La cima del éxtasis. Luce López-Baralt
que el surtidor de la fuente suscitaba. Por más, las figuras policromadas quedaban mágicamente metamorfoseadas, ya que se revestían de una nueva luminosidad refulgente al contacto del mercurio. La vivencia mística trata precisamente de eso: de transformar nuestra identidad y de unificarla en una luz nueva. Sé bien que cualquier intento de traducir este evento divinal suena a dislate alucinado, a embriaguez verbal. Pero no hay manera de evitarlo: hablar de la unión mística no es hablar de teología, y por eso mismo se comunica mejor en verso que en prosa, o se sugiere en imágenes imposibles reflejadas en superficies acuosas que de súbito las hacen brillar, investidas con una nueva luz.
Importa que insista en que las ondas de la fuente de mercurio, movidas por el surtidor, no privilegian ninguna de las formas multicolores que abrazan en su regazo espejeante, sino que las contiene todas, celebrando gozosamente su movimiento continuo sin intentar detenerlo nunca. Otro tanto ocurre en el éxtasis: el alma puede acoger simultáneamente todas las epifanías cambiantes e infinitas que la Divinidad refleja en ella, sin privilegiar una sobre la otra, porque eso sería reducir a Dios y solidificarlo en una sola de sus manifestaciones sobrenaturales. Y Dios las contiene todas, y aun las sobrepasa todas. Recordemos que intento (inútilmente, lo sé) describir un instante al margen del tiempo: en aquel inimaginable allí nada es sucesivo, sino inmediato, ya que no está sujeto al devenir temporal al que estamos acostumbrados en este plano de conciencia. Por eso he intentado conllevar algo de este conocimiento divinal inmediato, infuso y dinámico con el recibidor califal en movimiento incesante: su danza cromática parecería remedar el prodigio de un tiempo que ha cesado, la gloria de un conocimiento infinito in divinis.
Cuando las puertas de la revelación se abren y se precipita el espejamiento de lo Real, la razón se subordina de inmediato al proceso gnóstico fruitivo, que es estrictamente experiencial. El evento místico —insisto— jamás podría ser experimentado por la razón ni por los sentidos. Ni dibujado en imagen ni articulado en palabra. Pese a que he falseado —quizá, desacralizado— la experiencia mística nupcial al hundirla en el estrecho lenguaje humano y al trazarla en imágenes geométricas multicolores, mi intento no ha sido otro que compartir con el lector de estas páginas algo de la alegría impertérrita de lo vivido. Confío en que la mandala del majlis cordobés de Abderramán, pese a que es, como cualquier símbolo místico, incapaz de traducir la experiencia, contribuya al menos a activar las intuiciones más profundas de quien me vaya leyendo y que de alguna manera lo ayude a vislumbrar que existe un nivel de conocimiento más allá de la servidumbre de la limitada razón humana, que se resquebraja por completo en la cúspide del éxtasis.
Desde antiguo, los místicos, huérfanos de expresión adecuada para comunicar su vivencia, han recurrido a imágenes cromáticas para intentar balbucir algo de su encuentro ultramundano. Hijos de este deleite para con el cromatismo opalino que unifica y que a la vez echa a danzar los colores más diversos son los siete castillos concéntricos de sufíes como el místico del siglo IX Abu l-Hasan al-Nuri: estaban revestidos de colores y constituidos de materiales distintos, pero todos culminaban en un castillo último de corindón. El corindón, o alúmina cristalizada (yaqut en el árabe original) puede asumir a su vez distintos colores, desde el encendido rubí al celestial zafiro, incluyendo incluso la transparencia cristalina. De cristal o diamante eran, ya se sabe, los siete castillos luminosos de Teresa, cuya iridiscencia sobrenatural preludiaron las medinas concéntricas de luz pura de Tirmidi al-Hakim en el siglo XIV. Estos colores emblemáticos, que en su cambiante diversidad terminan alquímicamente unificados, se obliteran a sí mismos para celebrar la Unidad suprema de Dios: la Luz inimaginable, ya a salvo de toda forma o color. Atestiguamos en esta alta morada espiritual la «Teofanía de la luz blanca» del Trono de Dios, el luminosísimo no-color del pabellón transparente del Ser. Santa Teresa insiste en ello cuando homologa la vivencia dinámica de Dios precisamente con «un muy claro diamante muy mayor que todo el mundo, u espejo, […] salvo que es por tan más subida manera que yo no lo sabré esclarecer; y que todo lo que hacemos se ve en este diamante, siendo de manera que él encierra todo en sí, porque no hay nada que salga de su grandeza» (Libro de su vida XL, 10). Todo lo homologa y lo contiene Dios, a salvo ya en su infinito Amor.
