Cuando era fotógrafo. Felix Nadar

Cuando era fotógrafo - Felix Nadar


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azul o violácea— vomita por cada hoyo los intestinos deshilados, y las vísceras flotan en banderolas, como tentáculos de pulpo.

      Nunca antes la descomposición de la muerte había alcanzado algo más horrible que ese montón sin nombre, esa carroña infame, destripada, decrépita, que hasta al sepulturero podía hacer desmayar. (pp. 135-136)

      De acuerdo con Thélot, el cuerpo mutilado y deformado por la tortura, descompuesto en las aguas ondulantes del Sena y destruido por la fuerza ruinosa de la violencia deviene:

      la huella física de lo que sufrió el boticario —aplastado por su idea fija—, de lo que padeció el hermano menor —destrozado a la vez por su hermano mayor—, de lo que soportó la esposa —destruida por su esposo y por su amante— , y de lo que la multitud fascinada y furiosa sufrirá en su afán de aplastar a los culpables con su venganza obsesiva, tras haber sido machacada por su impulso a la imagen. Esta fuerza de aniquilación es, por tanto, otro nombre sugeridopara el acto fotográfico —dado que cadáver es ya otra forma para designar la fotografía—.[30]

      Para Thélot, en este cadáver —que emerge de las aguas de la muerte hacia la luz, expuesto a las miradas proyectadas sobre él, seguido inmediatamente por el horror de su espantosa aparición— reconocemos otra “terrible aparición”:

      aquella que aguarda en la solución acuosa de la cuenca del fotógrafo, la imagen que tiembla bajo la ávida mirada, la impronta en papel mojado donde la apariencia humana —detenida por la lente, cadaverizada por el disparo y reconocida erróneamente por el aparato ciego y frío de la operación fotográfica— surge deformada, lúgubre y estrujada. El cadáver atrapado en el Sena evoca el que aparece en la exposición fotográfica. Este cadáver lleva las huellas del abuso físico, así como la fotografía porta la huella de lo que representa.[31]

      El cadáver es ahora una fotografía; debido a ello es posible identificar al hombre cuyo cuerpo fue encontrado, y “rastrear hasta encontrar” a sus asesinos. Mientras las personas intentan descubrir lo sucedido, la policía captura el horror. El cuerpo devastado de la víctima del boticario puede fundirse ahora con la imagen llana de sí mismo (con lo que Roland Barthes llamaría “muerte llana”)[32] pues, de hecho, la fascinación con el cadáver resulta de la fotografía misma. Pero esta correspondencia entre el cadáver y la fotografía ya había sido anticipada, incluso de alguna manera desplazada, en el momento en que el boticario imagina su venganza, pues en ese instante él mismo se transforma en una especie de fotografía, en un negativo fotográfico que sufriera un proceso de ampliación, y del cual surgiera con la capacidad de matar. En palabras del narrador:

      Más sombrío que nunca, el marido no pertenece sino a su idea fija; pero por más que se endurezca, se consuma en la búsqueda, no encuentra todavía, no encontrará nunca lo que saciará su odio, el odio que —a él quien había sido tan negativo, tan malo en todo— súbitamente acaba de elevarlo y revelarlo, de hacerlo crecer ante su asustada esposa. Ya era hora, ¡por fin! Así que he aquí al hombre, he aquí al valiente, al terrible —el que manda y al que se obedece, el que va a matar—. (p. 130)

