Arlot. Jerónimo Moya

Arlot - Jerónimo Moya


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consideraba intrascendente, se resistió inicialmente a tomar medidas drásticas. Tal vez con una advertencia bastase. Protestó el médico apelando a la voluntad divina y a los castigos que se derivaban para quien la desafiase, y contribuyó su hija con sus repetidas acusaciones y sus llantos. Por fin, receloso de condenas eternas y, aún peor, harto de verse perseguido por su hija, acudió a Páter, quien le desaconsejó cualquier tipo de castigo a quien ayudaba a sus vecinos con sus curas y consejos. Tratando de contemporizar el marqués accedió a detener a la mujer durante unos días mientras decidía qué solución tomar. En su ánimo pesaba la idea de que con una sanción testimonial y una advertencia sería suficiente, y que el tiempo borraría afrentas y rencores. Y eso fue lo que ordenó, el resto se debió al carácter violento de los soldados que se enviaron a detenerla.

      Arlot se afanaba en la forja de cuatro herraduras, encargo de uno de los consejeros del marqués. Un trabajo rutinario, aburrido. Cada cierto tiempo, siguiendo los consejos del herrero, cambiaba el martillo de mano. Te acabarás acostumbrando y los brazos te lo agradecerán al final de la jornada. Llevaba tiempo solicitando permiso para iniciarse en la forja de espadas, pero su padrastro había planificado un programa de aprendizaje y por el momento aquel chico, que hacía poco había cumplido los diecisiete años, debía conformarse con trabajos sencillos. Aquella mañana, frente al yunque, martillo en mano, soportando el calor, golpeaba rítmicamente el metal cuando decidió tomarse un descanso. Su padrastro, ocupado en los detalles de un encargo con el jefe de la guardia, se lo aconsejaba. Salió al patio para alejarse por unos minutos del horno en que se convertía a menudo la herrería y respirar un aire si no más puro, sí menos sofocante. Mientras se pasaba el paño por el rostro y el pecho, el martillo junto a sus pies, vio llegar una comitiva atravesando el patio de armas. Tres soldados, uno a caballo y dos a pie. Una cuerda salía del cuerno de la silla de montar del primero para concluir en forma de ligadura en las manos de una mujer. Al principio la escena, lamentablemente frecuente al margen del sexo y edad del cautivo, le produjo una sensación de desagrado similar a un malestar provocado por la lucha entre el deseo de manifestar su indignación y la obligación de guardar silencio. Estaba avisado y comprendía que con razón. Te lo tengo dicho, no te entrometas nunca en lo que hagan o dejen de hacer los soldados, tú no cambiarás el mundo y sí tendrás problemas, le había prevenido el herrero el día en que le confió sus dudas respecto a admitir una forma de proceder que rozaba la brutalidad. Nos guste o no, para nosotros, en la tierra no existe otra ley que la de Dios y la de nuestro señor, recuérdalo, solía decirle su madre. Y él lo recordaba y procuraba evitar ciertas escenas y refugiarse en el trabajo. Sin embargo, aquel día los buenos consejos de su padrastro y de su madre no fueron suficientes. La mujer que avanzaba a trompicones, incluso bajo la capa de sudor y polvo, el pelo enmarañado, el rostro deformado por un rictus de dolor, le resultaba familiar. El corazón le palpitaba con fuerza en el pecho y la respiración se aceleró. Dio varios pasos en dirección al grupo y desde la proximidad confirmó su temor. Se trataba de la madre de Yamen.

      —¡Qué ha hecho para que la tratéis de esta forma! —gritó sin pensarlo ni siquiera una vez.

      El soldado que la arrastraba detuvo el caballo y se encaró con el sudoroso jovenzuelo hacia quien tan poca simpatía sentía desde el incidente con un compañero de armas. Aquel veterano no pasaba de fanfarrón, conflictivo y borracho, pero a la milicia había que respetarla por definición, hiciera lo que hiciera. Cualquier soldado, incluso el más estúpido, sabía que sobre el temor que despertaba se cimentaba la base del poder del reino, y también su supervivencia como profesión.

      —¿Y quién eres tú para pedirme explicaciones, criajo?

      La mirada de desprecio acabó de irritar a Arlot. Aun así se contuvo y dio un nuevo paso hacia la madre de Yamen para ayudarle a incorporarse. No lo consiguió. Apenas alcanzaba la verticalidad se derrumbaba de nuevo, los ojos en blanco. Uno de los soldados que iban a pie escupió al suelo y una vez aclarada la boca suavizó falsamente la voz para preguntar:

      —¿No serás tú un amigo de la bruja? ¿Su discípulo? ¿Su hijo sin padre conocido?

