Arlot. Jerónimo Moya
Y ya iban demasiadas. Su desobediencia también le había condenado a ella a la soledad. ¡Sé sensato! No lo había sido y había hecho que su madre perdiera a su marido. Por ello, viendo que a ella ya le faltaban las justificaciones y seguía sin atreverse a llegar al fondo del asunto, le tomó una mano, aspiró a fondo el aire tibio del atardecer y señaló, sin una intención concreta, al sol medio oculto tras las montañas del horizonte, ahora rojizas.
—Por lo que dices es un buen hombre y no hay demasiados que yo sepa —dijo, como si trataran un tema menor, un rumor de los muchos que saltaban de hogar en hogar a diario.
—Es un excelente hombre —se apresuró a matizar ella.
—Y sería un buen…, un excelente marido.
—Sin duda.
Arlot contempló aquella mano que tenía cogida, tan pequeña, ¿tan grande se había hecho la suya?, en la que se dibujaba la dureza del trabajo diario y la apretó suavemente.
—La gente honesta y seria es de admirar, por eso estoy convencido de que para mí sería un buen amigo.
La madre enrojeció.
—Más que eso —dijo finalmente sin atreverse a pronunciar la palabra padre—. Sí, estoy segura de que os querréis y seréis grandes amigos. En ciertos aspectos os parecéis mucho. En la honradez, por ejemplo. —Rió—. Y en la discreción. Ah, y también le cuesta mucho sonreír.
Al cabo de unas semanas se celebró la boda en la ermita de Piedras Santas, nombre que se le daba a una capilla situada a una legua de la aldea, en el centro de un pequeño valle rodeado de encinas. El nombre tenía su origen en uno de los muchos milagros de la Virgen. Unos niños se perdieron por los bosques envueltos por el frío, la nieve y cabe suponer que por el viento y los aullidos de los lobos. Los niños, hijos de un matrimonio de campesinos al servicio del señor feudal del momento, habían huido de su cabaña tras la muerte de sus padres, incapaces en su pobreza de pagar los impuestos exigidos y condenados por ello a título ejemplarizante. Trastornados ante el abandono, los huérfanos se lanzaron a los caminos tan aterrados como desorientados. De esa forma alcanzaron el valle de las encinas con la luna brillando en lo alto y la oscuridad reinando entre los árboles. Improvisaron un refugio con ramas y se acurrucaron en su interior abrazados, intentando combatir el frío. Poco freno fueron aquellas paredes mal trenzadas para conseguirlo. Así, próximo el amanecer, el entumecimiento de sus cuerpos aumentó, llegó la semiinconsciencia y se anunció el final de unas vidas injustamente breves. En ese momento, contaban entusiasmados los vecinos de la villa de Arlot siguiendo las tradiciones orales, la Virgen hizo acto de presencia, y con ella un número indeterminado de ángeles, los cuales siguiendo sus indicaciones construyeron una ermita de gruesos muros. Hay quien añade que a continuación encendieron un pequeño fuego y presentaron una cesta con alimentos. Y los más osados o más imaginativos, completan la escena asegurando que al día siguiente, cuando los dos niños se asomaron al exterior, encontraron un carro recubierto de lonas con un hermoso caballo percherón al frente. En el interior varias pieles para abrigarse. Ese mismo carro les condujo hacia un lugar en donde vivieron felices el resto de su vida.
IV
Tras la boda, la nueva familia consideró trasladarse a la vivienda que ocupaba el herrero en el castillo. Consultado, Arlot insistió en permanecer en la casa en que había vivido con su madre hasta entonces. Los muros del castillo, no siendo espectaculares si se consideraba el tamaño de otros de importancia similar, simbolizaban para él poner barreras con sus amigos a excepción de Vento, unos amigos que en aquellos momentos habían aumentado con la incorporación de Yamen, el hijo de una viuda acusada por los vecinos sotto voce de bruja por sus conocimientos sobre plantas y ungüentos. Cedieron a sus deseos su madre y el herrero valorando la libertad que tendrían para llevar una vida alejada de los rigores del castillo. Aun así, no se libró él de pasar parte del día tras las murallas, pues empezó a ayudar en la herrería a su padrastro. Más allá del puente levadizo se encontró con un espacio cerrado, maloliente y con demasiada gente moviéndose entre animales y carros sobre un suelo que variaba del barro al polvo con rapidez según dictaran las nubes y el viento. En aquel mundo no existía otro horizonte que unas murallas húmedas y oscuras cubiertas de verdín. Con todo la peor parte se la llevaban los soldados. Él sabía de su espíritu grosero y bravucón, de su poca afición a la limpieza, de su brusquedad en el trato con los aldeanos, de forma que llegaba advertido, pero la realidad superó las expectativas. Aquellos hombres solo recuperaban un relativo civismo en presencia de algún principal. Poco dado por carácter a soportar humillaciones, su madre y su padrastro habían valorado la conveniencia de que trabajara en la herrería ante las reacciones que pudiese tener en caso de una provocación, lo que daban por descontado. Por tal motivo, le advertía ella cada día al despedirse al respecto, le pedía paciencia, sentido común. ¡Sé sensato! Las dos palabras resonaban en la mente de Arlot. Ante el recuerdo callaba él y su silencio acrecentaba los temores de la buena mujer. Temía por el carácter de su hijo. El herrero, por su parte, poco dado a expresar sentimientos, se limitaba a controlarle en silencio apenas atravesaban el puente.
