Cuando era fotógrafo. Felix Nadar
obra de grabador es claramente uno de los poemas más profundos jamás escritos sobre la ciudad, y la originalidad tan singular de sus páginas siempre penetrantes es el que hayan logrado de manera inmediata, por más que se trazaran en su aspecto más vívido, una vida cumplida, una ya muerta o una que por fin ya va a morirse.[48]
Sin embargo, como también comprendió Nadar, la muerte no es sólo cuestión de cosas que desaparecen incluso en relación con el acto fotográfico, que busca preservarlas, porque otra forma de duelo es posible, una en la que las fotografías capturan escenas que aun siendo visibles hoy se habrán esfumado mañana. Nadar sabe que todo es transitorio. Los rostros y las personas de sus fotografías, los lugares, los objetos, todos están destinados a la muerte.
En su libro de 1882, Sous l’incendie, Nadar ratifica su comprensión de la finitud de todas las cosas en lo que tal vez sea uno de los momentos más notables de su ejercicio literario; se trata de una conversación que sostienen el fotógrafo y la muerte. Titulado simplemente “Dueto”, dedicado al poeta y dramaturgo francés Théodore de Banville, el diálogo se divide en dos partes: la primera transcurre en una biblioteca; la segunda, en “el bosque”. Nadar había preparado el camino hacia este diálogo en la primera sección del libro, “París póstuma”, en la que escribe sobre los estragos y la devastación que ha padecido su amada ciudad. Allí, escribe: “en medio de este abandono, este silencio, ante estas ruinas pasadas y estas ruinas del porvenir, llega a mi mente la idea de la Muerte de las Cosas”.[49] En el diálogo, Nadar vuelve a referirse a la naturaleza ubicua de la Muerte cuando dice a su interlocutora: “en la inmensa soledad de las llanuras, en las populosas calles de la ciudad, siempre estás presente para mí y yo te acompaño”.[50] Aunque se siente rodeado por la Muerte, pide que le conceda terminar las páginas que ha comenzado a escribir, incluso bajo su sombra.
¿Por qué has comenzado? [replica la Muerte] ¿Qué sentido tendría terminar? Abandona esos vanos deseos. Sólo posees una verdad que nunca va a engañarte: estar conmigo. —¡Ven! / ¡Ven! Todo aquí te aparta de mí […], te rodean libros de célebres autores cuyos nombres habré borrado mañana […] Contra toda esta resistencia, arrojaré mi gran mortaja de nieve. ¡Y con una capa profunda de algodón cubriré y aniquilaré todo, formas, colores, estruendos y sonidos! […] ¿Quién se atreve a respirar en mi presencia?[51]
En la parte final del diálogo, a pesar de reconocer la insoslayable Muerte, Nadar le responde: “Todo lo que me impulsa, todo lo que me empuja de modo irresistible hacia ti, por una fatal, algebraica progresión, no basta para protegerme del sufrimiento excesivo, de la angustia intolerable, de decir adiós a quienes he amado.” La muerte contesta, implacable: “Vuelves áspero lo que para ti es lo más dulce. Aquellos que dices tuyos, son míos: es por mí, y sólo por mí, que puedes unirte a ellos”.[52] Este diálogo demuestra, entre tantas otras cosas, que fue el profundo sentimiento de mortalidad lo que puntuó el verdadero amor de Nadar por la vida, lo que lo animó a correr grandes riesgos, a permitirse experimentar la maravilla de las relaciones amistosas, las invenciones, el arte y el teatro, y todos los avances científicos y tecnológicos que atestiguó. Su fuerte sentido de muerte y mortalidad le otorga el derecho a vivir, volar y experimentar toda la alegría que podemos leer en sus memorias.
No obstante, esta también es la razón por la cual dentro del mundo de la fotografía, en la fotografópolis de Nadar, no pueden existir fotografías que no estén de antemano asociadas con la muerte, también por su causa las secciones de las memorias que he abordado aquí están marcadas por el sentido de la muerte. Cualquier cosa representada, cualquiera sea su tema o contenido —aun cuando la muerte no se muestra de modo directo—, la cosa representada está poseída por la muerte, por el hecho de su finitud. Incluso el sol —punto de partida de toda fotografía—, se extinguirá algún día, ya no arrojará más su luz sobre la Tierra. En tanto la fotografía pertenece al sol moribundo, para Nadar, también pertenece a París, la moribunda ciudad de la luz. París es la ciudad par excellence de la fotografía; ella misma es una fotografía, y dentro del mundo de Nadar, París y la fotografía articulan una alegoría mutua. Nadar piensa cada día en este París-Fotografía. Sin embargo, ¿qué sucede en su imaginación en relación con París? ¿Qué lo obsesiona? ¿Qué lo alienta a enfocarse, como una especie de cámara, en los vínculos entre fotografía, muerte, el día y la noche que abordó en cada uno de sus temas?
