Arlot. Jerónimo Moya
que cuando desoyó el consejo de uno de sus compañeros que le recordó que se trataba del hijo del herrero.
—Con el herrero mejor no meterse —le advirtió.
Pero el soldado quería divertirse y pavonearse confiando que con su mirada y empleando la más torva de sus sonrisas, la respuesta de aquel chico sería bajar la vista, retroceder y hasta salir corriendo. Material de risa, en fin. En algo hay que divertirse. Pero sucedió lo contrario, el chico adelantó la cabeza hasta casi rozar frente con frente y clavó la mirada en aquellos ojos a los que el colorido sumaba una acuosidad poco agradable y, sin alzar la voz pronunció un apestas que le desorientó. Hubo risas, sí, las de sus compañeros, y no dirigidas al supuesto jovenzuelo. Sintió el soldado una rabia pegajosa, ardiente, una rabia que no tenía ninguna necesidad de controlar, que no quería controlar. Había peleado contra decenas de hombres, le habían herido, y ahora un criajo le plantaba cara en público, le insultaba. Envalentonado con el vino que llevaba en el cuerpo, y con un gesto rápido de la mano derecha, cogió del cuello al insolente. Pensaba darle su merecido y, a pesar de las nuevas advertencias de su compañero aconsejándole que no se metiera en problemas pues estaban de retén de la guardia, lo haría. Vaya si lo haría. Por su parte, Arlot ya esperaba una reacción violenta y estaba preparado. Páter les enseñaba la Biblia, a leer, a escribir y, un buen cristiano debe saber defenderse, se justificaba, a pelear. Dejándose arrastrar para mitigar la presión sobre su cuello, formó con ambas manos un solo puño y lo elevó con todas sus fuerzas con un golpe seco. Saltó la mano del soldado, quien quedó con el brazo dolorido y paralizado por la sorpresa. Serían unos segundos, Arlot lo sabía y también que tenía tiempo suficiente para girar el cuerpo, desplegar el brazo izquierdo, apretar el puño y lanzarlo contra el rostro de aquel hombre para aplastárselo. Sin embargo, no pudo consumar sus propósitos porque una mano detuvo su puño cuando aún quedaba a su espalda. Creyendo que se trataba de otro soldado, se revolvió dispuesto a la pelea y se encontró con quien menos esperaba, con su padrastro. El herrero le apartó con suavidad y avanzó hacia el soldado con lentitud. Aparentaba este, en comparación, ser un hombre bajo, blandengue, envejecido. Y así lo debió considerar él mismo porque dio un paso atrás. Sus compañeros ya no reían.
—Agredir a un hombre libre es un delito que puede costarte caro —dijo el herrero plantándose a un metro del soldado—, y estando de guardia más. Solo tiene que enterarse el oficial de guardia y lo comprobarás.
—Estábamos bromeando —replicó el soldado procurando que su voz sonase firme, pero despojada de cualquier agresividad.
—Y también se sanciona estar bebido en horas de servicio —continuó el herrero.
—Estoy perfectamente sobrio y simplemente bromeábamos —insistió el soldado—. Si el chico se ha asustado, que crezca.
—¿A ti te parece asustado o que ha crecido poco? —preguntó el herrero señalando a su hijastro, el rostro serio—. ¿No será que si yo no llego a tiempo estarías tumbado en el suelo con la nariz partida?
Hubo un intento de réplica que se quedó en un extraño gorjeo.
—O con menos dientes —completó el herrero.
El soldado tampoco respondió, se giró y se dirigió con paso lento, resistiéndose con ello a que la humillación fuese completa, a la garita. Sus compañeros le siguieron. Apenas desaparecieron de su vista, el herrero se acercó a Arlot, le tomó de un brazo y juntos se encaminaron hacia la herrería.
—Me han retenido más de lo necesario, lo lamento —se disculpó—. Ese hombre si no encuentra algún problema, cree que no hace su trabajo correctamente.
—No pasa nada —repuso Arlot—. Estoy bien. El que ha cambiado de color, de pálido a rojo, ha sido él.
—Mejor así, aunque sigo pensando que lo mejor es mantenerse alejado de esa gente. Pueden llegar a ser peligrosos.
—Lo sé, lo sé.
