Arlot. Jerónimo Moya
peor que incierto. Hacia la primera opción les empujaba la proximidad del invierno, la miseria en que se encontraban, la indefensión del niño, y también la perspectiva de disfrutar de un techo, de poseer huertos en los que trabajar y de los que alimentarse. Cobijo, trabajo, comida. El sueño perseguido desde hacía meses. En su estado resultaba difícil renunciar. La fortuna, relativa o no, alejada o próxima al miedo, había aparecido al fin en sus vidas, pero quedaba el relato y la amenaza que comportaba. Habían huido de un tirano, y se exponían a otro. Sin embargo, ¿tenían alternativa? En opinión de los granjeros, cuando una partida de soldados observara que la cabaña estaba habitada de nuevo, se limitaría a advertirles del tributo que estaban obligados a pagar al señor, en este caso un duque, e informaría de su presencia a los recaudadores. Que ocupe esas tierras una familia u otra, les había explicado el granjero con una sonrisa ambigua en sus orígenes, no les importa demasiado. Saben que el señorío se despuebla, y los financieros del duque son conscientes de que las arcas necesitan que se cultiven las tierras y se paguen los tributos. Vengas de donde vengas, fugitivos como vosotros o comprados en otros señoríos, incluso extranjeros. También es probable que los propios soldados os adviertan de lo permitido y de lo prohibido. En resumen, es posible que si sois prudentes y tenéis suerte viváis en relativa paz, inquietos, pero viviréis. Y recordad que la suerte hay que ganársela. Si no… El silencio resultó elocuente, y ellos se aferraron a esas palabras: Si sois prudentes y tenéis suerte viviréis en relativa paz, inquietos, pero viviréis. ¿Tener suerte? La suerte la repartía Dios a quien se la merecía, y necesitaban convencerse, después de lo que habían luchado y sufrido, de que Él les proporcionaría su parte. En aquellos momentos con esa idea, tan elemental, les bastaba. ¿Y qué ocurre para que estas tierras se despueblen?, había preguntado finalmente la mujer antes de salir de la cabaña. La granjera les deseó buenas noches y desapareció tras una cortina. Por su parte su marido había guardado silencio y lo siguió haciendo hasta el momento de despedirles en el cobertizo, el lugar que les había ofrecido para pasar la noche. ¿Por qué no responden?, se preguntaron apenas se quedaron solos. Aquello resultaba absurdo. ¿Qué tipo de superstición flotaba en el ambiente? Porque de una superstición debía tratarse cuando ni siquiera se atrevían a mencionar lo que ocurría. Sorprendentemente el granjero reapareció al cabo de unos instantes, y lo hizo apesadumbrado, nervioso, se sentó en el suelo y sin mayores preámbulos inició la historia, esta vez de una forma más clara y completa. Quería dormir con la conciencia tranquila.
Esas tierras están bajo el dominio de un duque, sobrino carnal del rey. En Aquilania no hay derechos, ni los mínimos que cualquier cristiano por muy miserable que sea su condición debería tener. En tiempos del anterior duque, hermano del rey, la maldad del por entonces heredero la sufrían los animales del bosque y sus perros. Se salvaban los caballos, sus caballos, por los que siente auténtica devoción. Tras la muerte de su padre, sin freno que la contuviera, su perversidad aumentó. Pasaron los animales a un segundo plano, y su brutalidad, ya desatada, la empezaron a sufrir sus súbditos. Nadie escapa, todos están en peligro. Unos más que otros, claro. Campesinos, artesanos, sirvientes, los propios soldados… Vivas en el castillo, en los alrededores, en una aldea o entre los bosques o los prados. La vida en el propio castillo es una condena. Pobres sirvientes. Se dice que les obliga a vestirse de dos colores diferentes para distinguirlos. Unos, de negro, tienen garantizada su integridad, al menos hasta cierto punto, siempre que no le irriten, porque los considera de alguna forma necesarios en algún sentido. Con los otros, de amarillo, ni siquiera la ira le es necesaria. Los recluta entre la población más desfavorecida, tullidos, inútiles para el trabajo del campo, veteranos de la milicia, o gentes de pocas luces, y bajo el nombre de basura de la servidumbre los utiliza para cultivar su maldad. En realidad, no son sirvientes, sino condenados a una muerte que puede ser lenta o rápida, están condenados al infierno. Se dice que cada año no pocos mueren a consecuencia de las palizas, las torturas o se suicidan. Que Dios les perdone. ¡Está loco!, exclamó la irritada granjera, que había aparecido a media narración y permanecía en el umbral, entre la penumbra. Loco o desalmado, ¿qué más da?, prosiguió su marido. No teme a la Iglesia ni a sus mandatos, desprecia la ley de Dios por pagano y la del reino porque su tío le protege. No, no le protege, le corrigió