Arlot. Jerónimo Moya
diligente. Tras darles de comer, sin pausa, los acompañó hasta una casa de piedra cercana a la iglesia con dos estancias, suelo de tierra y techumbre de paja. Según dijo, allí había vivido la viuda de un carpintero y desde que falleció dos años atrás estaba desocupada.
—Habrá que limpiarla —les advirtió—. Habrá que limpiarla y rehacer el corral si queréis quedaros. La comida de los primeros días correrá de mi cuenta, después habrá que buscarte un trabajo para que mantengas a tu hijo.
Desbordada ante tanta generosidad, la mujer asentía al borde de las lágrimas, y seguía asintiendo cuando el propio sacerdote, quien a partir de entonces llamarían Páter, como le conocían en el lugar, auxiliado por dos hombres y tres mujeres se puso aquel mismo atardecer al frente de las operaciones. En consecuencia antes del anochecer madre e hijo estaban sentados en una habitación con sus escasas pertenencias colocadas en el lugar adecuado, el buey atado junto al corral, cerca del carro, y sentados frente a un pan de considerable tamaño, una cuña de queso y una jarra de agua limpia y pura. Miró ella al niño, que le respondió con un esbozo de sonrisa. En ese momento cayó en la cuenta de que era la primera vez que lo hacía desde aquel sábado en que su marido partió en busca de Diablo. Aunque ya no fuese la sonrisa de siempre, verla le hizo feliz. Por fin la vida les daba un respiro. A los pocos días, gracias de nuevo a la mediación de un Páter incansable en su misión de, en sus palabras, ayudar en la tierra y preparar para el cielo, la mujer empezó a acudir al castillo para colaborar en el cuidado de los huertos. Mientras, el niño trabajaba en el que ellos preparaban junto a la casa.
Pronto llegaron las primeras amistades para ambos. Entre los niños de la aldea hubo dos con los que la relación fue casi inmediata. El primero lo conoció de una forma peculiar. Sucedió que una tarde dos tejedores algo o muy bebidos empezaron a increparle llamándole entre risas el hijo de la viudita. Lejos de amilanarse, ofendido, puños apretados, dejando de lado que aquellos hombres le sacaban una cabeza, el niño se lanzó a por ellos. Al principio las risas continuaron, pero cuando los golpes les empezaron a doler, reaccionaron con bofetadas e insultos. Tambaleante, encajaba el niño unas y otros sin cejar en su acometida, a la que añadió patadas. Hasta que las bofetadas dieron paso a un puñetazo dado con tanta furia que acabó con él en el suelo. Atontado, intentó ponerse de pie. Se lo impidió un puntapié en el pecho que le hizo rodar varios metros. Con la nariz ensangrentada, dolorido, apoyándose en una mano, el niño se incorporó dispuesto a dar y recibir nuevos golpes. Entornó los párpados, apretó de nuevo los puños y avanzó hacia los tejedores. Antes se cansarían ellos de darle golpes que él de recibirlos. No les temía. Sin embargo, ante su sorpresa, los dos tejedores tras lanzar una mirada por encima de donde él se encontraba, proferir varias burlas y un par de amenazas, le dieron la espalda y empezaron a alejarse más deprisa que despacio. Confundido, el niño se giró y se encontró con quien sería su primer amigo. Un chico de edad por definir, quizás trece años, y corpulencia por explicar, si es que resultaba razonable en alguien de su edad. Para el niño, que siempre había tomado como referencia de fortaleza a su padre, aquel chico tan enorme coronado por una mata de pelo negro, resultaba propio de los cuentos, no de la realidad.
—No te conozco —le dijo limpiándose la sangre de la cara con la manga de una camisa rasgada y sucia.
—He estado fuera, con mi padre —respondió con una voz infantil dada su apariencia.
—¿Por qué me has ayudado?
—¿Y cómo no te iba ayudar? —fue la respuesta acompañada de un movimiento de cejas que subrayaba la obviedad—. Dos hombres contra un niño, no es justo.
—Tú también eres un niño, ¿no?
Intentaba sonreír, pero como le sucedía siempre los labios lo dejaron apenas en un esbozo.
—¡Eso es verdad! —Rió el gigantón—. Pero menos.
Y le tendió una mano acorde con el tamaño de su poseedor, mano que fue estrechada de inmediato. Aquella noche, evitando la preocupación de su madre ante el aspecto con el que se presentó, el niño dijo y repitió:
—Madre, me he hecho amigo de un gigante.
