Cuando era fotógrafo. Felix Nadar
Lucrecio, los objetos están incesantemente representados por una imagen en la atmósfera y aparecen en ella en tanto espectros; con más precisión, los objetos están representados por una serie de imágenes, por una secuencia casi inconcebiblemente rauda de discretas imágenes fílmicas que emanan del objeto y sirven de filtro para el espectador.[20] Por tanto, los objetos y los cuerpos se componen de numerosas capas de imágenes; de ahí que ninguna imagen sea siempre perentoria o idéntica a sí misma. Esta visión es válida para todas las imágenes, pero deviene especialmente significativa en los retratos que aseguraron la reputación de Nadar como fotógrafo, pues estas fotografías presumen que la imagen ante el espectador ya es múltiple —y lo ha sido desde su captura—. Benjamin realiza una observación similar cuando cita a Brecht en la Obra de los pasajes:
En las placas de larga exposición propias de aquellos viejos aparatos —que eran menos sensibles a la luz— se recogían varias impresiones y en la imagen final se conseguía una expresión más viva y, al mismo tiempo, más universal. […] [En comparación con los nuevos aparatos] Puede que quizá les falte algo que se va a descubrir en el futuro, o bien se puede realizar con ellos otra fotografía que retratos. ¿O podrían hacerse también estos? Ahora no los recogen bien las tomas, pero ¿deben tomarse de ese modo? ¿Hay quizá un modo de fotografiar propio de los nuevos aparatos que suponga el despliegue de los rostros? Lo que es cosa segura en todo caso es que no va a encontrarse dicha forma […] sin la nueva función correspondiente.[21]
Este despliegue de los rostros —de los muchos rostros fotografiados por Nadar— resultaría de la acumulación de diversos estratos de imágenes relativamente instantáneas. En tanto los retratos ofrecen una estratificación temporal de múltiples imágenes, ninguna de ellas única, un rostro nunca es tan sólo un rostro, sino un archivo de la red de relaciones que han contribuido a formar ese rostro y ese cuerpo en particular —la pose, la ropa, la mirada que proyecta y aquello que desea representar—. Nadar mismo sugiere que en el interior del retrato siempre se urde una trama de este tipo, por invisible que sea, incluso cuando sus huellas se cifran en la superficie de la fotografía:
La fotografía es un descubrimiento maravilloso, una ciencia que ocupa las más altas inteligencias, un arte que agudiza las mentes más sagaces —y cuya aplicación está al alcance de cualquier imbécil—. […] Es posible aprender la teoría de la fotografía en una hora y los elementos para practicarla en un día. Lo que no se puede aprender […] es el sentido de la luz, la apreciación artística de los efectos producidos por distintas y combinadas fuentes de luz, el empleo de este o aquel efecto conforme a la fisonomía que, en tanto artista, debo reproducir. Aún menos puede aprenderse la comprensión moral del tema —el tacto instantáneo que te comunica con el modelo, te ayuda a valorarlo, te conduce a sus hábitos, sus ideas, su carácter, y te permite otorgarle, no una reproducción indiferente, banal o accidental, como cualquier asistente de laboratorio lograría, sino el parecido más contundente y empático, una íntima semejanza—.[22]
Sin embargo, esta íntima semejanza reclama al fotógrafo leer lo no visible en la superficie del rostro o del cuerpo de la persona que tiene ante sí, “lo que nunca se ha escrito” en ella, pero ha grabado su rastro. Así como el semblante y el cuerpo, el retrato fotográfico también es un palimpsesto para ser leído, una especie de archivo que conduce varios recuerdos a un tiempo. Decir esto, sin embargo, quizás implique afirmar que cada fotografía es de antemano un elemento de una serie, incluso si esta trama de relaciones permanece innombrable e indeterminada y no se expresa con énfasis, tal como sucede aquí. La comprensión que Nadar tiene de sus fotografías puede incluso revelarnos qué es verdadero en toda fotografía: toda fotografía está ya fisurada por su propia naturaleza serial, pero ésta —como la multiplicidad de capas fantasmales que forman las pieles o películas del cuerpo en Lucrecio (y más tarde en Balzac)— no puede entenderse en términos de sucesión, dado que se están separando constantemente de las cosas, aun cuando condicionan nuestra percepción. Esta multiplicidad y serialidad son legibles en la siguiente viñeta de Nadar, pues ella es también una historia de espectrales repeticiones fotográficas.
