a los fines aduaneros. No se las consideraba incluidas dentro de los límites de las barreras aduaneras británicas y, en consecuencia, sus exportaciones pagaban los derechos ordinarios de importación en los puertos ingleses. Analizando la política inglesa hacia sus colonias de América del Norte, Dan Lacy (1969) afirma:

      Estaba claro el propósito de la política británica de no considerar a las colonias como porciones de ultramar de un reino único, cuyo bienestar económico era estimado al igual que el de la madre patria. Al contrario, las consideraba comunidades inferiores cuya economía debía estar, siempre, al servicio de los intereses de Gran Bretaña. (49)

      Mientras las colonias fueron jóvenes y poco pobladas, los colonos pudieron burlar muy a menudo las leyes británicas que frenaban el desarrollo económico del territorio colonial, pero a partir de 1763, cuando su población llegó a ser equivalente a un cuarto de la de Inglaterra, la Corona fue mucho más estricta en la aplicación de las leyes que había creado para mantener a las colonias en una posición económica subordinada. No es difícil concordar con Louis Hacker cuando sostiene que el veto británico a la industrialización norteamericana fue, probablemente, el más poderoso de los factores que provocaron el estallido de la Revolución Norteamericana.

      Con la independencia política no alcanza para ser libres

      La lucha por la independencia política comenzó en 1775 –cuando soldados británicos, con la misión de capturar un depósito colonial de armas en Concord, Massachusetts, y reprimir la revuelta en esa colonia chocaron con los milicianos coloniales– y se prolongó hasta 1783, cuando se firmó el Tratado de Paz de París, por el cual se declaró la independencia de la nueva nación: Estados Unidos de América.

      Cuando las trece colonias lograron la independencia política, Inglaterra, para mantener la subordinación económica de éstas, no tuvo más remedio que tratar de ensayar la aplicación del “imperialismo cultural”. El razonamiento británico era, en cierta forma, sencillo: si los dirigentes de las ex trece colonias admitían la teoría de la “división internacional del trabajo” y aplicaban una “política de libre comercio”, las ex trece colonias se mantendrían en una situación de “dependencia económica”, convirtiendo la independencia política en un mero hecho formal. Al logro de ese objetivo se abocó la política británica después del Tratado de París de 1783 y obtuvo, por cierto, excelentes resultados en los estados del sur de la flamante República.

      El fin de las hostilidades entre la república norteamericana y Gran Bretaña dio lugar a la importación masiva de las mercaderías manufacturadas de Europa, por supuesto más baratas que las producidas localmente. Una situación que llevó rápidamente a la ruina de la incipiente industria norteamericana, desarrollada en el curso de la guerra por la independencia política. En 1784, la balanza comercial de la joven república arrojaba ya un resultado desastroso: las importaciones sumaban aproximadamente 3.700.000 libras y las exportaciones tan sólo 750.000 libras. El nuevo Estado vivía un proceso de desindustrialización, endeudamiento y caos monetario. Para terminar de agravar la situación de las ex trece colonias, el Parlamento británico votó la Ley de Navegación de 1783, por la cual “sólo podían entrar en los puertos de las Antillas barcos construidos en Inglaterra y tripulados por ingleses, y que imponía pesados derechos de tonelaje a los barcos norteamericanos que tocaran cualquier puerto inglés” (Underwood Faulkner, 167). Esta medida para boicotear la naciente industria naval norteamericana, que competía en calidad y precio con la industria naval británica, fue complementada por el Parlamento de Gran Bretaña con la ley de 1786, “destinada a impedir el registro fraudulento de navíos norteamericanos, y aun con otra, de 1787, que prohibía la importación de mercaderías norteamericanas, a través de las islas extranjeras” (167).

      Acertadamente afirma Harold Underwood Faulkner en su Historia económica de los Estados Unidos:

      La revolución trajo la independencia política, pero de ninguna manera la independencia económica. Los productos norteamericanos que eran exportados a Europa durante el período colonial seguían teniendo a ese continente por mercado y al mismo tiempo se siguieron importando de allí artículos manufacturados. Las manufacturas que habían surgido durante la Revolución fueron ahogadas por las mercaderías más baratas que volcaron los ingleses en el mercado norteamericano al restablecimiento de la paz [...] Según todos los indicios Norteamérica habría de caer, nuevamente, en una situación de dependencia, produciendo materias primas necesitadas por Europa y adquiriendo, a su vez, los artículos manufacturados que ésta le proporcionaba. Parecía empresa imposible llegar a competir con Inglaterra en la producción y venta de estas mercaderías. (277)

      Una empresa tanto más difícil si se tiene en cuenta que, desde la ideología dominante, también se sostenía que el destino de las recientemente independizadas trece colonias era el de convertirse en un país exclusivamente agrícola. En ese sentido, el propio Adam Smith sustentaba que la naturaleza misma había destinado a Norteamérica exclusivamente para la agricultura y desaconsejaba a los líderes norteamericanos cualquier intento de industrialización: “Estados Unidos”, escribía Adam Smith, “está, como Polonia, destinado a la agricultura” (citado por List, 1955: 97).

      Las ideas de Smith le eran útiles al poder inglés para tratar de conseguir, por la persuasión –mecanismo típico del imperialismo cultural–, lo que había tratado de impedir por la fuerza de la ley durante el período colonial.[16]

      La lucha por la independencia económica

      En medio de la desastrosa situación económica producida por el fin de la guerra –y agravada por un gobierno central débil y por la rivalidad entre los Estados de la Unión– una corriente de pensamiento antihegemónico, conducida por Alexander Hamilton, abogaba por un medio de desarrollo económico en el cual el gobierno federal amparara la industria naciente mediante subsidios abiertos y aranceles de protección. El azar de la historia hizo que George Washington, ante el rechazo de Robert Morris, el “financista de la Revolución”, ofreciera el cargo de secretario del Tesoro a Alexander Hamilton.

      Cuando, en 1789, Hamilton recibió del presidente Washington la misión de conducir el destino económico de Estados Unidos tenía tan sólo treinta y tres años y apenas un título en artes liberales, otorgado por una universidad de segunda categoría para oponerse abiertamente a los consejos del economista más famoso del mundo, Adam Smith (Chang, 2009: 77).

      En ejercicio de su cargo, Hamilton diseñó un plan para construir una nación económicamente independiente, y en 1791 presentó en el Congreso de la Unión un informe en el que esbozaba un gran programa para convertir a Estados Unidos en una potencia industrial. El núcleo duro de la idea de Hamilton era que Estados Unidos, como toda nación atrasada, debía proteger sus industrias nacientes de la competencia extranjera, es decir, de la competencia de la industria británica. Hamilton comprendió desde el principio de su gestión que la superación del atraso económico de Estados Unidos dependía de una vigorosa contestación al dominante pensamiento librecambista –promovido y publicitado por el poder inglés– identificándolo como ideología de dominación para poder promover, luego, con el impulso del Estado y con la adopción de un satisfactorio proteccionismo del mercado doméstico, una deliberada política de industrialización.


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