Arlot. Jerónimo Moya
a hojas secas y canto de los pájaros. Hasta que todo se transformó. El bosque se volvió un lugar amenazante, los aromas se borraron y el canto de los pájaros enmudeció. Volvió a llenarse el bosque de truenos y, sin pausa para poder reconsiderar la situación, reapareció la imagen que le había obsesionado desde que había entrado en su vida. No pensó, ni siquiera advirtió que estaba menos oculto de lo que creía, tampoco que avanzaba un paso hasta el linde del camino con la boca y los ojos abiertos. Cuando tuvo conciencia de su temeridad, el tiempo de las correcciones se había consumido. Como había supuesto en sus ensoñaciones, la imagen y lo que sucedió serían importantes en su vida, decisivos. Con el tiempo comprendería que le había salvado la propia locura del duque, quien le dejó tendido en el bosque dándole por muerto. En aquella mente enferma imperó la idea de ritual cumplido, ira satisfecha. No siempre lo conseguía. Mientras, en la iglesia, sus padres confiaban al sacerdote y a los feligreses su angustia ante la tardanza del niño. Volvieron a la cabaña antes del anochecer y siguiendo un doloroso presentimiento se dirigieron al bosque. Allí lo encontraron sobre un charco de sangre. Y continuó la pesadilla. El padre, un hombre que había situado la sensatez como uno de sus principios básicos de conducta, cegado por el dolor al creer que su hijo no sobreviviría a la herida, al cabo de dos días buscó en la venganza su consuelo. Buscó la venganza y encontró la muerte.
Cicatrizaron las heridas físicas del niño y se mantuvieron abiertas las interiores. Llegó el invierno. Lo sobrevivieron con lo que habían preparado a lo largo del año. Supuso un periodo largo y difícil. El niño se esforzaba por llenar el vacío que había dejado su padre y acarreaba agua, cortaba leña, arreglaba desperfectos, abría caminos entre la nieve, inclusive se ejercitaba con un cuchillo manejándolo a modo de espada para, decía, defendernos si alguien quiere hacernos daño. Su madre le dejaba hacer sabiendo que con ello se desahogaba. Con la llegada de la primavera pagaron los tributos y las reservas desaparecieron, lo que equivalía a la necesidad de producir de nuevo. Rastrillar, abrir surcos, plantar, cuidar de las cosechas, recolectar. Sin el trabajo de su marido la mujer se vio impotente para seguir adelante en un lugar que, por otra parte, les suponía demasiados recuerdos tristes. Lo hablaron y decidieron abandonar un señorío, como muchos habían hecho anteriormente y como lo harían otros después. Viuda y huérfano emprendieron la huida sobre el viejo carro empujado por un aún más viejo buey, un viaje que para ella resultó un purgatorio y para el niño una nueva etapa en un aprendizaje a cuya dureza ya se había acostumbrado. Empezaba a comprender lo que suponía subsistir en el mundo que le había tocado en suerte. El tiempo de sentirse protegido, de alimentarse de forma regular, de paliar el frío, la lluvia o el calor, incluso el tiempo de los juegos había tocado a su fin. Bien está, se repetía, no le tengo miedo a este mundo. Con todo, el mayor tormento para ambos llegaba desde la ausencia. El marido de ella y el padre de él había muerto asesinado por un loco, y esa era la realidad. El propio recaudador, en lo que supondría su última visita a la cabaña, lo confirmó guardando silencio ante la pregunta, tan simple, de ¿qué ha sido de mi marido? Por otras fuentes, básicamente por parientes de sirvientes del castillo con los que se reunían los domingos, conocieron parte de la historia. Hubo un encuentro en el bosque, sí, lo hubo. En busca de justicia, un campesino toma una hoz y sale en busca de un jinete armado, experto en combate y a caballo. Hubo un encuentro en el bosque, sí, lo hubo, repetían. Hubo quien en sucesivos domingos quiso entrar en mayores detalles. Es un malvado, un asesino, fue horrible, quería…, hasta que el propio sacerdote impuso ese silencio que equivale al respeto.