      Tras decirlo propinó una patada a la mujer, patada que la hizo rodar con un apagado gemido entre una nube de polvo. El primer impulso de Arlot fue aproximarse a la madre de su amigo para socorrerla. Una voz le detuvo, la del soldado que iba a caballo.

      —¡Dale otra patada a ver si se pone de pie y no me cansa el caballo! —ordenó entre carcajadas.

      Sí, el primer impulso había sido ir a socorrerla. Ese fue el primero, pero se impuso el segundo. Sin pensarlo, tomó el martillo del suelo y avanzó hacia el soldado. Lo hacía con parsimonia, en silencio, con un gesto neutro. Su actitud desconcertó a quienes habían empezado burlándose y ahora fruncían el ceño, expectantes. ¿Qué pretendía hacer aquel muchacho? ¿No se atrevería? Su físico revelaba una fortaleza considerable, su brazo izquierdo se musculaba al mantener elevado un martillo de considerables dimensiones, y cabía suponer que de un peso notable, a un metro del suelo, cierto, pero ¿cómo iba a enfrentarse el hijo de un herrero a los soldados del marqués en pleno patio de armas?, ¿cómo iba a jugarse, y perder, la vida por una mujeruca acusada de brujería? Posiblemente esas preguntas les ocupaban cuando el chico giró el cuerpo, brazo extendido, para tomar impulso y la cabeza del martillo describió una veloz parábola que concluyó en el soldado que había golpeado a la mujer, el cual, para su fortuna, consiguió elevar lo suficiente el escudo para que no impactara directamente sobre su cuerpo. El golpe lo lanzó a más de un metro tras una grotesca mezcla de vuelo y voltereta. Seguidamente, en medio de un silencio glacial, pues quienes habían presenciado la escena permanecían a distancia, paralizados, sin vencer el estupor que la escena les había provocado, el hijo del herrero se acercó a la mujer y la ayudó a incorporarse. Esta vez la sostenía entre sus brazos. Quería preguntarle si se encontraba bien, no se le ocurrían otras palabras, pero le resultó imposible hacerlo. Sintió un agudo dolor en la sien y el mundo se oscureció.

      Cuando despertó, la sangre se había secado y el pelo se le había apelmazado en la parte derecha de la cabeza. El dolor se hizo presente apenas recuperó la consciencia, o tal vez fue ese mismo dolor lo que le volvió en sí. Se palpó la zona y con el primer roce descubrió un bulto de considerables dimensiones. Intentó incorporarse y apenas consiguió sentarse sosteniéndose en la pared. Al moverse descubrió un segundo foco de dolor en el pecho que le dificultaba la respiración. Se encontraba en un espacio en el que apenas podían darse tres pasos, de muros bañados por una humedad pestilente. A través de una pequeña ventana circular situada en la parte superior, cerrada por una reja en forma de cruz, entraba un haz de luz blanquecina que concluía su breve recorrido en una puerta de madera en apariencia tan sólida como carcomida. Con las manos apretando las costillas y un esfuerzo más debido a la rabia que a la necesidad se puso en pie, y en pie permaneció hasta que la celda se volvió un espacio borroso que le obligó a dejarse caer antes de volver a la oscuridad. Le despertaron nuevos golpes, esta vez menos brutales y en las piernas. Al abrir los ojos se encontró que estaba tirado en el suelo y ante él había unas botas viejas cargadas de barro. Las conocía bien, la mayoría de los soldados calzaban unas similares. Tras ellas otra prenda que también le resultaba familiar, los faldones pardos de una sotana. Páter.

      —¿Cómo se te ha ocurrido atacar a un soldado, Arlot? ¿Qué has hecho? ¿Te has vuelto loco? —le oyó decir.

      La voz sonó en la lejanía, como un eco. Quiso responder, pero le resultó imposible. Le faltaba el aire, o las fuerzas. Cerró los ojos y de nuevo perdió el sentido. Habían pasado minutos, horas o días cuando despertó. Un rayo penetraba a través de la ventana y dibujaba sobre la pared opuesta una cruz sobre un círculo anaranjado, una imagen que hubiese resultado hermosa en otras circunstancias. Le dolía la cabeza y tenía sed, mucha sed. La lengua se le pegaba al paladar y apenas podía tragar. Trató de ponerse de pie y esta vez lo consiguió apuntalándose en una de las paredes. También logró alcanzar la puerta e incluso tuvo las fuerzas suficientes para golpearla, no para gritar. Al cabo de unos instantes la ventanilla se abrió y apareció el rostro aceitoso y mal afeitado de un hombre de mediana edad. Al parecer le alegró lo que veía porque sonrió, tanto y con tal entusiasmo que dejó ver tres o cuatro dientes amarillentos en apariencia a punto de desprenderse de una encía inflamada


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