Por cierto que en árabe, la voz «color» (l-w-n) constituye una raíz trilítera asociada no solo al cromatismo, sino a lo multicolor, a lo diamantino, opalino, iridiscente, oscilante y mutable. Recuerdo una vez más al lector que los colores y las formas geométricas que vimos oscilando alborozadamente en la fuente simbólica del majlis de Abderramán no desfilaban realmente de manera sucesiva —la unión mística es un evento visionario sin tiempo— sino que giraban a manera de caleidoscopio embriagado de formas infinitas, remedando un tiempo detenido y un espacio anegado en Unidad. El alma en éxtasis no se epifaniza nunca en un único color, sino que oscila danzando perpetuamente en todos ellos. El éxtasis transformante tiene más de arabesco que de senda. Cuando nos abraza Dios ya no hay peregrinaje: hay instante.
Estamos ante una danza cósmica revestida de simbólicos colores sagrados, de revelaciones divinas innombrables, siempre renovadas y siempre abrazadas en Unicidad. La fuente irisada de Medina al-Zahra’ forma un Todo indisoluble con la dúctil belleza sin par de las paredes y de la cúpula, que gira sobre sí misma con precisión caleidoscópica siempre renovada. En esta hora bendita de la unión extática Dios le susurra al alma Sus revelaciones incesantes, y Sus secretos infinitos constituyen un inimaginable holograma espiritual, que entreteje de manera simultánea significados abismalmente profundos. No otra cosa era la «baraúnda» inherente a la vivencia atorbellinada de Dios, a la que apuntaba santa Teresa con su estilo candoroso y espontáneo. Entiendo bien lo que quiso decir.
Y lo digo porque en mi propio caso me fue dado comprender no solo las infinitas noticias de Dios vertidas sobre mi alma iluminada y devenida infinita; sino también, ya lo adelanté, entendí la intrincada red de hilos de plata —por fuerza sigo hablando en metáforas— que me unía a todos los seres, muy en especial a aquellos frente a los que me ocurrió la experiencia transformante. Sumidos en el seno de Dios es que podemos asumir al fin que la creación entera tiene sentido y está sostenida en Su Amor. Es como si el alma viera por vez primera, con una mirada súbitamente devenida divinal, la intrincada urdimbre que sostiene todo el entramado de las cosas, acontecimientos y seres. Y entendiera, en un golpe de vista trepidante, que nos sostiene un abrazo de Amor que toca de un fin hasta otro fin.
Allí también atestigüé de manera inmediata, como he ido sugiriendo, los atributos infinitos de Dios: Su inmanencia, misericordia, luz, armonía suprema, belleza, júbilo… Sobre todo Su Amor, siempre Su Amor. No hay manera de referirme a esta vivencia inimaginable: decía con razón Maimónides en su Guía de los extraviados que el que se atreve a afirmar los atributos de Dios inconscientemente pierde su fe en él. Estas aleccionadoras epifanías divinas, continuamente renovadas, confluyen y coexisten a salvo del espacio-tiempo, y nos dejan saber que todo en el universo está interpenetrado por el amor último de Dios.
Las noticias de Dios son, también podría decir, a manera de celosía sutil, donde la simbólica panoplia de colores y de formas emblemáticas, es decir, de noticias trascendentes, se alternan, entretejiendo un arabesco sublime mientras velan y des-velan el Tesoro escondido de Dios, fuente de Luz más allá de toda imagen. El evento sobrenatural también me sugiere el símil de una malla de claroscuros en la que pareceríamos movernos de la oscuridad hacia la Luz, como si en el proceso del fana’ o aniquilación del ego la sombra adviniera al fin a la incandescencia. Por su inmensa complejidad evocadora, esta fluctuación interior vivida en la cúspide del éxtasis me lleva también a recordar las misteriosas obumbraciones de san Juan de la Cruz, término que el poeta traduce, como observa Eulogio Pacho, del obumbravit de la Vulgata. El Reformador interpreta el hacimiento constante —y contrastante— de luz y sombra como el «amparo» que Dios da al alma durante la unión sobrenatural. Los resplandores de las lámparas de fuego implican, dice, un «hacimiento de sombra» al alma; pero esta sombra no es nociva, ya que el santo la entiende como la protección de la Luz divina sobre el hondón de nuestro ser. Está siguiendo de cerca a san Lucas, que explica que «hacer sombra es tanto como amparar […], porque llegando a tocar la sombra es señal que la persona […] está cerca para favorecer y amparar» (Llama III, 12). Como a la Virgen, aquí «la virtud del Altísimo le hace sombra» al alma.