La cima del éxtasis. Luce López-Baralt

La cima del éxtasis - Luce López-Baralt


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de lo vivido durante el proceso de la transformación en Dios. Me atrevo a decir que Dios, Su criatura y Su creación danzan, al fin al unísono, en ese instante sin par del éxtasis…

      Por eso ilustro este supremo Misterio ontológico con una celosía oriental, entretejida en sugerente claroscuro por José Manuel Sánchez-Darro:

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      José Manuel Sánchez-Darro, Ventana iluminada

      He aquí la misma idea del desvelamiento de luz y sombra en la delicada versión de Ana Crespo:

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      Ana Crespo, La visión de la Amada en su develamiento

      Siempre me ha impresionado el misterio de las celosías porque, para mí, sus claroscuros apuntan a los misterios trascendidos que atestigüé en toda su deslumbrante belleza, pero que no puedo articular. Pero ahora, en el momento preciso de servirme de las celosías de estos grandes artistas españoles, he caído en cuenta que ya de adolescente quise envolverme, acaso de manera premonitoria, en las obumbraciones de las lámparas colgantes con las que decoré mi primer espacio orientalizado. Aún las tengo y aún sigo experimentado la misma perplejidad gozosa de antaño ante sus luces cambiantes:

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      Lámparas colgantes (Luce López-Baralt)

      Queda admitido que hay pasajes literarios, símiles místicos y aun simples espacios evocadores de misterios ocultos que solo he podido comprender a fondo después de experimentar el éxtasis transformante. Aunque en este supremo instante epifánico ya Dios ha recorrido los setenta mil velos que cubrían Su rostro a nuestros ojos terrenales, la profusión de Sus altísimas noticias sí puede ser comparable a una celosía sagrada que va develando un misterio sobrenatural tras otro, un evento alquímico unitivo tras otro. Me corrijo una vez más: no uno tras otro, sino todos a la vez: la percepción en el fondo es indiferenciada, resuelta en Unidad pura. No es posible concebir un consuelo más alto que este, no empece mi extrema dificultad comunicativa, que me impide atestiguarlo adecuadamente. Es ahora que se me vienen a la mente las «inconcebibles analogías» de «El Aleph» de Borges, que en aquel «instante gigantesco» súbitamente se me hicieron realidad: es que todo lo que lo percibimos allí se encuentra, en efecto, «en un mismo punto, sin superposición y sin transparencia».

      Intento esclarecer lo dicho una vez más. Todo el movimiento de las manifestaciones divinas en delicadísimo bullicio sagrado confluyen en una Luz única, en un contenedor supremo y espejeante que las abraza todas, de la misma manera que la fuente de mercurio, espacio simbólico del éxtasis transformante, reflejaba los patrones cambiantes de la danza cromática del recibidor giratorio de Abderramán, y los contenía —y obnubilaba— en el círculo luminoso de su azogue. El ápice del alma, que se sume en un proceso de transformación continua, hace suyos todos los simbólicos colores y formas que Dios le manifiesta sobrenaturalmente: los abraza todos, sin excluir ninguno y sin atarse a ninguno en especial. Se convierte, en efecto, y para seguir las pistas de Borges, en una «esfera tornasolada» que parecería «giratoria», dada su infinita capacidad contenedora. Asistimos a la aventura gozosa de diluirnos en Luz pura, ya a salvo de color. En ese instante sagrado estamos —mejor, somos— literalmente iluminados: ishraqiyyun o alumbrados decían los sufíes. Y llevaban razón.

      En el seno último de Dios el alma deviene una plegaria circular danzante. Constituida en un arabesco giratorio de luces, escucha al fin la música secreta de las esferas, comprende la armonía sincopada del ritmo último del universo. Ronda vertiginosa, danza beoda, unidad esencial: saboreamos la Esencia divina como movimiento puro, como fiesta embriagada y suavísimamente tumultuosa.

      Al alma en éxtasis le sobreviene en este instante en cúspide una alegría infinita: dilatasti cor meum [dilataste mi corazón], como diría el salmista (Sal 118, 32). San Juan llamó a este júbilo espiritual la «dilatación del corazón» mientras que su hija espiritual Teresa lo denominó como «ensanchamiento interior» y «anchura». Es el bast de los sufíes, que siglos antes que los Reformadores habían celebrado el ensanchamiento infinito de sus corazones extáticos. Bien sabían estos místicos embriagados lo que afirmaban, pues en esta divina unión somos una felicísima taracea de Luz abierta al infinito. Me hago eco de todos ellos:

      Al hacerme tuya

      me inscribiste en tu delicada geometría de luz,

      cincelaste estrellas con diamantes,

      alternaste las perlas con la espuma,

      el nácar con el rocío,

      la escarcha con los jazmines

      hasta que resplandecí

      como el sol

      refractado en los mil cristales

      de un mar en calma,

      o como la luna

      cuando arranca luceros

      a un campo nevado.

      Heme aquí,

      tu gozosa taracea de luz:

      Tu espejo.

      El místico ha quedado aleccionado para siempre en los Misterios últimos de Dios. No hay alegría más alta que constituir parte del Misterio mismo que vamos conociendo.

      Aunque ya he sugerido que la vivencia de Dios corresponde simbólicamente a la fuente de mercurio que contiene todas Sus epifanías variopintas, quiero insistir una vez más que en la unión participante nuestra alma es a su vez esta misma fuente de mercurio que refleja la fiesta divinal en todo su esplendor. Según atestigua las epifanías divinas, el alma va metamorfoseándose con ellas, adaptándose dúctilmente a sus vertiginosas noticias sobrenaturales de manera que pueda recibir la sabiduría sin límites que el Uno irradia de continuo en el hondón del ser. Y comprendiendo a la vez que en unión transformante somos la bisagra que une cielos y tierra, porque advertimos que el universo y aun nuestro propio ser adquiere sentido al fin en el amor de Dios. Somos centro en aquel instante de tanto alrededor, como dijo Jorge Guillén en una décima emocionada. Hemos accedido al fin a la auténtica sabiduría —la ma’rifa de los sufíes— que es la capacidad de conocer en continua transformación (transformative knowledge, la llama Michael Sells). Aquí uno conoce en perpetua transformación, y se transforma a sí mismo según conoce. En un instante al blanco vivo quedé convertida en un torbellino de felicidad sapiencial inimaginable. Sumida en este abrazo abisal de Dios, que me incendió en Luz viva, fui atestiguando las epifanías con las que me regalaba y en las que me transformaba. Jamás podré olvidar aquel abrazo infinito de bienvenida a casa:

      El diamante irisado de mi alma

      refractó hasta el último de Tus secretos.

      No sé cómo he vivido para contarlo.

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