Las fotografías de Nadar constituyen los indicios de su singular visión, los rastros de una declaración de amor y, si escuchamos el silencio de sus fotografías, tal vez podríamos oírlo decir, a través de este silencio, a París y a las personas que amaba, y a quienes amaba fotografiar, aun cuando se desvanecían:
Sólo puedo hallarme en relación con ustedes, aunque sé que por su causa nunca pude ser sencillamente yo mismo. Obsesionado con ustedes, y por ustedes, me extravío en la locura de un solo deseo: alterar el tiempo. No quiero nada más que detener el tiempo, capturarlo, aprehenderlo en la superficie de una fotografía. No deseo otra cosa que archivar y preservar, en una serie fotográfica, en la serie de fotografías escritas que conforman mis memorias, no sólo la velocidad de la luz sino también la noche y el olvido sin los cuales nunca podríamos ver, y sí, también la muerte y el duelo sin los cuales ni ustedes ni yo podríamos decir que estamos vivos. Quiero tocar y preservar este transcurrir, esta itinerancia que pertenece tanto a la vida como a la muerte, la mía y la suya, y que me ofrece una serie de reflexiones cambiantes, como en el agua, donde puedo verme como aquel que ya no es solamente él mismo, como aquel que ya no está aquí.
Balzac y el daguerrotipo
Cuando se esparció la noticia de que dos inventores habían conseguido fijar sobre placas platinadas toda imagen que se les presentaba, hubo una universal estupefacción de la cual no podríamos hacernos una idea, tan acostumbrados estamos desde hace muchos años a la fotografía que nos hemos insensibilizado debido a su vulgarización.[1]
Había quienes protestaban e incluso se negaban a creerlo. Fenómeno habitual, ya que por naturaleza nos ensañamos contra todo aquello que desconcierta nuestros prejuicios e importuna nuestra rutina. La sospecha, la ironía llena de odio, la “impaciencia de matar”, como nos decía nuestra amiga George Sand, se alzan de inmediato. ¿No fue acaso sólo ayer cuando, furibundo, protestó aquel miembro del Instituto invitado a la primera demostración del fonógrafo? Con cuánta indignación el erudito “maestro” rechazó prestarse un segundo más a esa “superchería de ventrílocuo”, y con cuánto estrépito salió, jurando que el impertinente mistificador habría de vérselas con él.
—¡Cómo! —me decía un día, en un mal momento, Gustave Doré, una mente clara y despejada como pocas—, ¡cómo!, ¿no entiendes el placer que se tiene cuando se descubre el defecto en la coraza de una obra maestra?
Lo desconocido nos produce vértigo, y nos impactaría como una insolencia, al igual que lo “sublime nos produce siempre el efecto de un motín”.[2]
La aparición del daguerrotipo —que de manera más legítima debiera llamarse niépcetipo—[3] no podía entonces sino predisponer a una emoción considerable. Al estallar de manera imprevista, en la cumbre de lo imprevisto, lejos de todo lo que podía esperarse, y desestabilizar todo lo que creíamos conocer e incluso podíamos suponer, el nuevo descubrimiento se presentaba como lo que sigue siendo: el más extraordinario en la pléyade de las invenciones que ya han hecho de nuestro inconcluso siglo el más grande de los siglos científicos —a falta de otras virtudes—.
Así aflora en la invención la gloriosa prisa, que incluso hace parecer que la abundancia de eclosiones no precisa de incubación: la hipótesis surge del cerebro humano ya armada, formulada, y la inducción primera se vuelve de inmediato obra constituida. La idea se precipita hacia el hecho. Apenas vemos el vapor reducir el espacio, cuando la electricidad ya está suprimiéndolo. Mientras que Bourseul[4] —un francés, el primero, humilde empleado de correos— anuncia el teléfono y el poeta Charles Cros[5] sueña con el fonógrafo, Lissajous,[6] con sus ondas sonoras, nos hace ver el sonido que Ader nos transmite fuera de los alcances y que Edison graba