Arlot. Jerónimo Moya

Arlot - Jerónimo Moya


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en respuesta, a reír.

      Había empezado una nueva época. A lo largo de los siguientes años trabajaron los campos, aumentaron el número de frutales, compraron en granjas vecinas, las pocas que quedaban habitadas, algunos animales, construyeron un granero y al fin disfrutaron de un periodo de placidez como nunca habían tenido. Se podría decir que vivían felices. Hombre y mujer trabajaban de sol a sol, conformes con lo que tenían y veían crecer a su hijo fuerte y sano. Será tan fuerte como tú, decía ella. No, más, respondía él. Como esperaban, estaban advertidos, al cabo de unos meses, a inicios de la primavera, se presentaron los soldados. No dieron mayor importancia a su presencia y se limitaron a anunciarles sus obligaciones como siervos del señorío de Aquilania. Se mostraron dóciles e hicieron lo mismo cuando apareció el recaudador al cabo de pocos meses. Ciertamente la sombra de Diablo ensombrecía su dicha, pero se trataba de una sombra a la que acabaron por acostumbrarse. Quizá no exista y no sea más que una leyenda, bromeó un día el hombre con su mujer. Quizá, respondió ella. Sabían que no era así y habían tomado toda clase de precauciones, incluida la de acudir a la iglesia más cercana los domingos, alejarse cuanto podían de los caminos y ser prudentes ante cualquier suceso inhabitual. Incluso llegaron a levantar en el granero una pared falsa tras la que poder esconderse en caso de necesidad. De esta forma transcurrieron ocho años, hasta que un día de finales de verano la fatalidad, Diablo en persona, no su sombra, se cruzó en sus vidas y las cambió.

      Un domingo otoñal con tintes invernales, tras la comida y como de costumbre, se prepararon para ir a la iglesia. Pero aquel día, y por una vez, el niño les pidió acabar el juego con el que andaba entretenido, construir un pequeño carro.

      —Casi lo tengo montado —aseguraba muy serio—, y no quiero dejarlo a medias. Vosotros me habéis enseñado que si algo se empieza, hay que terminarlo. Nada de para mañana.

      Sin embargo, la realidad estaba en que tantas horas en la iglesia le aburrían. Aunque sus padres tuvieron claro el motivo y lo comprendían, se negaron en redondo.

      —Tienes ocho años, ¿cómo te vas a quedar solo? —dijo el padre.

      El niño insistía apuntando hacia el pequeño carro.

      —Me quedaré un rato, conozco el camino y os prometo que llegaré a la iglesia a tiempo. ¿Qué peligro hay?

      —El peligro es que, repito, tienes ocho años —se resistió la madre—, y un niño de ocho años no se queda solo en una granja.

      —Será un momento y corriendo os alcanzaré poco después que lleguéis —perseveró él con la mejor de sus sonrisas.

      Por entonces se mostraba siempre alegre, y no solamente alegre, también sensato y obediente. Por otra parte, vivir con una amenaza que no se materializa durante tanto tiempo acaba haciendo bajar la guardia. Y la sensatez. Le habían educado en ella y nunca les había fallado. ¿No estarían sometiendo a unas normas excesivamente rígidas a quien no dejaba de ser un niño? Acabaron dudando. Por lo demás, la casa quedaba apartada del camino del bosque, separada por las tierras cultivadas y medio oculta por la gran roca. Sin olvidar que el duque no superaba en cuanto a presencia al propio Satanás, y Satanás no alteraba su forma de vivir. A aquel lo evitaban siguiendo unas pautas, y a este, rezando. Es decir, el duque de Aquilania se había transformado antes en un símbolo que en un ente físico. De modo que, tras muchas dudas, cedieron haciéndole prometer que les seguiría antes de que la sombra del palo llegase a la sexta piedra. Lo prometió el niño y partieron ellos. Hasta ese momento la vida había sido amable con ellos, el cielo seguía en su lugar cuajado de promesas y una brisa cálida y perfumada llenaba el ambiente. ¿Qué podía suceder porque el chico se quedara un rato en la casa?, se preguntaban mientras caminaban cuan lento les era posible para facilitar el reencuentro. El duque, por lo que sabían, se desplazaba preferentemente por lo que llamaban su espacio sacro, y la casa y sus huertos no quedaban cerca de él. Preferentemente.