      Así como el crimen deja un rastro, la fotografía imprime una huella. La mujer bajo el hechizo de su esposo se muestra “inerte”, nos dice Nadar, “como cera para modelar” (p. 125); de manera que ella representa los vínculos de sumisión, rasgo que comparten todas las relaciones de la historia: entre los hermanos, entre el boticario y su “idea fija”, entre la imagen y los espectadores. La fotografía ejerce su poder e influencia en todo París: “desde ayer, todos se apiñan en la sala de noticias de Le Figaro, y París entero pasará por ahí” (p. 136). Nadar expresa una cierta ansiedad por el poder de la imagen, en particular, por su capacidad para orientar a las personas hacia terrenos insospechados: “Pero tan grande fue la consternación de la Justicia misma, puesto que se hace llamar así, ante la imagen maldita del crimen perpetrado, que la prueba fotográfica suplantó de manera soberana todo el resto, arrastrándolo consigo”. Y más aún: “La fotografía acaba de pronunciar la sentencia —la sentencia sin apelación—: ¡que mueran!” (p. 137). Una vez más, Nadar sólo consigna algo que sus lectores habrían conocido de antemano, pues la fotografía del cadáver y los negativos se exhibieron, iluminados, en las salas editoriales. Los cuantiosos espectadores de estas imágenes son impulsados a la venganza, tal como el boticario cuando descubrió el amorío de su esposa, y el deseo de lo que intuyen como justicia comienza con esta fotografía. Para Thélot, lo que Nadar atestigua aquí, y lo que elabora en otras partes de sus memorias, sería “el nacimiento de un periodismo moderno que inventa el refuerzo mutuo entre palabras e imágenes en la producción de una opinión contagiosa”.[33] No obstante, quizá lo más notable del relato de Nadar sea su insistencia en que el desarrollo de una imitación contagiosa o mimesis es en sí mismo un proceso completamente fotográfico. La equiparación entre la fotografía y la manera en que una persona (quien, de acuerdo con la lógica puesta en obra en esta viñeta, es ella misma fotográfica) actúa sobre otra, se elabora en el “Prefacio a la segunda edición” que el sociólogo y criminólogo francés Gabriel Tarde escribió a la edición de 1895 de su obra Las leyes de la imitación. Allí, en un extenso pasaje en el que habla de la imitación en términos explícitamente fotográficos, escribe:

      Ahora yo sé bien que no me ajusto al uso ordinario al afirmar que cuando un hombre refleja inconsciente y de manera involuntaria la opinión de otros o permite que se le aconseje una acción de otros, imita esta idea o este acto. Pero si a sabiendas y deliberadamente toma prestada a su vecino una forma de pensar o de actuar, las personas están de acuerdo en que el empleo de la palabra en cuestión es legítimo en este caso. Nada, sin embargo, es menos científico que esta separación absoluta, esta discontinuidad abrupta que se establece entre lo voluntario y lo involuntario, entre lo consciente y lo inconsciente. ¿No pasamos por grados insensibles de la voluntad deliberada a un hábito casi mecánico? ¿Y un mismo acto no muda absolutamente de naturaleza durante esta transición? No niego la importancia del cambio psicológico que se produce de esta manera, pero en su aspecto social, el fenómeno se ha mantenido idéntico. Nadie tiene derecho a criticar como abusiva la extensión del significado de la palabra en cuestión, a menos que al ampliarlo lo hubiera deformado o vuelto insignificante. Mas siempre le he otorgado un significado muy preciso y característico: el de la acción a distancia de una mente sobre otra, y el de la acción que consiste en una reproducción cuasifotográfica de un cliché cerebral sobre la placa sensible de otro cerebro. Si la placa fotográfica tuviera conciencia en un momento dado de lo que estaba ocurriendo, ¿cambiaría en esencia la naturaleza del fenómeno? Por imitación me refiero a cada impresión de una fotografía interpsíquica, por así decirlo, voluntaria o no, pasiva o activa. Si observamos que donde existe alguna relación social entre dos seres vivos tenemos una imitación en este sentido de la palabra (de uno por el otro o de los demás por ambos cuando, por ejemplo, un hombre conversa con otro en un lenguaje común, emprendiendo nuevas pruebas verbales de negativos muy antiguos), tendríamos que admitir que un sociólogo estaba autorizado a tomar este conocimiento como puesto de observación.[34]

      Este pasaje podría servir de epígrafe a la viñeta, pues articula la lógica subyacente de toda la historia. En ella, no hay un momento en el que un personaje no siga el guion de otro; descubrimos que el propio Nadar repite, incluso mientras las repasa, las líneas anteriores del “Caso Fenayrou”.[35] En cada instancia, la tendencia a ser influido por otros, a transformarse en el soporte de la impresión de otro, transforma al sujeto en una superficie fotográfica, y este proceso de mutación —que toca e impulsa todo en la historia— funciona para aplastar e incluso borrar la acción singular de una persona. De esta manera, Nadar sugiere que la fotografía muestra sus tendencias homicidas. Estas tendencias explican por qué las memorias están pobladas de cadáveres —desde el cuerpo de Leclanché, que cumple una función mediadora entre Nadar y el joven inventor de la fotografía de largo alcance, hasta el cadáver del amante boticario, cuyo cuerpo yace en la escena funeraria que abre la viñeta “El secreto profesional”, y los millones de cadáveres que habitan las catacumbas parisinas—.

      v

      Cuando Baudelaire habla de “una gran pirámide, un inmenso sepulcro, / que contiene más cuerpos que la fosa común. / […] un cementerio que aborrece la luna”,[36] se refiere a aquello que


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