La cima del éxtasis. Luce López-Baralt

La cima del éxtasis - Luce López-Baralt


Скачать книгу
volatiliza el espacio, porque cambia de tesitura una y otra vez. Lo variopinto y múltiple confluyen en Unidad, ya a salvo en el abrazo de la fuente de mercurio que lo contiene todo. Esta fuente de luz, grávida de las formas policromadas siempre cambiantes que abraza en su seno centrípeto, representa para mí la sede inimaginable de la gnosis mística. El locus centelleante que acuna la unión con el Amor indecible.

      En la unión transformante, la Fuente última de Luz que es Dios funde lo múltiple en Su suprema Unidad. Todas las distintas noticias y las revelaciones infinitas que recibe el alma, catapultada más allá del espacio-tiempo, se homologan en lo hondo de Su esencia, así como sucede también con la multiplicidad de lo creado e incluso con toda la turbamulta de nuestras propias pasiones humanas. Todo se diluye dulce, totalmente en Su Luz. No hay alegría semejante a la de anegarse en este Abrazo incandescente, eje sagrado que reconcilia cielos y tierra y que alecciona nuestra alma en los secretos recónditos del Eterno.

      Trato de evocar el dinamismo que le es intrínseco a la experiencia teopática con la fuente danzante en abrazo con sus colores reflejados, aunque sé bien que ni la palabra sucesiva ni la imagen gráfica, siempre estática, se prestan realmente a dar cuenta de una experiencia ocurrida en el no-lugar del encuentro divino y regocijada por una actividad inexpresable. En el éxtasis lo variopinto de las revelaciones inacabables de la Esencia confluyen en la Unidad esencial de Dios, que a Su vez redime y sustenta el mundo creado en Su Amor.

      Tendríamos que concebir simbólicamente que toda la miríada maravillosa de las epifanías revelatorias de Dios se coloca dentro del círculo de luz de la fuente, pero sin alterar su pureza esencial, su resplandor inmarcesible. Como si dijera: la alfaguara de mercurio, plateada y pura y centrante, a la vez contiene la miríada de imágenes variopintas de los azulejos en danza en sus ondas luminosas. Caigo en el dislate cuando intento celebrar la alquimia imposible de una experiencia en la cual el alma se funde con el Uno, pero quedando el Uno siempre incólume en Su propio Ser. Una cosa es la criatura y otra el Creador. En esta, la más alta y luminosa de todas las moradas místicas, Ibn ‘Arabi siente que Dios le susurra: «Tú eres el receptáculo (anta al-ina’) y Yo soy Yo (wa ana ana)». Es en este Todo unificador en el que se nos revelan no solo las epifanías divinales, sino el Universo sub specie aeternitatis. Sé que hablo de vivencias inimaginables: pero también sé bien que todo confluye en un Amor Único y sin fisuras.

      Acaso los medios cinematográficos o cibernéticos contemporáneos apuntarían con menos desvalimiento al misterio dinámico del centro del alma en nupcias con el Todo. ¿Qué digo? Nada en este plano de conciencia es capaz de sugerir con acierto el milagro transformante del éxtasis. Y sé que lo voy intentando revelar con el lenguaje, tan incapaz como cualquier otro instrumento para conllevar estos trances que, al ser tan altos, invalidan de inmediato cualquier artilugio del que nos queramos servir para intentar una comunicación que es del todo imposible.

      Este abrazo nupcial y ultramundano que contuvo las revelaciones indiferenciadas de Dios en aquel instante a salvo del tiempo es infinito y, por lo tanto, realmente no tiene forma ni circunferencia posible. Me hermano con las palabras alucinadas de Borges: el espacio místico es a manera de «un círculo cuya circunferencia está en todas partes y su centro en ninguna…». Dijo más el maestro, verdadero conocedor de la simbología espiritual de estas vivencias sobrenaturales en las que se vive un conocimiento interminable, pero no sucesivo. En «La biblioteca de Babel» se hace eco de los contemplativos que proponen, con su usual desamparo, «que el éxtasis les revela una cámara circular con un gran libro de lomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes […] ese libro cíclico de Dios». Borges alude con razón a su desesperación de escritor: a todos nos es radicalmente imposible sugerir la simultaneidad avasallante de la vivencia mística, pues escribimos cuando ya hemos sido devueltos a la prisión del tiempo sucesivo.

