Cuando era fotógrafo. Felix Nadar
será el suyo —y simple hecho de fisiología pura, la anestesia se eleva, por una aspiración casi divina, hasta la misericordia que ampara a la humanidad del dolor físico, que de ahora en adelante ha quedado abolido—. Y todo eso, sí, el buen señor Brunetière[8] lo llama el “fracaso de la ciencia”…
Así aun nos encontramos más allá del admirable balance de Fourcroy,[9] en la hora suprema en la que el genio de la patria en peligro ordenaba que se hicieran descubrimientos, muy lejos de los Laplace y los Montgolfier, los Lavoisier, Chappe, Conté, de todos, tan lejos que, en este conjunto de manifestaciones, explosiones casi simultáneas de la ciencia en nuestro siglo xix, su simbología tendrá también que transformarse: “El Hércules antiguo era un hombre en la fuerza de la edad, de músculos poderosos y gruesos: el Hércules moderno es un niño acodado sobre una palanca”.[10]
Sin embargo, ¿tantos nuevos prodigios no deberían borrarse ante el más sorprendente, el más perturbador de todos: el que por fin parece dar también al hombre el poder de crear a su vez, materializando el espectro impalpable que se desvanece en cuanto se lo percibe sin dejar una sombra en el cristal del espejo, como un temblor en el agua del estanque? ¿Acaso el hombre no pudo pensar que creaba cuando captó, aprehendió, fijó lo intangible, conservando la visión fugaz, el relámpago, que se encuentran grabados hoy en el bronce puro?
En suma, sensatos fueron Niépce y su cómplice al haber esperado para nacer. La Iglesia fue siempre más que fría ante los innovadores —cuando no se mostró un tanto ardiente—, así el descubrimiento de 1842[11] tenía ante todo apariencia sospechosa. Como un demonio, ese misterio desprendía el olor de sortilegio y apestaba a leña: por menos, el asador celeste había ardido.
Nada inquietante le hacía falta: hidroscopia, hechizo, evocación, apariciones. La noche, preciada para los taumaturgos, reinaba del todo en las sombras profundas de la cámara oscura, lugar de elección a la medida para el príncipe de las tinieblas. Casi nada faltaba para que de nuestros filtros surgieran filtros mágicos.
Entonces, no es de sorprender si al inicio la admiración misma pareció incierta y más bien permanecía inquieta, como estupefacta. Se necesitó tiempo para que el Animal universal le sacara partido y se acercara al Monstruo.
Ante el daguerrotipo, fue “de lo pequeño a lo grande”, como lo enuncia el dicho popular, y el ignorante o el iletrado no fueron los únicos en experimentar esa duda desconfiada, casi supersticiosa. Entre las más bellas mentes, más de una se contagió del síndrome del primer rechazo.
Para no citar sino una de las más elevadas mentes, Balzac se sintió incómodo ante el nuevo prodigio: no podía deshacerse de una vaga aprensión respecto a la operación daguerriana.
A toda costa en aquella época, había encontrado una explicación propia, un poco rayando en las hipótesis fantásticas al estilo de Cardan.[12] Creo acordarme bien haberlo visto enunciar con todo detalle su teoría particular en un rincón de la inmensidad de su obra. No dispongo del tiempo para buscarla, pero mi recuerdo se precisa muy nítidamente gracias a la exposición prolija que me hizo en un encuentro y que me reiteró en otra ocasión. En efecto, parecía que era algo que lo obsesionaba, en el pequeño apartamento tapizado de violeta que ocupaba en la esquina de la calle Richelieu y del bulevar: aquel edificio, célebre como casa de juego durante la Restauración, llevaba aún en aquella época el nombre de palacete Frascati.
Así, según Balzac, cada cuerpo de la naturaleza se encuentra compuesto de series de espectros, en capas superpuestas hasta el infinito, semejantes a infinitesimales películas foliáceas, siguiendo todas las perspectivas a partir de las cuales la óptica percibe los cuerpos.
Puesto que el hombre nunca podría crear —es decir, a partir de una aparición, de lo impalpable, constituir una cosa sólida, o de la nada hacer una cosa—, entonces, al aplicársela, cada operación daguerriana tomaba de improviso, desprendía y retenía una de las capas del cuerpo presentado.
De ahí que dicho cuerpo, y con cada operación sucesiva, perdiera de manera evidente uno de sus espectros, es decir, una parte de su esencia constitutiva.
¿Había una pérdida absoluta, definitiva, o se trataba de una pérdida parcial que se reparaba consecutivamente en el misterio de un renacimiento más o menos instantáneo de la materia espectral? Supongo que, una vez que había comenzado, Balzac no era hombre que pudiera detenerse en el camino, y que debía avanzar hasta el final de su hipótesis. Pero este segundo punto no lo abordamos entre nosotros.
¿El terror de Balzac ante el daguerrotipo era sincero o fingido? De haber sido sincero, al perder, Balzac no habría sino ganado, pues sus amplitudes abdominales, entre otras, le hubiesen permitido prodigar sus “espectros” sin contar. En todo caso, eso no le impidió posar al menos una vez para ese daguerrotipo único que tenía yo en mi posesión, después de Gavarni[13] y Silvy,[14] y que hoy se encuentra con M. Spoelberg de Lovenjoul.[15]
Pretender que su terror era simulado sería delicado, aunque no debemos olvidar, empero, que el deseo de sorprender fue durante muy largo tiempo el pecado común de nuestras mentes de élite. Tales originalidades, tan reales y de muy buena ley, parecen gozar tanto con el placer de ataviarse de manera paradójica ante nosotros que debimos encontrar una denominación a tal enfermedad del cerebro, “la pose” que los románticos afectados, tuberculosos, de aire fatal, transmitieron perfectamente intacta, primero bajo la apariencia ingenua y brutal de los realnaturalistas, después hasta la presente rigidez, el porte ajustado y como cerrado a triple vuelta de nuestros decadentes actuales, singularísimos y egocéntricos.
Como fuese, Balzac no tuvo que ir muy lejos para encontrar dos fieles de su nueva doctrina. Entre sus más allegados, Gozlan,[16] desde su prudencia, se apartó enseguida; pero el buen Théophile Gautier y el no menos excelente Gérard de Nerval siguieron de inmediato a los “Espectros”. Toda tesis fuera de las verosimilitudes no podía sino placerle al “impecable” Théo, al poeta delicado y encantador, que se mecía en su vaga somnolencia oriental: la imagen del hombre se proscribe, por cierto, en los países del sol naciente. En cuanto al dulce Gérard, montado para siempre en la Quimera, lo habían atrapado por adelantado: para el iniciado de Isis, el íntimo de la reina de Saba y de la duquesa de Longueville, todo sueño era bienvenido… Pero mientras seguían hablando de espectros, tanto uno como otro muy despreocupadamente figuraron entre los primeros en pasar delante de nuestro objetivo.
No sabría decir cuánto tiempo el trío cabalista resistió ante la explicación completamente física del misterio daguerriano, que pronto pasó al ámbito de lo banal. Parece que con nuestro sanedrín ocurrió como con todas las cosas, y que después de una primera y muy viva agitación, se terminó por dejar atrás bastante rápido. Así como llegaron, así debían partir los Espectros.
Por otra parte, nunca más fue cuestión en ningún otro encuentro ni visita de los dos amigos en mi estudio.
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