Habitaciones con música de fondo. Alexis Zaldumbide Manosalvas
Yukon modelo 94, conducida por una pareja de estudiantes de geología, que atravesó la carretera con un vago sopor y con las luces disminuidas por la neblina que empezaba a espesarse.
En ese punto en particular, donde oeste y este se encuentran, en la hora más cerrada de la noche, el Renault de la familia chocó con la camioneta de la pareja de estudiantes. La esquina frontal izquierda de la Yukon golpeó a 100 kilómetros por hora con la esquina frontal izquierda del Renault, ambos coches dieron tumbos, vueltas en la noche cerrada, giros en medio de una carretera atiplada y solitaria.
Los niños y la madre estremecieron el cielo con sus gritos, mientras el padre disfrutó de una instantánea muerte, originada por el gran orificio que se abrió en su pecho, ocasionado por el mutilado parabrisas y por el impacto del volante que colapsó sus pulmones, llenándolos de sangre. La muerte lo excusó de atender a la desgracia que sobrecogió a su familia.
La noticia de la muerte de Tomás me aplastó el pecho igual que a él, con la misma violencia, solo que yo no disfruté de una muerte inmediata. De aquellos días solo recuerdo la incesante melodía de Bartók que escuché por primera vez a su lado, con la que me encerré a desfallecer al interior del baño de mi habitación durante uno o dos días.
Sigo empinando el vaso y Vargas con el ceño fruncido me mira desilusionado. Me pregunto, con algo de indignación, que considero absolutamente razonable, ¿por qué él no puede ser un poco más firme para arrebatarme la botella, el vaso y el dinero, llevarme a casa, obligarme al empeño, al olvido, a la dicha? No, Vargas no es así, Vargas es incapaz de imponerse, nunca intervendrá frente a la voluntad de alguien, se allanará, sin sometimientos, con un dejo de benevolencia, de superioridad moral. Indicará su descontento, pero no tratará de imponer su voluntad.
Mirando su rostro afligido le pido que ponga mi canción, Vargas no responde, tiene el mentón apoyado en la palma de su mano, luce como un crío entristecido y tonto. Tiene un bello rostro, a pesar de la negrura que nos embarga: su rostro es bello, seco y enjuto, una boca pequeña que presagia enormes silencios, ojos enterrados en una mirada soberbia, pero a la vez gentil. La frente amplia, despoblada, el mentón grueso y potente. Luce masculino, con una firmeza serena, a pesar del abatimiento, a pesar de lo cansado y confundido que se encuentra, aún predomina en él un gesto de gravidez e imperturbabilidad.
—Quiero oír mi canción —repito, mientras giro el vaso en mi mano—. Por favor, Martín, pon mi canción una sola vez más.
Él, oscurecido por la tenue luz de los fluorescentes, se levanta, acaricia mi rostro y va hacia la máquina de discos, elige la canción y coloca una moneda.
Después de unos segundos empieza a sonar la voz de Martina Mcbride. Concrete Angel es mi canción preferida, aunque sé que es una mierda de canción. Supongo que se trata de uno de esos gustos culposos.
Empiezo a susurrarla, me siento sola, aturdida, pero no es que me entristezca la letra de la canción, es por muchos otros motivos. Uno de ellos es que hoy hace un año falleció mi amante en un accidente de coche, en una carretera a tres ciudades de distancia de donde yo estoy.
Through the wind and the rain / She stands hard as a stone / In a world that she can’t rise above.
Uno conoce a tanta gente en esta vida, por contingencia, por deseo, por fatalidad; a muchos nunca más los vuelves a ver, como al joven que conocí cantando Moonriver hace ya muchísimos años, afuera de una de las aulas de la universidad.
Puedo asegurar que era perfecto para mí, puedo asegurar que los días y las noches que pasé junto a él fueron felices, pero nunca más lo volví a ver, en algún punto de la vida nos perdimos el rastro. Durante estos años he soñado con su rostro varias veces, pero tan solo eso, pues no he vuelto a tener noticias suyas.
Como él, hay hombres y mujeres con los que mantienes conversaciones de una noche, charlas que se quedarán inconclusas para siempre, con los que te relacionas, pero de un momento a otro salen de tu vida, sin que te des por enterada.