Hombre de pocas palabras, el herrero no volvió a mencionar lo sucedido ni ese día ni a lo largo de los que lo siguieron. Arlot no volvió a ver aquel soldado. Es el hijo de herrero, había oído que le advertían. ¿Tanto respeto se había ganado su padrastro? El suceso, pues, se fue borrando y la vida de la familia mantuvo su ritmo habitual a lo largo de los siguientes meses. Hasta que un nuevo incidente, este de mayor gravedad, rompió el equilibrio.
La madre de Yamen, el último en integrarse en el grupo, un chico un punto irónico pero siempre dispuesto a ayudar, había vivido desde su juventud bajo la acusación entre silenciosa y velada de ser una hechicera o directamente una bruja. Bruja quizá blanca ya que sus conocimientos, ¿cómo los había adquirido sino a través de un pacto con algún ser maligno?, los empleaba en socorrer a quien se lo demandara, lo que abarcaba a la práctica totalidad de los habitantes de la villa de Arlot. Claro que blanca o negra, que ayudara o perjudicara, al fin se la consideraba una bruja. Esa era la opinión generalizada. En cualquier otro feudo, controlado espiritualmente por algún sacerdote con mentalidad menos heterodoxa que la de Páter, resultaba probable que hubiese tenido serios problemas. Y si esa guía se aplicaba con guante de hierro, los problemas podrían haber finalizado en la doble orfandad del chico, pues su padre, un prestigioso miembro de la guardia del marqués, había muerto en una misteriosa emboscada cuando él tenía doce años. De Yamen también empezaban a correr voces. Sus conocimientos, su inclinación a una ironía impropia de su edad y su sagacidad ante la resolución de cualquier problema, en contraste con un físico de aspecto angelical rematado con una melena de color castaño que llevaba recogida en una cola, no dejaban de levantar sospechas. Por ello no resultó sorprendente que un día, a las puertas del otoño, con los bosques teñidos de rojo y el cielo de gris azulado, tres soldados se presentaran en la cabaña de la hechicera, o bruja, rompieran lo que su capricho les dictaba, apartaran a golpes a Yamen que había acudido a defender a su madre tras llamarle aprendiz de brujo, le dieran varias patadas a su madre por resistirse, y tras atarle las manos la arrastraran por el centro de la villa en dirección al castillo. ¿De quién había partido la orden de detención? De una denuncia.
—¿Quién me ha denunciado y por qué? —se resistía la mujer.
—De quien te ha visto desnuda en el bosque lanzando blasfemias a media noche —reía el soldado al mando.
Las gentes contemplaban la escena sin saber si decantarse por la tristeza, aquella mujer les había auxiliado en múltiples ocasiones; la irritación, ellos también estaban expuestos a la violencia basada en denuncias anónimas; la resignación, al fin se trataba de una bruja; e incluso la satisfacción, la brujería es pecado y el pecado despierta el temor al contagio. De inmediato, en medio de un vaivén de sentimientos en ocasiones contradictorios, empezó a extenderse el rumor de que la detención respondía a una venganza, a una de esas rencillas sobre las que se cimentaba la misma convivencia en la villa. Algún día tenía que pasar. Denuncias ocultas, fanatismos, prejuicios, simples envidias. El campo estaba abonado para cualquier cultivo y la cizaña es planta de rápido crecimiento. Con el tiempo se habló de que una de las hijas del marqués había sufrido una erupción en el rostro, tan propias de la edad y tan indignantes para quien desea mostrarse radiante desde la cuna hasta la sepultura, y harta de los consejos del médico de su padre, el cual le había recomendado resignación e intensificar sus oraciones, acudió a la hechicera en busca de remedios más eficaces. El nuevo diagnóstico y los nuevos remedios se alejaron, demasiado, de la voluntad divina.
—No te preocupes, se te pasará con el tiempo —quizá le dijo—. Por ahora no tiene remedio completo, aunque sí es posible reducir los efectos y suavizar las molestias. Límpiate varias veces al día con una mezcla de huevo, miel y zumo de limón.
La joven se puso a ello convencida de lucir una piel radiante en pocos días, lo que no sucedió. Se lo aplicó con tal frenesí y frecuencia que pronto llegó lo que sucedía a oídos del propio médico, quien, furioso, acudió al marqués en demanda de un correctivo para quien abandonaba la voluntad divina, y hacía que una casi niña se entregara a cuidados propios de una prostituta. A sus quejas no tardaron en sumarse las de la chica que, olvidando la preventiva llamada a la paciencia y decepcionada al ver que la erupción no desaparecía por