Durante los primeros meses los malos presagios no se cumplieron, puesto que, y por fortuna, al herrero se le respetaba por su oficio, por su discreción y de paso por su fortaleza, por lo que tanto Arlot como su madre si bien nunca fueron tratados con delicadeza, un concepto desconocido en aquel pequeño universo, no les ocasionaron mayores problemas, simplemente los ignoraban. En consecuencia, las sensaciones se aproximaron a la calma. Durante el día Arlot trabajaba junto a su padrastro, con quien pronto se crearon vínculos de respeto y hasta de cariño, y al atardecer dejaba el castillo y se reunía con sus amigos para ir a sus clases con Páter o para charlar. Hasta que llegó el primer incidente y, tal como se preveía, lo hizo a través de un soldado.
El noble que gobernaba el feudo, el marqués de Arlot, al igual que el resto de los señores incluyendo al mismo rey, se nutría para su ejército de dos fuentes. Una, enrolando voluntaria o involuntariamente a cualquiera de sus siervos, en especial los más jóvenes y fuertes, y dos, la habitual, contratando mercenarios, gentes sin demasiados escrúpulos y aún menor inteligencia. Y fue uno de estos quien provocó una situación que estuvo al límite de concluir en conflicto. A la hora de la comida Arlot y su padrastro solían sentarse en la puerta de la herrería. En ocasiones su madre se unía a ellos, lo que no sucedió aquel día. Tampoco estaba el herrero porque debía entregar unas espuelas al caballerizo, y dado el carácter quisquilloso de este, se preveía que tardaría en volver. En consecuencia, Arlot comió solo. El cielo se mostraba plomizo y un viento húmedo barría el patio de armas, en una de cuyas esquinas se encontraba la herrería. Tras comer, viendo que su padrastro se demoraba incluso más de lo previsto, decidió hacer tiempo paseando por una zona cercana a la torre del homenaje. Manos en la cinta de cuero que ejercía de cinturón, pensativo, ropa y pelo al viento, no se apercibió de que de una de las garitas que ocupaban los soldados de guardia salieron tres hombres. Uno de ellos, el de mayor edad, tenía el habitual aspecto desaliñado de entre los de su clase. El pelo, canoso y grasiento, enmarcaba un rostro curtido en el que destacaban los ojos, grandes y amarillentos, enrejados por líneas rojas, y una boca de labios gruesos que protegían un interior de la boca con más encías que dientes. El soldado cojeaba ligeramente y se movía con una torpeza en apariencia poco apropiada para ejercer su profesión. ¿Torpe o bebido? Cuando vio a Arlot, le dio un codazo al que marchaba a su lado.
—¡Qué hermosura! Creo que me casaré con este jovenzuelo —exclamó provocando las risas de sus compañeros.
En un primer momento Arlot no comprendió qué sucedía, aunque apenas necesitó levantar la mirada para comprenderlo. Molesto, buscó alguna autoridad que devolviera al soldado a su garita, pero a su alrededor las pocas personas que se dejaban ver ni siquiera prestaban atención a la escena. Él había asistido como espectador a episodios similares con mujeres como protagonistas. Sirvientas del castillo o campesinas que se presentaban con sus productos, y en cada una de las ocasiones le invadía una irritación que el herrero buscaba calmar con el mismo razonamiento: No te metas en lo que no te incumbe, solo son un puñado de palabras propias de un necio. Sin embargo, en esta ocasión sí le incumbía y al necio y sus palabras los tenía frente a él mirándolo de arriba abajo y relamiéndose como si le hubiesen presentado