Habitaciones con música de fondo. Alexis Zaldumbide Manosalvas

Habitaciones con música de fondo - Alexis Zaldumbide Manosalvas


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de que yo me animara a realizar la pregunta obvia, Emir con un tono sereno pero entristecido me dijo que Sofía se había marchado.

      —Esta tarde la acompañé a la estación de autobuses

      —enunció resignado.

      Me quedé en silencio durante un rato, pensé que incluso los mecanismos más eficientes fallaban, una imagen se formó en mi mente con una precisión alucinante, observé un gran barco herrumbrado, sus goznes llenos de óxido, la proa destrozada, las velas raídas, un buque agonizante atravesando el mar, con actitud decidida pero sin ninguna posibilidad de sobrevivir.

      —Siete años no se olvidan con facilidad —alcanzó a decir con desconsuelo.

      —A veces uno no puede hacer nada al respecto —respondí tratando de darle ánimos.

      Emir tomó una papa frita, me dijo que ya llevaban algún tiempo mal, que la relación se había deteriorado, pero no sabía reconocer el punto exacto del cambio. De todas maneras Emir quería a Sofía y asumir su ausencia, el peso de su partida, le dolía.

      Nos levantamos de la mesa del bar, él pagó la cuenta, salimos un poco apesadumbrados, nos sentíamos incompetentes para decidir qué hacer con nuestro silencio, dimos una vuelta por el malecón, la brisa aplacaba el bochorno, el ambiente era agradable. Aun así, quería regresar a mi habitación y descansar, pero Emir compró una botella de ron y me invitó a beber con él, no me negué porque lo vi abatido.

      Fuimos a su dormitorio y al llegar puso un disco de corridos norteños que habíamos comprado para mantenernos despiertos en la carretera. La música perdió espacio ante el silencio abismal que pesaba sobre nuestras vidas.

      En aquel lugar había un vacío con forma humana, nos hacía falta la voz de Sofía, su mediación prudente y sus dejos de madre preocupada, ambos nos habíamos acostumbrado a su presencia suave y directa, era la primera vez en siete años que estábamos solos y ese peso, esa extrañeza era la que nos impedía relacionarnos con facilidad, retomar nuestra amistad de manera fluida.

      —He pensado que sería bueno hacer un viaje largo, fuera del país —dijo Emir intentando romper el silencio.

      —Es una buena idea, tal vez deberíamos retomar el plan de conocer Europa —respondí luego de sorber un trago de ron.

      —Me gustaría ir a Inglaterra, ver un partido de la Premier Ligue, siempre he tenido curiosidad de ver un partido del Liverpool —comentó Emir con supuesto entusiasmo—. Me gusta mucho el cántico de su fanaticada: Never Walk Alone gritan desde los graderíos, con una convicción inquebrantable, nunca caminarás solo, repiten una y otra vez como un compromiso que no se puede traicionar.

      —Pase lo que pase nunca caminarás solo —respondí con un dejo mecánico.

      Empezamos a hablar de fútbol, le conté que el partido que más me había emocionado en un mundial había sido el de Paraguay versus Francia en 1998, lo había visto en la cocina de mi casa un viernes por la tarde. Era la primera vez que un encuentro de mundial se definía por gol de oro, tanto anotado por Laurent Blanc para Francia en el tiempo extra. Lo impresionante de aquel duelo a mi entender había sido el corazón puesto por ambas selecciones. Carlos «El Colorado» Gamarra había jugado por la selección paraguaya con una costilla rota durante todo el partido, gesto que me parecía épico.

      Emir me contó que tenía un buen recuerdo del mundial Italia 90, sobre todo de Toto Schillaci, un menudo delantero italiano que había saltado de la banca para convertirse en la estrella de ese campeonato y en su jugador favorito ese mundial, siendo el máximo anotador; junto con Jürgen Klinsmann, delantero de la selección alemana que ese año se había alzado con la corona. A pesar de que todo el mundo señalaba a Maradona como la máxima atracción, Emir había obviado su figura y de aquel mundial solo recordaba su rostro transformado por el llanto cuando su selección perdió la final y con ello la posibilidad de revalidar el título que habían conquistado en México 86.

      Cuando Emir dejó de hablar sonaba una canción de los Tigres del Norte, y su gesto se volvió reflexivo.

