Cuando domina la injusticia. Группа авторов

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de 1824, siguieron siendo dependientes. Este anómalo status de colonia e imperio determinó la historia de los países ibéricos y de sus posesiones coloniales. Condicionó la sociedad, la economía y la política coloniales y también el curso de la historia latinoamericana hasta los tiempos modernos.29

      El régimen colonial dejó herencias malditas en los países sojuzgados; entre ellas, sociedades estratificadas y excluyentes en las que todo beneficiaba a los colonizadores europeos y a sus descendientes en estas tierras. En sentido contrario, el sistema estaba diseñado para explotar intensamente a la población indígena y, cuando ésta fue insuficiente, a los esclavos africanos traídos al Nuevo Mundo en condiciones infrahumanas. Otra de las herencias fue la de concebir los puestos de servicio público y nombramientos políticos como espacios para el enriquecimiento personal y familiar. Quienes llegaron a nuestro continente, procedentes de España y Portugal con designaciones reales para emprender aquí actividades político-administrativas o empresariales, debieron comprar su nombramiento a la Corona respectiva. La inversión era recuperada con creces mediante expoliación brutal de la mano de obra a su servicio, así como a través de prácticas corruptas que dejaron escuela en la conformación de las sociedades latinoamericanas.

      Las independencias nacionales, en general, lograron la independencia política de España y Portugal, pero continuaron con el modelo económico y la forma de ejercer el poder político. Económicamente, las élites criollas reforzaron las estructuras que las enriquecían a costa del trabajo cautivo de millones de seres humanos. En cuanto a la administración de lo público, lo importante era mantener buenas redes con el centro de poder o sus representantes locales, a quienes se les debía el nombramiento y, por consecuencia, la lealtad irrestricta en detrimento de ejercer el cargo público para beneficio de mujeres y varones de estas tierras.

      Los regímenes surgidos de los movimientos independentistas resultaron iguales o más corruptos que aquellos del tiempo del dominio colonial español y portugués. Los pueblos de los países nacientes fueron testigos de cómo las élites medraban los recursos públicos, continuando así con prácticas culturales que se internalizaron tanto en las cúpulas políticas y económicas como en el resto de la sociedad.

      Las independencias nacionales del siglo xix y los movimientos sociales revolucionarios que acontecieron durante el siglo xx prometieron construir nuevas bases para la transformación de las estructuras corporativistas y clientelares. Con esto se quiso mejorar los niveles de vida de la población al desterrar, entre otros elementos, el caudal de corruptelas de aquellos a quienes combatieron los citados movimientos.

      El caso mexicano es ilustrativo de cómo desde el poder, supuestamente revolucionario, se siguió una política en la cual la corrupción era un elemento central. El general Álvaro Obregón, presidente del país de 1920 a 1924, acuñó la frase realpolitik, que resumía la forma y fondo de cómo cooptaba a los generales de las otras facciones revolucionarias que le disputaban el poder. Ante la sublevación consideraba que la mejor arma era el soborno: “No hay general que resista un cañonazo de 50 mil pesos”.

      En toda América Latina quienes sostenían los ideales revolucionarios de transformación social y económica sucumbieron ante cañonazos como los pregonados por el general Obregón. La corrupción mostró su poder corrosivo de ideales y potenció el síndrome de Sísifo, consistente en empujar una y otra vez trabajosamente una voluminosa y pesada piedra hacia la cima de la montaña, y perder las fuerzas cuando se está a punto de lograr el objetivo, y ver con desolación cómo la piedra rueda en cada ocasión cuesta abajo.

      Los indicadores económicos, el porcentaje del Producto Bruto Interno que se va por la cañería de la corrupción, el enriquecimiento multimillonario de los beneficiarios del sistema de sobornos, coimas, cochupos, cohechos (y tantas otras palabras que describen la práctica cotidiana de la corrupción), son números que debemos conocer, pues ayudan a dimensionar el tamaño del monstruo que a diario da tarascadas al bienestar de los latinoamericanos.

      Otra forma de comprender los estragos causados por la corrupción es ver cómo se ha reflejado en la literatura del continente. Mario Vargas Llosa escribió la novela Conversación en La Catedral, una ficción dolorosamente real, en la que condensa los efectos sociales y culturales del ochenio de la dictadura militar en el Perú del general Manuel Apolinario Odría (1948–1956). En el prólogo de 1998, el escritor dice que en esos ocho años de

      sociedad embotellada estaban prohibidos los partidos políticos y las actividades en grupo que no fueran a favor del presidente Odría, la prensa estaba totalmente censurada, numerosos presos políticos y exiliados. Esa generación pasó de ser niños a jóvenes e inmediatamente a ser hombres. El peor de los crímenes no eran esos, sino que había una gran corrupción que afectaba sectores e instituciones, envileciendo la vida entera […]

      Ese gran mural que es la novela de Carlos Fuentes, La región más transparente, pinta al México posrevolucionario como una gran fiesta de la corrupción e impunidad para los herederos de quienes terminaron alienando la gran esperanza de cambio que fue la Revolución mexicana. El modelo corruptor de la clase política gobernante, señala literariamente Fuentes, permeó las relaciones grupales y personales en toda la sociedad:


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