Arlot. Jerónimo Moya

Arlot - Jerónimo Moya


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querido escribir una novela de aventuras a la usanza. A pesar de mis sinceros esfuerzos, me ha sido imposible. Bien está. En el fondo se trataba de manejar recuerdos dirigidos al pasado y al futuro, porque el futuro también los tiene, y esos cinco niños crecerán y si alguno de ellos siente en su día la curiosidad de saber quién fue Arlot, más conocido por entonces como Espada Negra, en el reino de Entrealbas nos encontraremos.

      En los inicios de la Baja Edad Media una familia de campesinos vivía en una aldea del este de Entrealbas, país conocido como el reino de los Nueve Señoríos. Lo hacían bajo la arbitrariedad del noble de quien dependían. Hartos del trabajo agotador, del hambre y de las constantes humillaciones, temerosos incluso por sus vidas, decidieron aventurarse y buscar en otras tierras una oportunidad, para ellos y para su hijo nacido pocos meses atrás. Al principio, la mujer, temerosa por viajar a través de un mundo para ellos desconocido, y también por el castigo que sufrirían en caso de ser descubiertos en su fuga, se había resistido. Nos trate bien o mal, dependemos del marqués, según la ley le pertenecemos, argumentaba. No es cierto, replicaba el marido aun reconociendo que ella tenía razón, nos lo dicen, pero no es cierto. Insistía ella haciéndole ver los peligros que correrían lejos del amparo de su señor. Dirás de su tiranía, replicaba el campesino con igual persistencia. Recordaba una los castigos que sufrían quienes intentaban escapar de sus señores, la dureza con que los aplicaban. Somos siervos hijos de siervos, ¿lo has olvidado? No nos atraparán si nos ocultamos de día en los bosques y viajamos por la noche lejos de los caminos más transitados, prometía el otro. ¿Quieres que nuestro hijo herede la servidumbre? Alcanzado ese punto, la mujer callaba. La fragilidad de su hijo, apenas un bebé, supuso un último recurso por su parte para hacerle desistir a su marido de una aventura que consideraba descabellada. No sirvió. Por él estamos obligados a hacerlo, respondió tajante él.

      Durante semanas giraron en carrusel de disputas, de silencios malhumorados, incluso de gritos y de lágrimas. Hasta que por fin optaron por olvidar ilusiones y miedos y actuar como siempre lo habían hecho, como un matrimonio forjado en el afecto y la necesidad de sobrevivir, en las reflexiones comunes y las decisiones bien pegadas a la tierra. Positivas en un platillo, negativas en el otro, se conjuraron. Alcanzada esta fase, y considerando que tenían más que ganar que perder, la mujer se mostró conforme con partir. Con reparos, pero conforme. Quizá necesitase fortalecer un punto el ánimo, lo que acabó consiguiendo pues poseía un carácter valiente. En consecuencia, un amanecer, a principios de la primavera, reunieron sus escasas pertenencias, engancharon el buey al carro del que disponían para realizar su trabajo en el campo, y que no les pertenecía, y emprendieron el que sabían habría de ser un largo, incierto y duro viaje, lo que no tardaron en comprobar puesto que, si bien evitaron ser capturados, durante los siguientes meses la fortuna les dio la espalda sin contemplaciones. Aquella primavera resultó ser especialmente revuelta, lo que hizo que los caminos se embarrasen y muchos de los cultivos se perdieran. Lo primero dificultaba la marcha y la búsqueda de refugio, lo segundo, conseguir alimento suficiente para subsistir. Tampoco mejoró su suerte en la búsqueda de trabajo. Allí por donde transitaran, y tras tantear el terreno antes de hacerse visibles a fin de evitar problemas, se encontraban con la misma respuesta. No hay trabajo o, en el peor de los casos, se les expulsaba sin consideraciones porque nadie se arriesgaba al castigo por encubrir a unos fugitivos. En consecuencia, el desaliento por la falta de un lugar en donde recogerse al menos de forma transitoria y la sensación de haberse convertido, y haber convertido a su hijo, en simples prófugos aumentaron hasta hacerse insoportable. Hambre, sed, calor, frío, lluvia, alimañas y salteadores, acabaron borrando las ilusiones que habían depositado en el platillo de sus reflexiones y subrayando el de las decepciones. Nos hemos equivocado y lo pagaremos, pensaban ambos, que no decían, y es que para desánimo ya tenían las veinticuatro horas de cada uno de los días que caían sobre sus esperanzas como peñascos. ¿Para qué aumentar el desaliento del compañero? Por fortuna los tres eran fuertes físicamente y ellos se tenían el uno al otro. Si la moral de uno descendía en exceso, el otro le animaba insistiendo en la confianza de alcanzar antes o después sus sueños. Se trataba de un camino de ida y vuelta. Dios nos ayudará, lo sé, pero antes quiere poner nuestra fe a prueba, le dijo un día la mujer a su marido. Sin embargo, la prueba se extendió hasta tal punto que la idea de regresar y aceptar lo que su fuga les deparara, empezó a tomar forma. Nos colgarán o nos encerrarán para dar ejemplo a los demás, atajó el hombre cuando la forma empezó a resultar visible en exceso. ¿Y qué será entonces del niño? La respuesta, innecesaria, les empujó a continuar su camino.