Pocos días después, esperando a su madre junto al pozo mayor, frente al castillo, apareció por una calle un caballo con un singular jinete. La mayoría de los vecinos de la villa disponían de algunos animales para el trabajo o para alimentarse. Bueyes, mulas, gallinas, cerdos, incluso cabras y ovejas, pero no caballos de monta, pues para ellos no tenían una función práctica y su coste y mantenimiento los hacía prohibitivos. Ni siquiera quedaba claro que tuvieran derecho a ellos. En realidad los que había en el señorío pertenecían al señor feudal, un marqués, y vivían en las cuadras del castillo. Sin embargo, lo que le sorprendió no fue el caballo, pues los soldados y los familiares de dicho señor solían utilizarlos, sino el jinete. En esta ocasión ni guerrero ni noble, sino un crío de unos diez años, de pelo ondulado y rojizo y rostro pecoso. Vestía únicamente unas calzas negras, lo que dejaba ver un cuerpo delgado y fibroso. Montaba con los brazos cruzados, desafiante en el equilibrio, mirando al cielo y balanceando la cabeza como si siguiera algún compás. El niño sintió una oleada de interés al instante por aquel personaje tan singular, oleada que este debió percibir puesto que bajó la vista y al encontrarse con aquellos ojos grises, amistosos, sonrió alegremente sin desviar su marcha hacia la puerta del castillo. Poco antes de desaparecer por ella, se colocó dando una voltereta imposible de espaldas al sentido de la marcha y agitó la mano despidiéndose. La pirueta, asombrosa, añadió admiración a la simpatía. ¿Cómo era capaz de montar de aquella forma? ¿Vivía en el castillo? La mera posibilidad lo convertía en un ser enigmático, pues así consideraba el lugar y a sus habitantes a pesar de que su madre trabajase en su interior. La respuesta llegó pronto. Al día siguiente, cerca del atardecer, se presentó en la casa de la viuda y el huérfano el animoso Páter acompañado del jinete pelirrojo, esta vez con sandalias, calzón y blusón negros. Tras saludar, le dijo a su acompañante con tono de fingido hartazgo:
—Pues aquí lo tienes, ¿vale? Hala, presentaciones hechas.
Luego se acercó a la mujer para interesarse por lo que cocinaba. De pronto, como si recordara algo sin importancia, añadió:
—Es el hijo del secretario del señor, te quería conocer. En el castillo no hay demasiados niños de vuestra edad, se llama Vento y… —frunció el ceño, dudando—, es muy simpático, un gran jinete y, por cierto, no habla. No es sordomudo, simplemente no habla. Oír oye, ¿verdad?
Vento, confirmando presentación e información, asintió y lanzó a su nuevo amigo una sonrisa deslumbrante.
III
Los siguientes cuatro años transcurrieron de puntillas, embarcados madre e hijo en una tranquila rutina. Este y sus dos amigos, en las puertas de la adolescencia dos de ellos y uno en su plenitud, se dedicaban a sus trabajos y forjaban una amistad que se había consolidado hasta el punto de hacerse popular entre los vecinos. Les llamaban la partida del trébol. Entre sus distracciones estaba la de invitar a propios y a extraños a batirse con cualquiera de ellos en un juego llamado de las varas, una especie de combate con largos bastones. Los combatientes, dos o más, pies fijos en el suelo, sin desplazarlos en ningún sentido, debían derribar al adversario por cualquier método excepto golpear en la cabeza. Pronto quienes les conocían declinaron el enfrentamiento, y quienes no, acababan en el suelo o irritados. Por fin Páter, previendo conflictos, decidió intervenir y les hizo comprender que a nadie le gusta ser humillado, y menos por unos adolescentes. A cambio les propuso iniciarlos en el uso de la espada, siempre que se limitaran a practicar entre sí sin involucrar a ningún vecino o viajero en el asunto. Aceptaron encantados ellos y consiguió él unas de madera con el tamaño y peso adecuado. A la condición anterior añadió otra. A la clase de uso de la espada seguiría otra bien diferente, la de escritura y lectura. ¿Leer y escribir?, se dijeron sorprendidos. ¿Nosotros? Ante la sorpresa del sacerdote, que preveía ciertas resistencias, aceptaron encantados. En consecuencia, se iniciaron ambas y en ambas los tres chicos mostraron tal entusiasmo que el sacerdote pronto no cabía en sí de gozo. Fue en esas clases en donde conocieron al hijo de un viudo, molinero de profesión y arisco de carácter, que se hacía llamar Triste, un extraño nombre