La cima del éxtasis. Luce López-Baralt

La cima del éxtasis - Luce López-Baralt


Скачать книгу
sobre estas características lingüísticas tan ajenas a la mentalidad occidental:

      […] En árabe, la solidez de la consonante es tal que en nada obscurece, tanto para el que habla como para los que lo escuchan, la etimología de las palabras. Por ello, el vocablo evoca siempre en esta lengua toda la raíz de que procede, e incluso el sentimiento profundo de la raíz predomina sobre el significado del vocablo.

      Una raíz árabe es, pues, como una lira de la que no se puede pulsar una cuerda sin que vibren todas las demás. Y cada palabra, además de su propia resonancia, despierta los secretos armónicos de los conceptos emparentados.

      Habré de volver a referirme con más espacio a la fluida volubilidad de las raíces trilíteras árabes en el curso de estas páginas, porque tiene que ver con la propensión al cambio perpetuo, tan propia de la estética islámica y, sobre todo, tan propia de su particular expresión de la experiencia mística. Pero, por lo pronto, cabe recordar la fruición de los árabes para con la fluidez constante de la antigua alquimia, con su transmutación de los metales, símbolo de la volatilización del alma, y en el correrse de las virtudes de los astros a las vidas de las personas, tal como determinaba la antigua astrología, que también hizo célebres a los hijos de Agar. De todo ello se hace eco la fluidez de los dibujos del arabesco, siempre reiterados y abiertos en revelación constante, como las cúpulas tornasoladas de Isfahán, que cambian de color según la luz del día. O como el Taj Mahal, de opalescencia rosada al alba y de un indescriptible brillo perlado a la luz de la luna.

      Confieso que estos fenómenos de movimiento mágico y de cambio perpetuo siempre me impresionaron hondamente: cuando niña me embelesaba jugando con un caleidoscopio que renovaba sin fin sus diseños geométricos policromados. También me deslumbraba el mercurio líquido de los termómetros rotos, plata mágica con la que intentaba esculpir figuras en vano, ajena al peligro que corría. Uno de los regalos que más agradecí a los Reyes Magos fue el volumen de las Mil y una noches: mi alma infantil, es hoy que lo comprendo, respondía de una manera misteriosamente cómplice al espejeo circular inagotable de los relatos henchidos de fantasía con los que Scheherezade salvaba su vida cada noche.

      Por todo lo que voy confesando, no es de extrañar que el recibidor peregrino de Abderramán III me hechizara desde el primer momento en que tuve noticia de su leyenda. La extraña taracea policromada de luz giratoria tocó siempre fibras muy íntimas de mi ser, hasta que, como dije, entendí que su alucinante belleza estaba detonando el recuerdo de la experiencia sobrenatural aureolada de portento que había experimentado en otro plano de conciencia. En ese momento también me hice cargo de que la pieza arquitectónica califal, que renovaba su belleza luminosa en giros perpetuos, estaba dotada de una gran expresividad simbólica. Me habría de ser pues de gran utilidad plástica para comunicar algo de la tesitura inaprehensible de la experiencia mística, que experimenté como una danza revelatoria de amor y de luz, renovada a cada instante, si es que puedo osar medir el tiempo de una vividura que trascendió el discurrir de las horas.

      2. LA FUENTE DE MERCURIO DE MEDINA AL-ZAHRA’ COMO MANDALA DE LA CÚSPIDE DEL ÉXTASIS

       Yo lo sé esto muy bien por experiencia

      (Santa Teresa de Jesús,

      Camino de perfección XXXIX, 23,5)

      No soy la primera en atribuir un posible significado espiritual al recibidor peregrino de Abderramán III. Algunos de sus elementos constitutivos parecerían calcar aspectos centrales de la descripción coránica del Paraíso: recordemos las ocho puertas que algunos cronistas aseguran tuvo el majlis —las del Paraíso también son ocho— así como sus legendarios tejados de oro y plata y el fulgor de luz de su fuente de mercurio. Según el Corán, a su llegada al Paraíso Dios le dará al bienaventurado la capacidad de resistir la súbita luz relampagueante (barq) que le espera cuando entre en los pabellones celestiales, edificados sobre amalgamas de perlas de distintos colores. A la luz de algunas versiones que han llegado hasta nosotros, es posible que el majlis califal tuviera pues un sentido alegórico buscado: nada menos que imitar el Paraíso celeste en tierra cordobesa.