      Con la ayuda divina o sin ella, su mala fortuna empezó a cambiar una tarde, transcurridos más de seis meses desde la partida, ya mediado el otoño, cuando se encontraron ante una senda que se internaba serpenteando suavemente en un robledal, una senda que se mostraba apacible, que transmitía confianza. Eso se dijeron al tiempo que reconocían lo absurdo de hablar de aquella forma de un conjunto de árboles, arbustos y flores de otoño. Intuyo que esta vez sí que lo hemos logrado, dijo el hombre. Su mujer sonrió, estaba de acuerdo. A pesar de lo desapacible del día, un lugar tan hermoso no podía esconder amenazas ni nuevas decepciones. Sabían que se encontraban lejos de su señorío de origen, y los primeros fríos se anunciaban blanqueando las cimas de los montes que cerraban el horizonte. No importaba. Avanzaban con lentitud contra un viento racheado que les alborotaba ropas y cabello. No importaba. El cielo, sombrío y bajo, mostraba un talante poco dado a la compasión y demasiado a la indiferencia sobre lo que les ocurriera. No importaba. Tampoco lo que les hacía sentirse frágiles, algo a lo que se habían acostumbrado, con lo que trataban de convivir con naturalidad si pensaban en ellos, y con amargura cuando lo hacían en el niño. Con la noche desplegándose entre los árboles llegaron junto a un gran peñasco que se levantaba en uno de los márgenes del camino. Aquí debe ser, no hay duda, apuntó ella. Es tal como nos explicaron, exclamó él mientras saltaba del carro y detenía la cansina marcha del buey. Hombre y mujer buscaron animarse cruzando un gesto de coraje, conscientes de que no tendrían muchas oportunidades más de sobrevivir en el caso de que el proyecto les fallara. Si el invierno les atrapaba en descampado, estaban acabados.

      Días antes habían pernoctado en una cabaña. Los granjeros, a pesar de su aspecto huraño, conmovidos por el desamparo en que se les veía y por la ternura que despertaba el niño, de apenas un año, les atendieron en la medida de sus posibilidades. Tras la cena, se entabló una conversación en la que el campesino les preguntó, sin demasiadas esperanzas, si conocían algún lugar en donde les aceptarían para trabajar, sin castigos, y les proporcionarían un techo para pasar el invierno. Al principio los granjeros vacilaron, pero, tras intercambiar una mirada, el hombre acabó indicándoles, con muchas prevenciones y cierta brusquedad, que si se adentraban en un robledal a no demasiadas leguas de allí, hacia el sur, encontrarían un gran peñasco y a su derecha lo que en su día fueron fértiles huertos. Atravesando esos huertos llegaréis a una cabaña, ahora abandonada y supongo que en no muy buenas condiciones. ¿Abandonada?, preguntaron sorprendidos. La simple idea de tener un refugio y campos les sorprendía, tanto que olvidaban el porqué se encontraban en aquella situación. ¿Ha habido una epidemia? Los granjeros volvieron a mirarse, ahora con preocupación y abatimiento. No se trata de enfermedades, respondió la mujer arrugando los labios, quienes la ocupaban se marcharon hará dos años. Su marido asintió con gravedad y añadió: Se convirtieron en fugitivos, como ustedes. ¿Por qué?, preguntó el campesino. Porque no resistieron lo que ocurre en Aquilania. ¿No resistieron?, preguntaron los viajeros, temerosos de revivir el pasado, de que sus sacrificios solo hubiesen servido para devolverles al punto de partida. El miedo es un arma terrible, respondió la granjera con sequedad. Humilla, transforma y embrutece al ser humano, al ser humano y hasta a los animales. En su caso hicieron bien en marcharse, apostilló su marido, y no son los primeros que lo han hecho. Claro que no todos consiguen salir de esas tierras. Entonces les revelaron lo que sucedía en aquel lugar, y lo hicieron de una forma parcial, confusa, entremezclando realidades, rumores y fantasías. Al fin consiguieron comprender que Aquilania estaba gobernada por un duque enajenado, malvado, y que las víctimas se empezaban a contar por decenas. Esa fue la idea que quedó y por las razones que fuesen no demandaron mayores aclaraciones.

      Aquel relato había colocado al matrimonio ante una delicada decisión, y llegar a un acuerdo les llevaría


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