He conocido a tanta gente en los aeropuertos, en el gimnasio, en el supermercado, muchos de esos sujetos pudieron haber sido espléndidos amantes o por lo menos divertidos compañeros, sin embargo, todos pasaron de largo, fueron parpadeantes apariciones en mi vida.
A Tomás lo conocí hace cuatro años, en una tienda departamental que queda cerca de mi casa. Ese día las calles estaban llenas de hojas ocres y amarillas que crujían sonoramente ante cada pisada. Quizá fue por eso, por el clima, por esa manía que tengo de relacionarlo todo, que al verlo solo pude pensar en el viento, en las hojas, en la lluvia, en los días nublados. «Esos tipos salen únicamente en esta época del año», pensé, pues Tomás era a primera vista un sujeto de una impactante austeridad.
Creí que aquella plática que sostuvimos, tan casual, tan insulsa, no me conduciría a nada, pensé que aquel sujeto vestido con un abrigo de pana y de expresión seria pasaría de largo en mi vida, sin hacerme la más mínima mella.
Pero me equivoqué, pues un par de meses después iba en su coche, escuchando el Allegro Bárbaro de Bartók, nos dirigíamos por primera vez a un motel ubicado a las afueras de la ciudad, lugar donde pasaríamos mucho tiempo durante los tres años siguientes.
Escucho cómo mi voz se quiebra mientras canto. Tomo lo que resta en el vaso, Vargas me contempla de soslayo, mientras se apoya sobre la gramola.
Siento pena por él, no quiero herirlo, en este instante tengo ganas de arrullarlo entre mis brazos, para callar las tontas ideas que inundan su cabeza, me gustaría que sus besos suavicen la decepción y me perforen hasta la médula misma, pero no, él no se acerca, no insinúa ningún gesto de emoción, me deja sola, en el único momento en el que deseo irrenunciablemente su compañía.
Somebody cries in the movie that night / The neighbors hear, but they turn out the lights
—¿Martín, a ti te gusta esta canción? —pregunto a Vargas sintiendo cómo mi voz se quiebra mientras hablo. Me responde afirmativamente con un movimiento de su cabeza.
—Es bonita —dice con un tono inseguro.
¡Qué tonto es Vargas! Pienso, no tiene carácter, Concrete Angel es una mierda. Me enfada que diga esas cosas solo por ser complaciente conmigo.
Lo miro decepcionada, él se acerca e intenta abrazarme, yo me sacudo: déjame, le digo. Vargas obedece con desconsuelo, se queda sumergido en el tenue reflejo que se produce por el barniz de la mesa y el pálido alumbramiento de los fluorescentes.
Pido una Viux Temps helada, es la única cerveza que me gusta. El cantinero mira el rostro de Vargas buscando su aprobación, antes de servírmela, luego de ver el gesto impotente que ostenta mi marido no tiene más remedio que hacerlo. También una para mí, dice Martín Vargas, es lo primero que toma en toda la noche.
—Deberías marcharte, Martín, no sé qué haces aquí. Sé cuidarme sola y lo único que deseo es estar un momento tranquila. Déjame por favor, te lo he dicho durante toda la noche y te lo vuelvo a repetir: ¡déjame sola Martín! —insisto con enojo.
—No te preocupes por mí —responde él— no me voy a marchar de acá, si no es contigo— finaliza con un gesto algo severo, pero que deja ver su frustración.
—No quiero que seas dulce conmigo, por primera vez en tu vida deberías hacerme caso, déjame sola por esta noche
—le reprocho con maldad. Él tiene la cabeza ladeada hacia un costado, se queda en silencio—. Si estuviera en tu posición me hubiese marchado hace mucho tiempo de este lugar. ¡No entiendo cuál es tu necedad por quedarte junto a mí! ¡Márchate, Martín! ¡Te lo suplico!
Hay un incómodo silencio que se acrecienta, una espesura honda que me vuelve loca. Vargas se levanta de su asiento y vuelve a ir hasta la gramola, coloca una vez más la canción de Martina McBride.
—¡No te pedí que lo hicieras! —le grito desde mi lugar.
—No es para ti, es para mí —responde con enojo mi marido.
El cantinero me mira con desprecio, seguramente está de parte de él,