      No iré, sin embargo, por ese camino. Asigno al centelleante recibidor califal en constante giro caleidoscópico una tarea aún más compleja, de cuyos extremos ya he adelantado algo: la de servirme como símbolo del locus teofánico del éxtasis, donde Dios manifiesta al alma la perpetua itinerancia de sus epifanías infinitas. Así precisamente, como ya dejé dicho, fue que viví el encuentro con la Divinidad.

      Como habremos de ir viendo en las siguientes páginas, el recibidor califal me habrá de servir de mandala en la que confluyen, gloriosamente redimidos, los opuestos. En sánscrito, ya se sabe, mandala significa «círculo», y el conjunto arquitectónico cordobés dibuja una inesperada circularidad armonizante de los contrarios: la cúpula giratoria está arriba, la fuente que la refleja y la torna luminosa está abajo, y juntas forman un todo donde los espacios se anulan en felicísimas nupcias. No en balde Jung pensó que la mandala apuntaba siempre a la totalidad del ser armonizado consigo mismo. Conviene, de otra parte, representar este connubio celeste con la luz pura, ajena a toda imagen, pero a la vez contenedora de todas: la fuente relampagueante de mercurio plateado, central en el imaginario arquitectónico del majlis de Abderramán, hacía suyos todos los colores danzantes de la cúpula, de las columnas y de las paredes de azulejos. Semplice luce: la luz, ya se sabe, es símbolo inmemorial de Dios.

      No desespere el lector: sé bien que intento dilucidar una experiencia de una complejidad inmisericorde. Por ello mismo, a lo largo de estas páginas volveré a referirme una y otra vez a la tesitura del éxtasis místico y a explicitar paulatinamente mi intento de simbolizarlo sirviéndome de la imagen del recibidor palatino andalusí. La escritura irá pues por entregas o reiteraciones sucesivas, a manera de una salmodia: algo así como las mantras del rosario cristiano o del tasbih de los musulmanes. Acaso ello ayude a conllevar al lector lo que fue una experiencia infinita que por su propia tesitura me es preciso compartir por oleadas, a manera de sístole y diástole, bien que la viviera al margen del tiempo. Sospecho que mi propia escritura acompasada ya de por sí revela algo de la particular modalidad dinámica de aquel acontecer sobrenatural de revelaciones infinitas que es, de suyo, intransferible. Asumo pues el riesgo de sonar reiterativa, pero prefiero dejar que la experiencia se vaya revelando al lector paulatinamente, como una flor que abre sus colores al mundo con la pausada delicadeza propia de las cosas bellas.

      Es que, en el fondo, todo texto místico encubre de por sí una red de significados que se abren continuamente, interactuando con cada lector de una manera distinta. Es a manera de un juego de espejos que saca a la superficie las experiencias espirituales intransferibles de cada cual. Una puerta se abre de súbito —recordemos el sentido gnóstico que esta «apertura» o futuh tiene en Ibn ‘Arabi— y permite que el lector acceda mejor a su propia experiencia espiritual, profunda y única. Le suscita pues intuiciones constantemente renovadas, que se siguen abriendo una y otra vez, a manera de un caleidoscopio que girase lentamente sobre sí mismo, o al estilo de las formas cromáticas que emergían sin cesar de la fuente de plata del recibidor cordobés. Ya ve el lector que, curiosamente, el proceso ondulante de mi propia escritura mística remeda la mismísima imagen andalusí elegida, que celebra la reiteración continua de una estremecedora experiencia estética.

      Importa pues que regresemos al recibidor del califa Abderramán III en Medina al-Zahra’ y nos inclinemos sobre su fuente de semblantes plateados. La alfaguara palpita y refulge según va reflejando en su recipiente de luz el alicatado multicolor de los azulejos de las paredes, que entran en danza a medida que la cúpula de brocado de estuco o de piedra labrada filtra los rayos del sol mientras gira sobre sí misma. Desfilan ante nuestros ojos los arabescos encendidos —rombos, triángulos, círculos y volutas— que van cambiando de color y aun de forma según se hunden en la fuente. El surtidor disuelve dulcemente las figuras geométricas y las gemas opalinas sobre la superficie de plata. Difícil distinguir una forma de la otra en el relámpago de luz del venero: todas atraviesan cambios constantes y no sabemos si van o vienen cuando se hermanan en las ondas refulgentes. Todo confluye en Luz y se homologa


Скачать книгу