      —No sé qué pasa conmigo —me confesó luego de un instante, mientras se tomaba la cabeza con angustia.

      Lo miré sin pronunciar palabra.

      —No sé qué pasa conmigo —repitió—, todo el amor del mundo, la convicción y la fe que uno pone, al final no sirven para nada —dijo con tristeza.

      Supuse que hablaba de su relación con Sofía.

      —Desde hace un año que algo me pasa, me hallo desinteresado, siento que he perdido la energía, la chispa, ese impulso que moviliza la vida. Tengo tanto miedo de que día con día mi existencia se enfríe de tal manera que termine sin ánimo de vivir. Incluso he perdido el interés por el sexo, a Sofía la quiero pero ya casi no la toco, he perdido el interés sexual por ella, estoy padeciendo de un agotamiento de mi espíritu que me parece que no tiene solución.

      Tomó un respiro y luego dio un prolongado sorbo de su vaso hasta que el ron desapareció. No dije nada, me quedé en silencio observando el rostro de Emir como quien mira un pálido incendio sobre una montaña.

      Al llegar a mi habitación observé la luna, escuché el sonido del mar, las olas rompiendo contra la arena, pensé en las voces de las sirenas, hermosas rapiñas que solo pueden vivir en el mar y de vez en cuando se acercan a las costas.

      Al día siguiente tomamos el desayuno en la playa y no mencionamos nada acerca de la noche anterior. Un par de horas más tarde entramos al mar y dejamos que el oleaje nos meciera, contemplamos con aire ridículo el horizonte escuchando apaciguados al océano. Entrada la tarde paseamos a lo largo de la orilla, cuando nos disponíamos a regresar al hotel Emir divisó a un grupo de muchachos que con unas hojas de palma construían unas improvisadas porterías, se acercó a ellos y les preguntó si podíamos jugar.

      Correr, patear el cuero húmedo con los pies descalzos, imponer el peso de mi cuerpo pesado y torpe sobre los delgados jóvenes de quince y dieciséis años me resultó reconfortante. Jugamos tres partidos, lo hicimos para expulsar demonios, para repeler nuestra mala fortuna y evadirnos de lo vergonzoso que cubría nuestras vidas.

      Al final de la tarde cuando varios de los muchachos se habían ido, llegaron una chica y su hermano para reforzar al equipo rival. La muchacha a pesar de su corta estatura era fuerte y no se intimidaba, su manejo de la pelota era bueno, su hermano tenía mucha velocidad, seguramente practicaba atletismo, tenía la estampa de fondista.

      El partido fue muy reñido, quedamos igualados antes de que un disparo de Emir enviara el balón hasta el mar. Aproveché ese momento para tomar un respiro y sobar mis pies adoloridos.

      Una muchacha espigada que vestía unos shorts y una camiseta del Inter de Milán nos acercó la pelota, su piel blanca mostraba una leve quemadura solar, sus brazos ondulaban de manera muy bella al desplazarse. Nos preguntó si también podía jugar, nadie se opuso, así que entró en remplazo de un vendedor que tenía que regresar a su negocio.

      De lejos parecía mucho mayor de lo que en realidad era, al fijarse muy bien en su rostro se podía ver una juvenil inocencia. Cuando tuve la oportunidad de ponerme cara a cara me di cuenta de que apenas era una niña de doce o trece años, sus facciones finas y su sonrisa amplia la hacían lucir atractiva y mayor.

      Parecía disfrutar mucho del juego, se enojaba cuando perdía un balón, gritaba y daba instrucciones a sus compañeros de equipo, azuzaba a los contrarios y cada vez que una jugada le salía bien mostraba un júbilo sin disimulo.

      Cerca del borde de la cancha se había juntado un grupo pequeño de personas que miraban el encuentro. Entre ellas se destacaba un hombre alto y barbado que lucía una prominente calva, aquel sujeto con sus manazas gesticulaba un sinnúmero de indicaciones.

      Las dos muchachas empezaron a moverse por toda la cancha, dando pases y acercándose al gol, aunque fue nuestro equipo, por intermedio de Emir, el que rompió la paridad, tras un centro por la izquierda que disparó de volea para mandar el balón rasante por el lado derecho de la portería.


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