      Advierto al lector —y de paso me excuso con él— que no voy diciendo a Dios, sino sugiriendo con desaliento cómo viví el proceso de la unión transformante sumida en Su abrazo infinito. El místico recae de manera involuntaria en el lenguaje apofático —apo-phasis— que no es otra cosa que el intento afásico de sugerir lo impronunciable por la vía negativa. La propia crisis escrituraria que atravieso en estos momentos testimonia por sí sola la magnitud de lo sucedido. Mis palabras y mis imágenes jamás traducirán la experiencia, pero sí puedo asegurar, ya lo dije antes, que la experiencia las detonó. Más que traducir a Dios —aventura del todo imposible— lo que represento es tan solo cómo me sentí y cómo puedo insinuar, ya devuelta a esta orilla, Su Revelación íntima, Su beso sin intermediarios posibles.

      Toda mandala, como esta de la fuente mercurial de Abderramán III, apunta al Misterio, sin enunciarlo jamás. Admito, eso sí, que aun desde este plano limitado de conciencia, las imágenes del recibidor palaciego cordobés me consuelan porque evocan para mí algo del aroma imposible de lo vivido.

      Como habrá advertido el lector, la unión mística de la que voy dando noticia constituye un proceso dinámico en más de un sentido. A riesgo de repetirme, vuelvo a intentar comunicar en palabras algo de aquella conflagración gozosa de mil mares inacabables de luz que fue mi encuentro con Dios. En primer lugar, el alma queda transformada en la Esencia divina por unión participativa, y esa alquimia sagrada implica que el alma, aleccionada en la sabiduría sin término de Dios, ya se ha asimilado, durante ese instante sagrado, a la Belleza divina, borrando las huellas de sus propias sombras, dudas, miedos y mezquindades propias de este plano de conciencia limitado. En segundo lugar, Dios reconcilia con su abrazo redentor la multiplicidad equívoca del mundo, con toda su tristeza y todo su enigma, convirtiendo así el alma en unión transformante en una bisagra donde confluyen la creación con su Creador. Por último —last but not least— Dios se le manifiesta al alma no como una visión estática y rígida, ni mucho menos con imágenes concretas o a través de ideas racionales, sino como un torbellino de alegría en el que le va manifestando el espiral tumultuoso de Sus epifanías más recónditas. El alma las comprende todas simultáneamente, porque en ese sagrado allí, insisto, el tiempo no existe. Ilustro —bien que desde esta ladera— ese abrazo unificador que Dios da al alma con la legendaria fuente de mercurio, que refleja —y celebra gozosa— la hermosura policromada del recibidor; vale decir, la Hermosura infinitamente dinámica de los Misterios de Dios, que lo reconcilia todo. En el instante supremo del éxtasis, el alma, insisto, es parte misma del Misterio que contempla. Dios la inviste de Su infinita belleza para que pueda atestiguar en ella misma Su propia hermosura; para que vea las cosas como Él las ve, con visión esférica totalizadora. Dios logra tal prodigio en el alma avasallada de manera gratuita e inesperada. De nuevo Ibn ‘Arabi: «Cuando aparece Mi Amado, ¿con qué ojo he de mirarle? — Con el suyo, no con el mío, porque nadie Le ve sino Él mismo». En este instante sagrado ajeno al tiempo, nuestros ojos terrenales se han cerrado, pues nunca han sido capaces de la visión infinita. Ahora solo mira el ojo del alma, espejo del Todo.

      Por eso tantos místicos, desde Rusbroquio, san Juan y santa Teresa de Jesús hasta sus hermanos, los sufíes del Medioevo, comparan el centro último del alma con un simbólico espejo sagrado. Simbolicé ese espejo refulgente, capaz de reflejar el infinito, con la fuente mercurial del majlis de Medina al-Zahra’, justamente porque se trata de un círculo no solo espejeante sino, sobre todo, dotado de movimiento. Más que un espejo pulido, conviene que sea un espejo dinámico, que cambia a cada instante. Estamos pues ante un azogue sagrado que no cesa, sin tiempo ni lugar, que, pese a las transmutaciones constantes de su dinamismo intrínseco, parecería mantenerse en un eterno ahora. Este espejo luminoso no tiene determinado color, porque solo así puede reflejar el simbólico cromatismo cambiante de las epifanías divinas que recibe en la vivencia sin tiempo del éxtasis. De ahí que pueda amoldarse a las revelaciones continuas —me corrijo, simultáneas— que Dios manifiesta en ella. El ego ha muerto misericordiosamente, somos puro ser en Dios.

      Mi simbólica fuente de mercurio es pues a manera de un contenedor místico que refleja en sus ondas el fuego del alicatado multicolor de las epifanías divinas en movimiento tremolante. Agua encendida y llamas de fuego en extrañas nupcias: la imagen fundidora de contrarios nos conmina al asombro. De manera instintiva emulé los despliegues incesantes de las manifestaciones divinas supratemporales con mis simbólicos rombos, rectángulos y azulejos


Скачать книгу