iii
La segunda sección de las memorias —“La venganza de Gazebon”— comienza con la reproducción de una carta que habría recibido Nadar veinte años antes, en 1856, escrita por el propietario del café del Gran Teatro de Pau. En ella, este hombre llamado Gazebon afirma que el señor Mauclerc —“artista dramático, de paso por nuestra ciudad”— posee un retrato daguerrotipado de sí mismo que el propio Nadar realizó estando en París, cuando Mauclerc se encontraba en Eaux-Bonnes. Gazebon escribe pues a Nadar para pedirle que le realice una fotografía desde París mientras él se encuentra en Pau, mediante el mismo proceso eléctrico que produjo la imagen de Mauclerc. Solicita asimismo que el retrato sea en color y, de ser posible, cuando esté sentado a la mesa en su gran sala de billares. A cambio, le promete a Nadar exhibir el singular retrato en un lugar prominente de su establecimiento; así, dado que su café recibe diariamente “a la más distinguida sociedad y incluso (sic.) a un gran número de ingleses sobre todo en invierno” (p. 85), esta comisión le dará al fotógrafo una notoriedad aún mayor de la que ya ostenta. Nadar sostiene “reproducir” la carta “original” pero, es evidente, se trata sólo de una reproducción en la memoria. Sin embargo, Nadar recuerda de inmediato que dicho “original” es una reproducción en otro sentido, pues encuentra su propio precedente en una carta anterior de Gazebon, con fecha de dos años atrás, quien motivado de nuevo por Mauclerc —personaje que estaba “ya aquella vez ‘de paso por nuestra ciudad’”— indaga el valor de un reloj grabado en cobre dorado del cual, según Mauclerc, Nadar poseía la única otra copia. Nadar afirma no haber respondido la misiva original ni la última solicitud de Gazebon. Que esta escena de apertura comience con el vaivén entre singularidad y repetición, ver y no ver, recordar y olvidar, y con un sistema de citas que servirá de contrapunto a todo el relato, recuerda las repeticiones y recirculaciones que conforman a su vez el carácter citacional de la propia fotografía: su capacidad para duplicar, repetir, reproducir y multiplicar lo que ya es doble, repetido, reproducido y múltiple; al hacerlo, advierte que lo que está por venir nos dirá algo sobre la naturaleza de la fotografía.[23]
Tras manifestar su decisión de no responder la segunda carta de Gazebon —el duplicado de la primera—, Nadar nos presenta una escena crepuscular que servirá como escenario para el resto de la viñeta. En dicha escena tiene lugar otra serie de efectos fotográficos duplicados. Nadar escribe:
¿Puede usted imaginarse algo mejor que los breves instantes de reposo antes de la cena, después de una larga jornada de trabajo? Desde antes del alba, las preocupaciones empujan fuera de su cama al hombre, que no para de actuar ni de pensar. Ha dado todo lo que de sí podía dar y sin contar, luchando contra una cada vez más abrumadora fatiga:
Caeré esta noche como un buey abatido.
Y no es sino al declinar el día, cuando la hora de la liberación ha sonado, la hora de cese para todos, que —una vez que por fin se ha cerrado la gran puerta de la casa— se absuelve de su pena, concediendo tregua absoluta hasta el día siguiente a su cerebro y a sus miembros extenuados.
Es la dulce hora por excelencia durante la cual, recompensado por su trabajo —que constituye nuestro gran beneficio humano— y por fin entregado de nuevo a sí mismo, se extiende tomándose su tiempo, con delicia, en el asiento de su elección y recapitula el fruto de su día de esfuerzos…
Aunque si cerramos la gran puerta, la pequeña siempre queda entreabierta, y si nuestra suerte debe ser hoy completa llegará —para entablar una charla muy íntima, reconfortante, en la que nunca se asomaría una discusión detestable— uno de los que entre todos los demás queremos y nos quiere —uno de los pocos al que siempre nuestro pensamiento sigue, así como el suyo está siempre con nosotros—: entendimiento perfecto, comuniones cimentadas más allá de la última hora por los largos años de afecto y de estima…
Justamente me tocó aquella tarde uno de los mejores y más queridos, el alma más elevada con la mente más alerta y clara, uno de los más brillantes floretes de la conversación parisina, mi excelente Hérald de Pages —y en qué buen cotilleo tan íntimo estábamos, dejando lejos tras de nosotros fatiga y todo lo demás— cuando nos anuncian