      Una vez solo el niño continuó esforzándose por conseguir que el armazón de ramas adquiriera el aspecto de un carro, con tan regular éxito que acabó distrayéndose lanzando piedras contra unos supuestos enemigos ocultos entre los arbustos que crecían junto a la cabaña. Cuando a la sombra le quedaba menos de un palmo para alcanzar la señal, se dispuso a cumplir con lo acordado. Sin embargo, vencido por su infantil inclinación a las aventuras y dado el margen de tiempo aún disponible, decidió alargar el recorrido hasta la iglesia, apenas necesitaba hacerlo en un centenar de metros, y acercarse al bosque. Solo acercarse. ¿El motivo? La atracción hacia lo que se nos prohíbe, en especial si no acabamos de comprender el motivo. Porque ¿qué pasaba en aquel lugar los domingos por la tarde para que ni siquiera en las reuniones en la iglesia se hablara de ello? El sacerdote oficiaba la misa y a continuación leía fragmentos de la Biblia o se lanzaba a interminables sermones sobre la necesidad de ser buenos cristianos. Nada relativo al motivo por el que tras la misa continuaban allí hasta el anochecer. En realidad, asomarse al camino no dejaba de ser una desobediencia venial. Pensarlo le provocaba un cosquilleo de animación en el estómago que le hacía feliz. Su travesura no respondía a una decisión premeditada en un sentido estricto del concepto, sino a la consecuencia de años de avisos sumados a un carácter inquieto, dado a la curiosidad. Según explicó más tarde, cuando llegó el momento de las justificaciones, solamente pretendía averiguar por qué aquel lugar provocaba tantos temores a tanta gente, incluyendo a hombres tan fuertes y valientes como su padre. Dicho y hecho. Quedaba tiempo de llegar puntual si se daba prisa.

      Corrió hacia el bosque. He ahí una experiencia y un acto con el que empezaría a forjar su valor. ¿No le insistía su padre en la necesidad de ser valiente? Pues bien, aquello no dejaba de suponer un acto de obediencia, al menos en parte. Intentando convencerse de que lo que pensaba era cierto, llegó a la gran roca, se encaramó en lo alto y esperó mientras recuperaba el aliento. No hubo fortuna, al menos eso se dijo, pues nada sucedió. El bosque mostraba su sosiego habitual, apenas interrumpido por el canto de algún pájaro oculto entre los ramajes. Decepcionado, descendió de la roca y se lanzó a una nueva carrera, esta vez en busca de sus padres. Mientras corría intentaba asimilar el desencanto y rumiaba con la posibilidad de intentarlo de nuevo otro domingo. Ya que el misterio se mantenía, y su voluntad por desvelarlo también. En consecuencia, entre remordimientos, ligeros, por desobedecer de nuevo a sus padres, al cabo de unas semanas la escena se repitió desde conseguir el permiso con una nueva excusa, hacer de una rama una espada, hasta la promesa de la sexta hora. En esta ocasión se tomó más tiempo, lo que le permitió ocultarse con mayor cuidado en lo alto de la gran roca. En realidad permaneció allí unos minutos, por mucho que le parecieran horas, y ya se disponía a abandonar cuando le llegó un rumor, como una tormenta lejana que se aproximara a gran velocidad. Se apretó contra la roca. El rumor creció lo suficiente para tener la sensación de que la tormenta estaba a punto de situarse sobre el bosque. Pero el cielo continuaba azulado, plácido. Alzó la cabeza lo mínimo para alcanzar a ver el camino justo en el momento en que los falsos truenos resonaban con mayor furor. Así pudo entrever la aparición de un jinete alrededor del cual flotaba una capa de color rojo oscuro. Montaba un caballo enorme, gris, de pelaje blanco como la nieve, que avanzaba a grandes zancadas partiendo las ramas y las piedras del camino. Tal fue el impacto que aquella visión le causó, y el miedo que le provocó, que se juró no volver a desobedecer a sus padres nunca más y pasar todos los domingos del año en la iglesia en su compañía. Eso se decía, una vez montura y jinete se alejaron, cuando por segunda vez corría hacia la iglesia.

      Pasaron los meses, y desafortunadamente, sus nobles propósitos se fueron diluyendo entre los recuerdos de la imagen, la atracción que había sentido unida al terror, y la monotonía con que transcurrían unos días cada vez más cortos y grises. Finalmente, por afán de aventuras, por candidez o por su empeño en forjarse en el valor, consideró que ver de cerca al jinete supondría algo importante en su vida. Los cobardes merecen ser despreciados, se repetía entre risas recordando las exclamaciones de uno de los asistentes a la iglesia, a quien su madre calificaba de fanfarrón. Nueva excusa, acabar de construir una balsa por la que navegaran los barcos que hacía con ramas, nuevo consentimiento y nueva carrera hacia la gran roca. Eso en principio porque en esta ocasión optó por arriesgarse más y, tras dejarla a su espalda, se dirigió al camino, el mismo


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