Ahora se alejaban de Diablo y del infierno llevando consigo esa historia como carga, una carga que crecería en la mente del niño al tiempo que su cuerpo. Callaba ella, consciente de lo que le sucedía a su hijo, callaba él enquistando un odio que marcaría su vida. De esta forma, furtivos en su avance por caminos desconocidos y tenaces en unir fuerzas y no rendirse, emprendieron un viaje sin fecha ni lugar de destino. En su avance y en general desconocían dónde se encontraban en cada momento y, por prudencia o simple desconfianza, procuraban no dejarse ver si aparecía alguna aldea a la vista. Al menos así lo hicieron durante las primeras semanas, pero las reservas de alimentos que habían preparado disminuían sin cesar. Y aún quedaba por superar otro obstáculo, tal vez el de mayor peligro: los hombres. En un tiempo de cambios sociales, en apariencia intrascendentes, pero en realidad profundos, los caminos alejados de los castillos se habían infestado de salteadores, desterrados y evadidos de la justicia que hacían del delito una forma de vida. El robo, el asalto y en no pocas ocasiones el crimen se extendían ante la pasividad de un poder centrado en favorecer otro tipo de medidas, en especial las recaudatorias y las religiosas en una proporción que dependía del talante del señor del momento. Las recaudatorias para mantener placeres, dominios y soldadesca, y las religiosas para alimentar la influencia y el control, no solamente espiritual, sobre una población mayoritariamente inculta. La vida, ya se sabía y ay de quien lo dudara, no pasaba de ser un triste camino de tránsito a la espera de alcanzar el premio, allá, en el cielo. Y la llave de ese lugar mágico se guardaba entre las sotanas del clero. Dentro de ese mundo los dos fugitivos debieron enfrentarse a quienes los consideraban un objetivo fácil. Una mujer y un niño, indefensos, viajando sin ni siquiera la protección de un hombre, ofrecían la oportunidad de conseguir beneficios, si no materiales, tan evidente resultaba su pobreza, sí de otros tipos. Sin embargo, quienes se interpusieron en su camino se vieron sorprendidos no solo por el ingenio que la mujer desplegaba para superar la situación, sino también por el arrojo de aquel crío, que por muy crecido y fuerte que estuviera para su edad no dejaba de serlo, arrojo que invitaba a actuar con cautela ante la pedrada o el golpe de un cuchillo de considerable tamaño que manejaba con evidente habilidad. Había algo en aquellos ojos grises que inclinaba a la prudencia. Entonces las presuntas agresiones daban paso a las burlas, siempre menos determinantes en cuanto a dejar huellas perdurables en quienes las sufren. Unos, los de menor bajeza moral, meros rateros por supervivencia, solían ceder por distintos motivos, desde la compasión hasta la holgazanería. ¿Para qué andarse con problemas habiendo otras víctimas sin niños enrabietados con un cuchillo en la mano?, se preguntaban. Otros, los de peores instintos y mayor brutalidad, no veían en aquellos restos harapientos de una familia sin marido motivo de tomar riesgos. ¿Qué nos pueden dar al margen de una mera distracción?
De esta forma sortearon diversos peligros sin pagar precios demasiado altos. Cuando consideraron que se habían alejado lo suficiente de Aquilania, la situación cambió. Como había sucedido años atrás y por motivos similares, la necesidad de encontrar el lugar apropiado para establecerse se hizo apremiante. No aspiraban a que les gustara, sino simplemente a que los aceptaran. Habían oído hablar de las aglomeraciones de casas alrededor de castillos y feudos, lugares en los que se comerciaba de una forma diferente y que podían dar una oportunidad a quienes quisieran trabajar.
—Yo lo haré, y muy duro —prometía el niño cuando trataban el tema.
— Por el momento necesito encontrar un trabajo yo —respondía ella sonriendo ante tanta determinación—. Tú, quizá. Ya veremos.
—Quizá, no, seguro, se indignaba él.
Preguntaron y preguntaron, y las respuestas señalaban destinos de una lejanía excesiva o de una dudosa autenticidad. Los bulos, los rumores, las invenciones bien o mal intencionadas formaban parte de la forma de vida cotidiana, tanto como el paso de las estaciones. En definitiva, el viaje se prolongaba sin vislumbrar destino alguno, tanto lo hizo que el tiempo empezó a empalidecer los caminos y el invierno asomó entre rachas de viento bajo un cielo progresivamente gris. El avance del buey, vencido por la edad, se ralentizaba y los recursos cada vez escaseaban más. Se encontraban en una situación al borde del desespero cuando llegaron a una villa de mediano tamaño a la sombra de un castillo. Su nombre era la villa de Arlot. Los recelos hacia tales lugares, contra mayor número de gentes, mayores posibilidades de tener problemas, habían cedido ante la necesidad. Como solían hacer, preguntaron si se sabía de algún trabajo o al menos de un lugar en donde descansar durante unos días. Por una vez la respuesta no fue la acostumbrada. Un anciano que tomaba el sol sentado en una piedra al borde del camino les señaló una iglesia encalada al final de la calle.
—El sacerdote dirá —sentenció.
Y el sacerdote resultó ser un hombre de rostro redondo y rojizo bajo un cráneo despoblado por una incipiente calvicie, de ojos vivos y gestos enérgicos.