su mujer, se dice que lo mantiene aislado, encerrado en su señorío, que no quiere saber nada de él, que le permite hacer y deshacer mientras no cruce la frontera de Aquilania. Está bien, mujer, está bien. Le concedió el granjero, paciente, comprensivo con la indignación de su mujer. Al parecer el rey le trata como se hace con los apestados durante una epidemia. Hasta aquí la situación en general. Pero hay más. Si decidís instalaros en esas tierras, deberéis grabaros con fuego en la memoria dos consejos. El primero, ese hombre ha convertido el atardecer de los domingos y el bosque en uno de los escenarios de sus rituales. Es el momento de la cacería de quienes, por ignorancia o por temeridad, se arriesgan por los caminos del bosque. Es el ejercicio del anticristo. Se santiguó, cruzó los brazos, bajó la mirada y guardó silencio. El campesino, con el niño dormido entre los brazos, y su mujer intentaban mantener el gesto sereno y no dejar traslucir lo que sentían. Temían que la posibilidad de una nueva vida se truncara si los granjeros, advirtiendo ese miedo, se negaran a darles las indicaciones para llegar a la cabaña abandonada. Ya se habían referido a la incomodidad que les provocaba la idea de enviar a una familia a un lugar como aquel. Aguardaban, ansiosos, siendo conscientes asimismo que para aquella gente narrar la historia les resultaba difícil. El granjero, tras pasarse el dorso de la mano por los labios, continuó. Sabemos que, para evitarle, las tardes de los domingos la gente se reúne en la iglesia y permanece allí hasta la caída de la noche. Incluso quienes vivimos cerca solemos quedarnos en casa incluso sabiendo que el duque nunca atraviesa la frontera. Eso desataría la ira de su tío, el rey, y pondría en riesgo la impunidad con que vive. Escuchad, en vuestro caso lo importante es no cruzarse en su camino. No sois candidatos al vestido amarillo y para el negro al parecer le sobra gente, tanta como le falta para cultivar unos campos cada vez más despoblados. Esto es importante: cuando el duque abandona el castillo y se dirige al bosque, a cualquier bosque, recorre los caminos en un caballo gris con el pelo blanco. En ocasiones ronda las aldeas, pero prefiere el bosque. Y más vale no encontrárselo, intervino la granjera con voz débil. Pareció que iba a añadir algo, pero desistió con una mueca de aprensión. Su marido asintió y continuó. Entre el pueblo se le conoce por Diablo, y bien ganado que tiene el nombre. Pero si tenéis buen ánimo y seguís las reglas, podréis vivir en esa casa durante un tiempo. El duque habita en su mundo infernal, y todo consiste en mantenerse alejado, lo mismo que del pecado. En cuanto al segundo consejo nada tiene de excepcional, es lo habitual. Mantened a los recaudadores satisfechos, aunque eso os obligue a pasar mayores penurias. Ellos son quienes callan o delatan, dejan o se llevan a los jóvenes a servir al castillo o a formar parte de la milicia, y eso, en especial lo primero, es una condena. Sea como sea, intervino la granjera esforzándose por sonreír con amabilidad siguiendo el espíritu de su marido, si oís llegar un caballo, solo uno, escondeos y no salgáis hasta que el sonido de los cascos se aleje. Diablo es impredecible. Dicho lo cual se santiguaron y desaparecieron en la oscuridad camino de la cabaña.
Una vez solos el campesino y su mujer se cogieron de las manos, sin palabras. El niño dormía en un rincón de la cabaña protegido por una gruesa manta pues la noche, sin llegar a ser fría, refrescaba. Estaban cansados, necesitaban dormir. No lo consiguieron. Lo que habían oído y los gestos de los granjeros pesaban. Tanto que les acompañó hasta el amanecer y condicionó su conversación sobre la decisión a tomar. Ahora ya no se trataba de historias a definir, sino de una realidad concreta, con hechos y, lo peor, con un nombre tan espantoso como Diablo. Por ello, mientras el amanecer iluminaba los resquicios de las paredes de tablones del cobertizo, seguían indecisos. Miedo frente a miedo hasta que uno venció al otro porque no tenían alternativa. También iremos a la iglesia, evitaremos los senderos del bosque, nos esconderemos si oímos llegar un caballo y daremos cuanto podamos al recaudador.
Días después se encontraban junto a la gran roca tras haberse internado en el robledal. Siguiendo las indicaciones recibidas, se salieron del camino por una vereda apenas distinguible por la vegetación que la había invadido. Un trayecto breve y allí estaba. En aquel momento olvidaron las advertencias, las callaron o las relegaron para que no empañasen la alegría que sentían. Campos cultivables, árboles frutales, un corral y una cabaña en mejores condiciones y más amplios de lo que esperaban. Y un silencio a su alrededor que nada tenía de amenazante